domingo, 22 de septiembre de 2024

El Aliento de la Tierra y el Cielo

El viento frío del atardecer soplaba entre los muros de piedra del monasterio, mientras el aroma a malta y lúpulo llenaba el aire. En el corazón de la abadía, en una sala baja y oscura iluminada por la cálida luz de antorchas y velas, varios monjes trabajaban en silencio alrededor de grandes cubas de madera.

El hermano Gregorio, de rostro curtido y manos fuertes, removía con una larga pala de madera el mosto humeante dentro de la cuba central. Su hábito de lana se pegaba ligeramente a su espalda por el calor que emanaba del proceso de fermentación, pero su rostro estaba sereno, casi meditabundo, como si en ese movimiento constante encontrara la misma paz que en la oración.

Cerca de él, el hermano Anselmo, joven y de barba rala, vertía sacos de cebada tostada en un enorme mortero de piedra. Golpeaba el grano con un mazo de madera, sus golpes eran firmes, rítmicos, casi como una plegaria. A su lado, el hermano Bernardo, un monje anciano de manos temblorosas pero ojos agudos, supervisaba con paciencia. Se inclinaba de vez en cuando para olfatear el grano recién molido, sonriendo con satisfacción cada vez que el aroma alcanzaba el equilibrio perfecto.

—Anselmo, ten cuidado con la cantidad de lúpulo —dijo el anciano en tono suave pero firme—. Demasiado, y amargará en exceso.

El joven asintió, consciente de la importancia del trabajo. Sabían que lo que hacían no era solo una bebida, sino una labor sagrada. Las recetas se transmitían de generación en generación, perfeccionadas en el silencio del monasterio, a medio camino entre la alquimia y la oración.

En un rincón de la sala, el hermano Mateo, encargado de la bodega, vigilaba los grandes barriles de madera donde la cerveza fermentaba pacientemente. Estaban sellados con cuidado, y algunos de ellos reposaban en el suelo fresco de piedra, donde el ambiente mantenía la temperatura constante. La cerveza, cuando estuviera lista, sería extraída directamente de estos barriles y almacenada en barriles de madera y vasijas de barro.

—Este año la cebada ha sido excelente —comentó Mateo mientras limpiaba la válvula de uno de los barriles—. El clima frío nos ha favorecido. Será una cerveza robusta, digna de las celebraciones.

Gregorio asintió, sin dejar de remover el mosto.

—Cada lote es un reflejo de la tierra y del cielo —dijo con gravedad—. No solo nuestras manos trabajan aquí. Es la voluntad de Dios la que guía el proceso.

El tiempo pasaba lentamente, y el crepitar del fuego en el hogar era el único sonido que acompañaba el suave murmullo de los monjes. Afuera, la luz del sol comenzaba a desvanecerse, tiñendo las ventanas con tonos dorados y rojizos, mientras un tenue vapor subía por las chimeneas del monasterio, llevándose consigo el aroma a malta y a lúpulo.

Finalmente, el hermano Gregorio dejó la pala a un lado y se enjugó la frente con una manga de su hábito. El anciano Bernardo se acercó a una pequeña cuba donde la cerveza reposaba, recogió un poco de líquido en una jarra de barro y la llevó a sus labios, degustando el primer sorbo con lentitud. Los demás monjes lo observaron en silencio, expectantes.


—Es buena —dijo por fin, sonriendo—. Muy buena. Dios estará complacido.

Un murmullo de alivio recorrió el grupo. Sabían que su trabajo había sido más que elaborar cerveza: habían creado algo que unía el esfuerzo humano con lo divino, un símbolo de comunión y gratitud.

A medida que la noche caía, el monasterio se sumía en la quietud, pero en el corazón de la abadía, entre barriles y cubas, el espíritu de la comunidad brillaba como una luz en la penumbra, un faro de paz en medio del frío mundo exterior.

 

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