Durante siglos, la humanidad ha demostrado una admirable capacidad para olvidar que los elfos no siempre fueron pequeños, amigables y afines a fabricar juguetes. En tiempos remotos, cuando la gente aún creía que la luz de la luna podía causar locura (y, en su defensa, a veces parece hacerlo), los elfos eran criaturas de una majestuosidad temible. Eran los inquilinos originales de los bosques, las colinas y los lugares donde uno prefería no perderse de noche.
En la mitología nórdica, los elfos (álfar) eran seres de una belleza sobrehumana y una capacidad impresionante para meterse en los asuntos de los mortales. Vivían en Álfheimr, que en el mejor de los casos podría describirse como "una especie de Asgard pero con más flores y menos martillos arrojadizos". Se dividían en elfos de la luz (ljósálfar), que eran etéreos y brillantes, y elfos oscuros (dökkálfar o svartálfar), que vivían bajo tierra y, dependiendo de la fuente consultada, podían ser indistinguibles de los enanos.
Los elfos nórdicos no eran necesariamente malvados, pero tenían esa cualidad envidiable de hacer lo que les daba la gana sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Podían sanar o maldecir con igual entusiasmo, y no eran de los que enviaban notificaciones previas.
Mientras los nórdicos tenían sus elfos, los pueblos celtas hablaban de hadas y seres feéricos, que a menudo cumplían el mismo propósito: eran hermosos, misteriosos y una fuente constante de problemas para los humanos que no sabían cuándo dejar bien en paz un claro del bosque.
Los Aos Sí de la mitología irlandesa eran similares a los elfos en muchos aspectos: vivían en colinas huecas, tenían poderes mágicos y podían ser absolutamente encantadores hasta el momento en que decidían que les caías mal. En la literatura medieval, estos seres no dudaban en llevarse humanos con ellos a su reino, generalmente sin previo aviso ni contrato de permanencia.
Cuando la Edad Media llegó con su amor por el cristianismo y las historias moralizantes, los elfos empezaron a perder su estatus divino y a caer en la categoría de "cosas que probablemente deberíamos evitar pero que igual aparecen en los cuentos". Se convirtieron en seres más pequeños, más juguetones y considerablemente menos aterradores (al menos en teoría). Shakespeare, por ejemplo, convirtió a los elfos en criaturas traviesas en El sueño de una noche de verano, en donde servían más para enredos amorosos que para provocar el terror ancestral.
En la época victoriana, los elfos fueron domesticados aún más, reduciéndose a espíritus diminutos, alegres y entrometidos, muy distintos a sus antepasados de piel resplandeciente y poderes inquietantes. Para cuando el siglo XX llegó con su obsesión por la Navidad, los elfos ya estaban completamente integrados en la manufactura de juguetes y la burocracia del Polo Norte.
Pero entonces, Tolkien decidió que ya era suficiente. Con El Señor de los Anillos, los elfos volvieron a ser altos, dignos, ligeramente arrogantes y con la molesta costumbre de mirar a los humanos como si fueran perros que han aprendido a abrir la nevera. Desde entonces, han oscilado entre la nobleza épica de la fantasía heroica y el descaro de la cultura popular, en la que pueden ser tanto guerreros inmortales como personajes de juegos de rol con una clara inclinación por la evasión fiscal.
Si algo podemos aprender de la historia de los elfos es que, a lo largo de los siglos, han cambiado según lo que los humanos necesitaban que fueran. Fueron dioses menores cuando la naturaleza era un misterio aterrador, traviesos bromistas cuando la magia se convirtió en superstición y finalmente asistentes navideños cuando la industrialización exigió más manos para fabricar juguetes. Quizás, algún día, los elfos vuelvan a ser los misteriosos y poderosos seres que alguna vez fueron. Aunque, conociendo a la humanidad, es más probable que terminen trabajando en el servicio de atención al cliente de alguna megacorporación.
Sea como sea, los elfos seguirán existiendo. En las leyendas, en los cuentos y, probablemente, en la próxima serie de fantasía con presupuesto excesivo.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.