Por alguien que ha visto cosas que no creerías. Y que probablemente debería haber mirado menos películas de ciencia ficción a medianoche. O más. No estoy seguro.
Pocas películas han conseguido reunir en una sola nave espacial la claustrofobia de una consulta dental sin anestesia, el entusiasmo arquitectónico de un gótico con complejo de Frankenstein, y el pequeño detalle de que el universo puede, efectivamente, odiarte con una pasión casi literaria.
Imaginad, si podéis —aunque si no podéis, mejor—, una nave que viaja más rápido que la luz no doblando el espacio, como hacen los buenos muchachos en Star Trek, sino perforándolo como quien atraviesa una cortina de ducha con una barra de hierro oxidada. Una nave que va más allá, y luego regresa. Y como buen turista dimensional, no regresa sola.
Sí, claro, hay agujeros negros. Hay científicos con miradas intensas y cabello cuidadosamente despeinado, lo que en el cine siempre es señal de que las cosas van a terminar mal. Y hay a bordo un capitán que, en un admirable ejemplo de economía narrativa, dice frases como “El infierno está en esta nave” con la serenidad de quien ofrece galletas.
Como todo relato verdaderamente humano disfrazado de ciencia ficción, Event Horizon no trata realmente sobre el espacio, sino sobre el vacío interior. El agujero negro en el alma. Ese sentimiento al abrir el refrigerador y descubrir que alguien se ha comido el último pastel de carne. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Fue usted mismo? ¿Y si lo fue… quién lo observaba mientras lo hacía?
Recuerdo verla por primera vez, a finales de los 90. Una época extraña, con más chaquetas de cuero que sentido común, y donde el horror tenía una cualidad granulada, como si estuviera siendo transmitido directamente desde una dimensión paralela con mala señal. Event Horizon encajaba perfectamente. Era como una carta de amor escrita con sangre a Hellraiser, 2001: Odisea del espacio, y ese rincón oscuro del cerebro donde guardamos los sueños que no contamos a nadie.
Por supuesto, no todo el mundo la entendió. “Demasiado confusa”, dijeron algunos. “Demasiado gore”, dijeron otros. “¡Esí no es cómo funciona la física!”, gritaron los ingenieros, justo antes de ser absorbidos por un portal interdimensional con gritos digitalmente distorsionados.
Pero quienes la amaron, la amaron con la clase de devoción que se tiene por un gato tuerto y psicópata: porque sabías que, en el fondo, te estaba enseñando algo importante. Algo sobre ti mismo. Algo que probablemente requería terapia. O una taza de café muy, muy fuerte.
En fin. Event Horizon sigue ahí, flotando en el tiempo cinematográfico, como un eco de advertencia. Una nota manuscrita que dice: “Si vas a jugar con el tejido del universo, al menos asegúrate de tener una linterna, un crucifijo, y un contrato que diga claramente que no se admiten portales al infierno.”
Y si después de todo eso, aún decides subir a bordo…
Bueno. Que los dioses —o lo que quede de ellos— se apiaden de tu alma.
Nota final: Nunca confíes en una nave espacial que parece diseñada por
alguien que soñó con catedrales y despertó gritando. Especialmente si el
diseñador también era un físico cuántico con tendencias góticas. Nunca termina
bien.
Un abrazo de oso
y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.