«En esta ciudad, no todo lo que brilla es una joya, mercenario; a veces, es el filo de una daga». – Arconte Fiametta Valienne.
El aire en Yelmogris olía a humedad y promesas rotas. Uriens caminaba por las calles empedradas como un depredador silencioso, las sombras danzaban a su alrededor bajo el cielo gris. A su espalda, las montañas que rodeaban la ciudad se erguían como centinelas de piedra. Había sido contratado, nuevamente. No para matar esta vez, sino para proteger. Un trabajo simple. O eso había pensado.
La nobleza de Yelmogris no confiaba en nadie más que en su propio oro. A veces, ni en eso. Pero la Arconte Fiametta Valienne, una mujer de pocas palabras y rostro frío, lo había mirado como si supiera que él era su mejor opción. “En esta ciudad, no todo lo que brilla es oro, mercenario”, le había dicho cuando le ofreció el trabajo. “Vigila más allá de las máscaras, porque el peligro vendrá disfrazado”. Ahora, frente a la imponente mansión de los Valienne, una de las casas más ricas de Yelmogris, Uriens sentía el peso de la advertencia. La fiesta de máscaras era un evento ostentoso, lleno de sedas y joyas que brillaban bajo la luz de las lámparas de aceite. Pero, como siempre, él mantenía una mano cerca de la empuñadura de su espada, su ojo rojo atento a cada sombra que se movía entre los invitados.
La
noble era una mujer de hielo y secretos. Sabía que tenía enemigos, pero había
decidido enfrentar el peligro en un lugar donde todos se escondían tras
disfraces. Uriens sabía que este tipo de eventos eran una trampa perfecta: las
sonrisas ocultaban cuchillos y los saludos disimulaban veneno.
Mientras
vigilaba desde una esquina oscura, su ojo rojo captó un destello en la
multitud. Un hombre de máscara oscura, demasiado atento, demasiado cerca de
Fiametta. No era la primera mirada que había sentido sobre ella, pero esta
tenía algo distinto, algo peligroso.
Se
deslizó entre la gente como un espectro, empujando a un lado a los invitados
que reían y charlaban sin notar su presencia. Cada paso era medido, cada
movimiento, una preparación para el combate. Cuando estuvo lo
suficientemente cerca, el hombre de la máscara oscura se giró hacia él. Sus
ojos, visibles a través de las ranuras de la máscara, eran fríos, calculadores.
Sabía quién era Uriens. Y no temía.
—Demasiado
obvio —murmuró el mercenario para sí mismo.
El
hombre hizo un gesto sutil con la mano y desapareció entre la multitud. Un
distracción. Una carnada.
Uriens
maldijo en silencio. Giró hacia donde había visto por última vez a la Arconte Fiametta Valienne. Ella seguía danzando, ajena al peligro que se acercaba. O tal vez no
tanto. Los nobles siempre jugaban al ajedrez con sus vidas. Pero Uriens no
podía permitirse fallar. No aquí. No con tantas miradas, tantas máscaras.
Entonces, lo sintió. Un escalofrío en el aire, el tipo de magia oscura que se arrastraba bajo la piel, como hormigas que trepan por los huesos. El hedor del azufre le golpeó antes de que viera el verdadero peligro.
A su
izquierda, un hombre de porte regio, con una máscara de león dorado, levantaba
discretamente una mano. Los dedos se movían en el aire como si dibujaran algo
invisible, pero Uriens no necesitaba ver los símbolos para entender lo que se
avecinaba. Un conjuro. Uno mortal.
No
pensó. Se lanzó entre los cuerpos danzantes con una velocidad que ningún
invitado pudo prever. Su mano se cerró sobre la empuñadura de la espada y, con
un tirón fluido, desenvainó el acero. Los invitados soltaron gritos ahogados
mientras la hoja destellaba bajo las luces del salón.
El
conjurador apenas tuvo tiempo de terminar el último gesto antes de que la
espada de Uriens le cortara la muñeca. La mano cayó al suelo con un sonido
seco, el anillo de oro rodó sobre el mármol. El grito del mago fue sofocado
por la música, pero la sangre que brotó de su muñón fue suficiente para que el
caos estallara en la sala.
La Arconte Fiametta Valienne giró sobre sus talones, su mirada gélida encontrando la de Uriens. Había un destello de reconocimiento en sus ojos. Sabía lo que había pasado, pero no hizo nada por detener el alboroto. La nobleza de Yelmogris estaba acostumbrada a la muerte, incluso en los bailes.
Uriens
se quedó de pie, con la espada en la mano, mientras los guardias de la casa Valienne llegaban, gritando órdenes y tratando de contener a los invitados que
huían despavoridos. El mercenario no les prestó atención. Su ojo rojo se posó
en el hombre que había perdido la mano. Estaba en el suelo, retorciéndose de
dolor, pero sus labios todavía se movían. Todavía intentaba conjurar algo, algo
desesperado.
Sin
dudarlo, Uriens levantó la espada y la hundió en su pecho.
El
salón quedó en silencio por un instante. La sangre manchó el mármol pulido,
mezclándose con las sombras que bailaban bajo las luces doradas. Uriens limpió
su espada en la capa del muerto y la envainó, mientras Fiametta se acercaba
con pasos lentos, seguros.
—Eficiente,
como siempre —dijo ella, su voz era suave y fría.
—Te
dije que las máscaras no me gustan —respondió él, sin mirarla.
Valeria
no dijo nada más. Sabía que no hacía falta. La seguridad en Yelmogris era una
ilusión tan frágil como las máscaras que usaban los invitados. Pero Uriens no
estaba allí para ilusiones. Estaba allí para el acero y la sangre. Y Yelmogris
siempre pedía su cuota.
Cuando
el baile terminó y los cuerpos fueron retirados, Uriens se marchó, sabiendo que
su trabajo nunca terminaba. Al menos, no mientras respirara en esa maldita
ciudad.