martes, 1 de octubre de 2024

Sombras de Yelmogris

El mercenario caminaba a paso lento por las callejuelas empedradas de Yelmogris, con las manos descansando sobre la correa de su espada y los ojos atentos a cada sombra que osaba moverse en las esquinas. El aire era espeso, cargado con el salitre del Mar Agreste que ascendía desde el sur, mezclado con el olor terroso de la montaña. Las montañas cercaban la ciudad como garras de una bestia vieja, asomándose a cada rincón como si estuvieran listas para atraparla. Yelmogris, ciudad de encrucijada, donde la magia y el acero se encontraban y se mezclaban con la misma facilidad con la que los mercaderes discutían precios y los hechiceros vendían promesas.


El mercenario frunció el ceño cuando una ráfaga de viento le trajo el aroma inconfundible de la magia vieja, azufre y polvo de hueso. Era el tipo de magia que se sentía en la piel antes de que la mente pudiera procesarla, como un escalofrío que nacía en la nuca. En Yelmogris, esa sensación era tan común como el canto de las campanas del puerto, resonando desde los muelles en el crepúsculo.

El río Brumandé, que cortaba la ciudad en dos, bajaba en un murmullo desde las altas cumbres hacia el mar. Las aguas, turbias y veloces, reflejaban los últimos destellos del sol que caía tras las montañas. Los puentes de piedra, ennegrecidos por el tiempo y las batallas, se alzaban como centinelas cansados, observando cómo la vida de la ciudad se deslizaba entre los callejones, donde los crujidos de las puertas de las tabernas y los gritos de los niños en las plazas competían con las melodías discordantes de bardos medio ebrios.

El mercenario dobló una esquina, donde un grupo de artesanos enanos vendían herramientas y armas en forjas improvisadas. El fuego crepitaba, pero el metal apenas brillaba con ese fulgor extraño de las armas mágicas. En Yelmogris, todo tenía un precio, incluso lo que parecía común a simple vista. Aquí, las espadas eran tan peligrosas como los conjuros que las forjaban. Un enano, de espaldas anchas y piel oscura, lo miró de reojo mientras golpeaba con un martillo una hoja humeante. No hubo saludo, solo una breve inclinación de cabeza. El mercenario respondió con un gruñido.

Por encima de todo, Yelmogris tenía un aire de impermanencia, como si la ciudad no fuera más que un punto de tránsito en la vasta extensión de la Marca del Norte. Las caravanas de mercaderes y aventureros cruzaban sus puertas todos los días, con destino a las tierras agrestes más allá. Pero la Marca era traicionera, y aquellos que no sucumbían a sus caminos y valles llenos de peligros, caían bajo las garras de bestias o criaturas que no pertenecían al mundo de los hombres.

El mercenario llegó a una plaza flanqueada por edificios de piedra gris. A un lado, una torre sobresalía como un dedo acusador, símbolo del poder de la hermandad de magos que gobernaba la ciudad desde las sombras. Era imposible no sentir la vigilancia, los ojos invisibles que seguían cada paso. Pero a él no le importaba. En su negocio, los ojos siempre estaban puestos en la espalda de uno. Lo único que importaba era saber cuándo actuar y cuándo desaparecer entre las sombras.

Yelmogris no era un lugar para los débiles de corazón. Aquellos que no comprendían el equilibrio entre la magia y el acero pronto descubrían lo letal que podía ser esa combinación. Pero para un hombre como él, acostumbrado a los caminos oscuros y a la vida al filo de la espada, la ciudad no era más que otro trabajo, otra parada en un viaje interminable.

Alzó la vista hacia el cielo gris, preguntándose cuánto tiempo más duraría la calma antes de que estallara la tormenta. Porque en Yelmogris, la calma era siempre una fachada, un respiro antes de la inevitable violencia.

Y en su trabajo, la violencia siempre llegaba.

lunes, 30 de septiembre de 2024

Una Tarde Ordinaria en la Vida de un Hechicero Desorganizado

Una tarde cualquiera en la torre del mago Merlín, uno podría esperar un poco de majestuosidad y misterio, pero si has pasado suficiente tiempo en sus alrededores, lo que más te impresionará es el caos controlado. Y ese control, claro está, es bastante discutible.


-Ilustración de Jonny Gray-

Era una de esas tardes en las que la torre de Merlín parecía estar más viva que nunca. Las piedras murmuraban entre ellas, los libros en las estanterías discutían acaloradamente sobre la mejor forma de conjurar dragones sin provocar una catástrofe de dimensiones épicas (opiniones que variaban dramáticamente), y la caldera de pociones, que había adquirido una personalidad por error en uno de los experimentos de Merlín, insistía en tararear desafinada una melodía muy antigua.

Merlín estaba en su estudio, que en realidad era cualquier lugar de la torre donde lograra mantenerse alejado de sus propios hechizos errantes. Estaba inclinado sobre una mesa llena de pergaminos, plumas que escribían solas y frascos de líquidos que burbujeaban sospechosamente. Sus ropas, una vez impresionantes, estaban manchadas con sustancias cuyo origen probablemente era mejor no investigar. Un mechón de su larga barba había sido chamuscado, una consecuencia de un hechizo particularmente testarudo esa misma mañana.

"¡Por los calcetines de Platón!" - exclamó Merlín, mientras un pequeño ratón de color púrpura, que alguna vez había sido una taza de té, corría por la mesa con una mirada nerviosa. Había pasado toda la tarde intentando descifrar un antiguo texto arcano que, por alguna razón, estaba escrito en algo que se parecía más a un menú de taberna que a magia ancestral. Pero así eran las cosas con la magia: todo parecía profundo, hasta que te dabas cuenta de que no lo era.

Afuera, la luz del sol se deslizaba suavemente entre las ramas de los árboles que rodeaban la torre, pero dentro, el tiempo seguía un ritmo completamente diferente. A veces, las horas se estiraban como chicle mágico, otras se comprimían como si un gnomo con prisas hubiera metido toda la tarde en un frasco demasiado pequeño. Pero eso a Merlín no le preocupaba demasiado. El tiempo, al fin y al cabo, era solo otra de esas cosas molestas que uno debía sortear como el tráfico o la gravedad.

"¡Ah! ¡Por fin!" - gritó con júbilo al descubrir que lo que había estado buscando todo el día no era un hechizo para convocar a una bestia del inframundo, como había pensado, sino una receta para un pastel de moras. Claro, la confusión era comprensible: los símbolos arcanos y las instrucciones culinarias se parecían sospechosamente.

Justo en ese momento, un estornudo mágico sacudió la torre, procedente de un armario que Merlín había sellado hace años por razones que ya no recordaba del todo. Las paredes temblaron levemente, como si estuvieran acostumbradas a ese tipo de sobresaltos, y una nube de polvo dorado salió disparada por debajo de la puerta del armario.

Merlín suspiró profundamente. ¿Cómo era posible que en una tarde tranquila, con nada más que buenas intenciones y un intento de estudiar magia ancestral, las cosas siempre se salieran de control?

Pero claro, él era Merlín. ¿Y cuándo, en toda su larga vida, había habido alguna vez una tarde normal?


La Leyenda del Buscador: Un Placer Culpable con Mucha Espada y Poca Vergüenza

Por un crítico anónimo que insiste en que los efectos especiales no importan si la capa ondea lo suficiente. Hay algo maravillosamente recon...