El mercenario caminaba a paso lento por las callejuelas empedradas de Yelmogris, con las manos descansando sobre la correa de su espada y los ojos atentos a cada sombra que osaba moverse en las esquinas. El aire era espeso, cargado con el salitre del Mar Agreste que ascendía desde el sur, mezclado con el olor terroso de la montaña. Las montañas cercaban la ciudad como garras de una bestia vieja, asomándose a cada rincón como si estuvieran listas para atraparla. Yelmogris, ciudad de encrucijada, donde la magia y el acero se encontraban y se mezclaban con la misma facilidad con la que los mercaderes discutían precios y los hechiceros vendían promesas.
El mercenario frunció el ceño cuando una ráfaga de viento le trajo el aroma inconfundible de la magia vieja, azufre y polvo de hueso. Era el tipo de magia que se sentía en la piel antes de que la mente pudiera procesarla, como un escalofrío que nacía en la nuca. En Yelmogris, esa sensación era tan común como el canto de las campanas del puerto, resonando desde los muelles en el crepúsculo.
El río Brumandé, que cortaba la ciudad en dos, bajaba en un murmullo desde las altas cumbres hacia el mar. Las aguas, turbias y veloces, reflejaban los últimos destellos del sol que caía tras las montañas. Los puentes de piedra, ennegrecidos por el tiempo y las batallas, se alzaban como centinelas cansados, observando cómo la vida de la ciudad se deslizaba entre los callejones, donde los crujidos de las puertas de las tabernas y los gritos de los niños en las plazas competían con las melodías discordantes de bardos medio ebrios.
El mercenario dobló una esquina, donde un grupo de artesanos enanos vendían herramientas y armas en forjas improvisadas. El fuego crepitaba, pero el metal apenas brillaba con ese fulgor extraño de las armas mágicas. En Yelmogris, todo tenía un precio, incluso lo que parecía común a simple vista. Aquí, las espadas eran tan peligrosas como los conjuros que las forjaban. Un enano, de espaldas anchas y piel oscura, lo miró de reojo mientras golpeaba con un martillo una hoja humeante. No hubo saludo, solo una breve inclinación de cabeza. El mercenario respondió con un gruñido.
Por encima de todo, Yelmogris tenía un aire de impermanencia, como si la ciudad no fuera más que un punto de tránsito en la vasta extensión de la Marca del Norte. Las caravanas de mercaderes y aventureros cruzaban sus puertas todos los días, con destino a las tierras agrestes más allá. Pero la Marca era traicionera, y aquellos que no sucumbían a sus caminos y valles llenos de peligros, caían bajo las garras de bestias o criaturas que no pertenecían al mundo de los hombres.
El mercenario llegó a una plaza flanqueada por edificios de piedra gris. A un lado, una torre sobresalía como un dedo acusador, símbolo del poder de la hermandad de magos que gobernaba la ciudad desde las sombras. Era imposible no sentir la vigilancia, los ojos invisibles que seguían cada paso. Pero a él no le importaba. En su negocio, los ojos siempre estaban puestos en la espalda de uno. Lo único que importaba era saber cuándo actuar y cuándo desaparecer entre las sombras.
Yelmogris no era un lugar para los débiles de corazón. Aquellos que no comprendían el equilibrio entre la magia y el acero pronto descubrían lo letal que podía ser esa combinación. Pero para un hombre como él, acostumbrado a los caminos oscuros y a la vida al filo de la espada, la ciudad no era más que otro trabajo, otra parada en un viaje interminable.
Alzó la vista hacia el cielo gris, preguntándose cuánto tiempo más duraría la calma antes de que estallara la tormenta. Porque en Yelmogris, la calma era siempre una fachada, un respiro antes de la inevitable violencia.
Y en su trabajo, la violencia siempre llegaba.