Una tarde cualquiera en la torre del mago Merlín, uno podría esperar un poco de majestuosidad y misterio, pero si has pasado suficiente tiempo en sus alrededores, lo que más te impresionará es el caos controlado. Y ese control, claro está, es bastante discutible.
Era una de esas tardes en las que la torre de Merlín parecía estar más viva que nunca. Las piedras murmuraban entre ellas, los libros en las estanterías discutían acaloradamente sobre la mejor forma de conjurar dragones sin provocar una catástrofe de dimensiones épicas (opiniones que variaban dramáticamente), y la caldera de pociones, que había adquirido una personalidad por error en uno de los experimentos de Merlín, insistía en tararear desafinada una melodía muy antigua.
Merlín estaba en su estudio, que en realidad era cualquier lugar de la torre donde lograra mantenerse alejado de sus propios hechizos errantes. Estaba inclinado sobre una mesa llena de pergaminos, plumas que escribían solas y frascos de líquidos que burbujeaban sospechosamente. Sus ropas, una vez impresionantes, estaban manchadas con sustancias cuyo origen probablemente era mejor no investigar. Un mechón de su larga barba había sido chamuscado, una consecuencia de un hechizo particularmente testarudo esa misma mañana.
"¡Por los calcetines de Platón!" - exclamó Merlín, mientras un pequeño ratón de color púrpura, que alguna vez había sido una taza de té, corría por la mesa con una mirada nerviosa. Había pasado toda la tarde intentando descifrar un antiguo texto arcano que, por alguna razón, estaba escrito en algo que se parecía más a un menú de taberna que a magia ancestral. Pero así eran las cosas con la magia: todo parecía profundo, hasta que te dabas cuenta de que no lo era.
Afuera, la luz del sol se deslizaba suavemente entre las ramas de los árboles que rodeaban la torre, pero dentro, el tiempo seguía un ritmo completamente diferente. A veces, las horas se estiraban como chicle mágico, otras se comprimían como si un gnomo con prisas hubiera metido toda la tarde en un frasco demasiado pequeño. Pero eso a Merlín no le preocupaba demasiado. El tiempo, al fin y al cabo, era solo otra de esas cosas molestas que uno debía sortear como el tráfico o la gravedad.
"¡Ah! ¡Por fin!" - gritó con júbilo al descubrir que lo que había estado buscando todo el día no era un hechizo para convocar a una bestia del inframundo, como había pensado, sino una receta para un pastel de moras. Claro, la confusión era comprensible: los símbolos arcanos y las instrucciones culinarias se parecían sospechosamente.
Justo en ese momento, un estornudo mágico sacudió la torre, procedente de un armario que Merlín había sellado hace años por razones que ya no recordaba del todo. Las paredes temblaron levemente, como si estuvieran acostumbradas a ese tipo de sobresaltos, y una nube de polvo dorado salió disparada por debajo de la puerta del armario.
Merlín suspiró profundamente. ¿Cómo era posible que en una tarde tranquila, con nada más que buenas intenciones y un intento de estudiar magia ancestral, las cosas siempre se salieran de control?
Pero claro, él era Merlín. ¿Y cuándo, en toda su larga vida, había habido alguna vez una tarde normal?
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