sábado, 8 de noviembre de 2025

Las Fauces de Vhar-Kuun

La jungla de Vhar-Kuun no conocía el silencio. Zumbaban los insectos grandes como dagas, croaban los sapófidos carnívoros desde los estanques de savia, y el aire mismo, espeso y verde, parecía latir con un pulso antiguo.

Entre helechos que cortaban la piel como cuchillas, avanzaba Sarya la Gris, bárbara del clan Tharn, hija del cometa caído y de los campos de sangre. Su armadura era una blasfemia contra los herreros y los dioses: placas oxidadas de un autómata de guerra del Viejo Imperio, engranajes encajados con cuero. Las chispas aún brotaban cuando los rayos del sol golpeaban los bordes de su hombrera.

A su espalda, el acero negro de su espada —Vireth, la devoradora de ecos— vibraba con hambre contenida.

Sarya se detuvo.
El aire olía a ozono, a magia derramada. A través de la maraña de lianas, el velo entre mundos se agitaba: un remolino translúcido, como el ojo abierto de un dios moribundo.

—Otra grieta... —murmuró, con el tono de quien maldice una vieja deuda.



Desde el otro lado del velo, algo la observaba. Sombras con forma de hombre, o de recuerdo. Los Urr-Keth, devoradores de existencia, habían vuelto a olfatearla.

Sarya escupió sangre seca, ajustó el guante metálico en su mano derecha —un guante que zumbaba, vivo, con circuitos olvidados— y dio un paso adelante. El suelo la tragó en un destello azul.

Cayó en un mundo sin cielo. Rocas flotantes, mares suspendidos, raíces que colgaban del vacío. Una tormenta de luces rotas rugía sobre su cabeza. En el horizonte, una torre construida con huesos de titanes se alzaba como una lanza envenenada.

—El bastión de Zhul-Mathar —susurró. La palabra le quemó la lengua.

Recordaba haberlo destruido tres vidas atrás. O tal vez en otro plano. La memoria era un mapa hecho de ceniza.

Una risa estalló entre las sombras.
Del aire emergió un cuerpo de cables y carne: un mago cibernético, envuelto en túnicas de luz, con ojos que giraban como lentes.

—Sarya de Tharn... —dijo la voz metálica—. La que viaja entre los planos. La que roba lo que los dioses olvidan.

—Y tú —respondió ella, alzando Vireth—, sigues vivo. Qué lástima.

Chispas y sangre, acero y energía. Sarya giró sobre sí misma, la espada cortó campos de fuerza y desgarró carne de máquina. El mago respondió con relámpagos que desintegraban rocas. El aire se llenó de humo violeta y olor a metal fundido.

Cuando el polvo se asentó, sólo quedaba ella. Herida, respirando como una bestia, con el pecho cubierto de hollín y la mirada clavada en el horizonte.

El velo entre mundos se abría otra vez, como una herida que nunca cerraba.

—No hay descanso —dijo, con media sonrisa—. Ni para los muertos, ni para los que aún sangramos.

Y, ajustando las piezas de su armadura remendada, dio otro paso hacia el vacío.

El plano gimió. La jungla la esperaba.

 

 

jueves, 6 de noviembre de 2025

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda. No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un ladrón que se desliza entre las sombras; todos escuchan, en algún momento, ese llamado antiguo. Es un eco que comenzó mucho antes de que aprendiéramos a contar historias alrededor del fuego. Y aún resuena.

El Grial fue uno de los primeros nombres que dimos a ese eco. No era solo una copa. Era una promesa: de pureza, de redención, de sentido. Los caballeros de Arturo no perseguían un objeto, sino una ausencia. Buscaban aquello que faltaba en el mundo y, sobre todo, dentro de sí mismos. La búsqueda del Grial no trataba de poseer, sino de entender.




Arte - Sam Keiser.


Desde entonces, la literatura fantástica ha rehecho esa gesta una y otra vez. Cada vez que un mago busca una piedra de sabiduría, cada vez que un joven granjero se atreve a tocar una espada que no le pertenece, o que un ladrón intenta robar una lágrima de los dioses, el eco del Grial vuelve a sonar.

Los objetos poderosos —anillos, varas, grimorios, amuletos— no son meros artefactos. Son espejos. Muestran quiénes somos cuando creemos tener poder. Algunos destruyen a sus portadores, otros los revelan. El Anillo Único de Tolkien es un ejemplo tan claro como doloroso: no concede poder, sino que lo desnuda. Deja al descubierto la fragilidad del alma, el temblor que nos vuelve humanos.

En las historias más sabias, el objeto nunca es el fin. El verdadero viaje no está en encontrar el artefacto, sino en descubrir por qué lo deseamos. Porque el deseo, cuando se alza como una montaña, nos obliga a subirla o morir en el intento. Y en esa ascensión, algo cambia: la piel, el nombre, el corazón…

Quizás por eso seguimos contando estas historias. Porque todos, en algún rincón de la memoria, seguimos buscando nuestro propio Grial: una palabra que cure, una mirada que comprenda, una canción que devuelva el sentido al silencio. En el fondo, todos somos buscadores. No de poder, sino de significado.

Y aunque el objeto cambie —una copa, una piedra, una espada, un nombre verdadero—, la melodía sigue siendo la misma. Es un eco antiguo, imposible de acallar.

El eco de la búsqueda.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Cuento de Navidad: El hada del azucarero

La primera señal de que algo iba a salir ligeramente distinto aquella Navidad fue que apareció un hada en el azucarero. No una de esas ha...