jueves, 23 de enero de 2025

Dungeon Crawlers: O por qué todos los caminos conducen a trampas

En algún lugar del universo, hay una ley que establece que si reúnes a un grupo de personas en una mesa, les das figuritas, dados y un tablero modular, inevitablemente intentarán atravesar una mazmorra llena de trampas, monstruos y puertas que claramente deberían quedarse cerradas. Porque eso es lo que hacen los héroes: ignoran instintos básicos de supervivencia en pos de una gran aventura… o al menos por una pequeña cantidad de oro y tal vez un arma mágica que parece buena hasta que descubres que está maldita.

Los dungeon crawlers de mesa, queridos amigos, son el testimonio perfecto de que los humanos pueden encontrar diversión en prácticamente cualquier cosa, siempre que incluya la posibilidad de tirar dados y gritar cosas como “¡le pego al ogro en la cara con mi espada de fuego!” mientras el DM suspira y reorganiza las fichas del tablero.


-Ilustración de William McAusland-


El objetivo de cualquier dungeon crawler es aparentemente sencillo: adentrarse en una mazmorra, explorar sus recovecos y enfrentarse a todo lo que intente comerte, atravesarte o convertirte en una estatua. Lo que suena bastante épico hasta que recuerdas que la mayor parte de la experiencia consiste en que el grupo discuta durante 20 minutos sobre si abrir una puerta en la que alguien escribió "NO TOCAR" con sangre.

En un dungeon crawler, la lógica se convierte en un concepto opcional. Por ejemplo, los jugadores saben que las trampas existen. Se las han encontrado antes. De hecho, casi murieron por ellas en el último turno. ¿Pero eso los detendrá? No. Porque las trampas están ahí por una razón, y esa razón es asegurarse de que el ladrón pueda fallar el chequeo de desactivación y recibir una lanza en la pierna mientras todos fingen sorpresa.

Los jugadores también son expertos en encontrar la manera más caótica posible de lidiar con los desafíos. Tal vez diseñaste una batalla épica contra un dragón. Tal vez dedicaste horas a equilibrar sus estadísticas y habilidades especiales. Y tal vez, sólo tal vez, tu grupo de aventureros decida que la mejor estrategia es ofrecerle al dragón una oveja cubierta en salsa picante como "negociación diplomática". Spoiler: funciona el 50% de las veces.

El Dungeon Master (DM para los amigos, "el tirano" para los bárbaros que no saben cuándo callarse) es el corazón y el alma de cualquier dungeon crawler. Es quien crea el mundo, desarrolla la historia y lanza hordas de goblins, esqueletos y, ocasionalmente, un golem hecho de queso porque alguien insistió en que “era un concepto divertido”. El DM es mitad arquitecto, mitad autor frustrado, y mitad árbitro imparcial, lo que claramente suma tres mitades, pero ser DM significa que las matemáticas ya no importan.

El verdadero desafío para el DM no es crear una buena narrativa. No, el verdadero desafío es mantenerla en pie mientras los jugadores la destrozan con una combinación de decisiones absurdas y falta de coordinación. El mago quiere quemar la puerta. El bárbaro quiere atravesarla a golpes. El ladrón insiste en que quizás hay una manera pacífica de resolver todo esto, pero sólo porque está demasiado ocupado saqueando una habitación que claramente no era relevante para la trama.

Por supuesto, el DM siempre tiene el último recurso narrativo: el mimic. Si estás diseñando una mazmorra y no sabes cómo terminarla, simplemente asegúrate de que la última habitación contenga un cofre del tesoro. Es una regla no escrita que los jugadores abrirán ese cofre. Y entonces, cuando sus ojos brillen con anticipación, sus hojas de personaje estén listas para recibir nuevas recompensas y alguien diga: “Esta vez no será una trampa”…
¡BAM! Es un mimic! ¡Siempre es un mimic! Porque la verdadera magia del dungeon crawler es recordarles a los jugadores que no hay felicidad que no pueda ser mordida.

No podemos hablar de dungeon crawlers sin rendir homenaje a los dados. Ah, los dados, esos pequeños trozos de plástico numerado que deciden el destino de tus héroes con la precisión de un mono arrojando dardos a un calendario lunar. El dado de veinte caras, conocido como el D20, es el jefe supremo, el tirano todopoderoso que decide si tu guerrero realiza un golpe crítico o si tropieza con sus propios cordones y cae en un pozo.

Los dados son imparciales, dicen algunos. Mentira. Los dados tienen alma, y sus almas son malévolas. Hay quien jura que sus dados tienen personalidad, que algunos son “dados de la suerte” mientras que otros son traidores natos. Y luego están los dados del DM, que siempre parecen sacar números altos cuando los monstruos atacan. Es una coincidencia, claro. Una coincidencia absolutamente maliciosa.

Al final, un dungeon crawler no se trata de ganar. Se trata de las historias que cuentas después. Historias como “¿te acuerdas de cuando el bárbaro intentó convencer al golem de roca de que se uniera al equipo?”, o “¿recuerdas la vez que el mago falló tres veces seguidas un hechizo porque olvidó que tenía penalizaciones de alcance?”. Historias que quedan grabadas en la memoria, o al menos hasta que decides comenzar otra mazmorra.

Porque, al final, siempre habrá otra puerta que abrir, otra trampa que activar y un DM con una sonrisa sospechosa. Y cuando llegue ese momento, los jugadores estarán listos, dados en mano, listos para enfrentarse al abismo una vez más.

...Aunque probablemente el abismo también sea un mimic.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 22 de enero de 2025

La Diplomacia del Hacha

El caballero y el enano se encontraban frente a un grupo de trasgos que, aparentemente, creían que su número y mal aliento eran suficiente para intimidar a cualquier ser humano decente. Lo cual, por supuesto, era una suposición lamentablemente incorrecta. 

El caballero, cuya armadura brillaba con la misma inocencia de un espejo que ha sido frotado por un gato muy gordo, miró a los trasgos con una mezcla de simpatía y cansancio. "Mirad, no quiero hacer esto", dijo con voz profunda, como si estuviera pidiendo un favor muy grande. "¿Por qué no os vais a casa y todos somos felices?"

Los trasgos, que nunca habían conocido el concepto de 'razón', intercambiaron miradas confusas. Uno de ellos se aclaró la garganta y levantó una daga. "¡Vais a arrepentiros de esto!"
"Ah, sí, claro", respondió el caballero, "me temo que la última vez que alguien dijo eso, terminó teniendo que pedir un préstamo para comprar dientes nuevos."

Mientras tanto, el enano, que se encontraba un poco más abajo en términos de altitud y mucho más arriba en términos de 'hago lo que quiero', dio un paso adelante y lanzó su hacha con la precisión de alguien que realmente sabe lo que hace, o simplemente le daba igual.

El hacha aterrizó justo al lado de un trasgo, quien, sin pensarlo dos veces, saltó dos metros hacia atrás. El enano lo observó, rascándose su barba con una sonrisa satisfecha. "Y eso, amigos, es lo que llamamos 'demostración'."

Los trasgos miraron la escena, miraron sus dagas, miraron al caballero, miraron al enano y, finalmente, decidieron que la vida era muy corta y, aparentemente, ellos también. Salieron disparados en direcciones que ni ellos sabían que existían.

El caballero suspiró. "¿Sabes, amigo? A veces pienso que debería dedicarme a la jardinería."

"Sí, claro", dijo el enano, "y yo a coleccionar hongos. Pero no hoy."









-Ilustración de Jim Holloway, de B5 Horror on the Hill de 1983-

domingo, 19 de enero de 2025

El Caballero y el Zorro

Sir Edrick había vivido tanto tiempo solo que la compañía de su propia sombra empezaba a parecerle un exceso de gente. No es que fuera un mal caballero, todo lo contrario; había combatido dragones, salvado doncellas (aunque algunas hubieran protestado bastante sobre el tema) y se había ganado una reputación intachable. Sin embargo, en algún punto, decidió que la paz de una pequeña capilla en lo alto de una colina solitaria era preferible al bullicio de la fama y las multitudes. Así que allí estaba, cuidando una capilla que nadie visitaba, en una colina que nadie subía, y con una colección de gallinas que lo miraban como si fueran las auténticas dueñas del lugar.

La noche en cuestión era particularmente tormentosa. El viento rugía como un ejército de dragones con dolor de muelas, y la lluvia golpeaba la capilla como si intentara convencerla de que quizá sería mejor ser un barco. Edrick estaba sentado frente a su chimenea, recitando en voz alta pasajes de un viejo libro de oraciones que había memorizado tanto que podía improvisar si perdía el hilo.

Fue entonces cuando lo escuchó: un golpe suave, apenas un rasguño, en la puerta de madera.

Se levantó con cautela, porque uno no llega a la edad madura siendo un caballero sin un saludable respeto por los imprevistos. Abrió la puerta y allí, en el umbral, temblando bajo la lluvia, estaba un zorro.

Edrick lo miró. El zorro lo miró de vuelta, con esa mezcla de desafío y vulnerabilidad que tienen los animales cuando saben que necesitan ayuda, pero odian tener que pedirla. Tenía una pata trasera torcida de manera extraña, y su pelaje rojo estaba empapado y embarrado.





—Bueno —dijo Edrick, frunciendo el ceño como si estuviera a punto de reprender al zorro por su falta de previsión meteorológica—, no puedo dejarte ahí fuera, ¿verdad?

El zorro no respondió, lo que era razonable.

Edrick lo llevó adentro, con el animal apoyándose torpemente sobre él. La chimenea escupió chispas de bienvenida, y Edrick, después de envolver al zorro en un viejo manto de lana, examinó su pata. No era un caballero veterinario, pero sabía lo suficiente como para improvisar un entablillado con dos ramitas y un trozo de cuerda.

—Esto te dolerá un poco —le dijo al zorro, porque era importante ser honesto en una relación, incluso si era con un animal salvaje.

El zorro lo miró con una expresión que decía: Todo esto ya es bastante humillante, gracias.

Edrick trabajó en silencio, con cuidado y determinación, y cuando terminó, el zorro emitió un pequeño suspiro y se dejó caer junto al fuego, como si hubiera decidido que la dignidad era un precio razonable por el calor y la seguridad.

—Vaya, sí que tienes suerte —comentó Edrick, sirviéndose a sí mismo un poco de caldo caliente y dejando un cuenco de agua para el zorro—. No muchos caballeros estarían dispuestos a compartir su fuego con un zorro. Aunque claro, no hay muchos caballeros que vivan solos en una colina con más gallinas que visitas.

El zorro lo miró de reojo, como si estuviera evaluando si este extraño humano estaba completamente cuerdo.

Los días siguientes transcurrieron tranquilos, a un ritmo extraño. Edrick cuidaba del zorro, cambiaba su vendaje y hablaba con él como si fuera un viejo amigo. Le contaba historias de sus días de gloria, de las espadas que había blandido y los juramentos que había pronunciado, y el zorro lo escuchaba con la paciencia de alguien que no tiene ninguna prisa.

Cuando la pata del zorro sanó lo suficiente, Edrick abrió la puerta una mañana y se quedó mirando mientras el animal cruzaba el umbral, deteniéndose un momento para girarse y mirarlo.

—Ah, ya lo entiendo —dijo Edrick, dándose una palmada en la rodilla—. Gracias y adiós, ¿no es así?

El zorro no hizo ningún ruido, pero sus ojos dijeron todo lo que hacía falta. Luego se perdió entre los árboles, con su cola rojiza ondeando como una bandera de victoria.

Edrick se quedó allí un momento, mirando el bosque vacío. Luego suspiró, cerró la puerta y se giró hacia las gallinas, que lo miraban con una intensidad que sugería que esperaban desayuno.

—Y pensar que yo era un caballero famoso —murmuró, mientras recogía un balde de grano—. Quizá debería adoptar un dragón la próxima vez.

Pero no pudo evitar sonreír. Porque aunque nunca lo admitiría, le gustaban esas noches de tormenta en las que alguien llamaba a su puerta.

 





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