Sir Edrick había vivido tanto tiempo solo que la compañía de su propia sombra empezaba a parecerle un exceso de gente. No es que fuera un mal caballero, todo lo contrario; había combatido dragones, salvado doncellas (aunque algunas hubieran protestado bastante sobre el tema) y se había ganado una reputación intachable. Sin embargo, en algún punto, decidió que la paz de una pequeña capilla en lo alto de una colina solitaria era preferible al bullicio de la fama y las multitudes. Así que allí estaba, cuidando una capilla que nadie visitaba, en una colina que nadie subía, y con una colección de gallinas que lo miraban como si fueran las auténticas dueñas del lugar.
La noche en cuestión era particularmente tormentosa. El viento rugía como un ejército de dragones con dolor de muelas, y la lluvia golpeaba la capilla como si intentara convencerla de que quizá sería mejor ser un barco. Edrick estaba sentado frente a su chimenea, recitando en voz alta pasajes de un viejo libro de oraciones que había memorizado tanto que podía improvisar si perdía el hilo.
Fue entonces cuando lo escuchó: un golpe suave, apenas un rasguño, en la puerta de madera.
Se levantó con cautela, porque uno no llega a la edad madura siendo un caballero sin un saludable respeto por los imprevistos. Abrió la puerta y allí, en el umbral, temblando bajo la lluvia, estaba un zorro.
Edrick lo miró. El zorro lo miró de vuelta, con esa mezcla de desafío y vulnerabilidad que tienen los animales cuando saben que necesitan ayuda, pero odian tener que pedirla. Tenía una pata trasera torcida de manera extraña, y su pelaje rojo estaba empapado y embarrado.
—Bueno —dijo Edrick, frunciendo el ceño como si estuviera a punto de reprender al zorro por su falta de previsión meteorológica—, no puedo dejarte ahí fuera, ¿verdad?
El zorro no respondió, lo que era razonable.
Edrick lo llevó adentro, con el animal apoyándose torpemente sobre él. La chimenea escupió chispas de bienvenida, y Edrick, después de envolver al zorro en un viejo manto de lana, examinó su pata. No era un caballero veterinario, pero sabía lo suficiente como para improvisar un entablillado con dos ramitas y un trozo de cuerda.
—Esto te dolerá un poco —le dijo al zorro, porque era importante ser honesto en una relación, incluso si era con un animal salvaje.
El zorro lo miró con una expresión que decía: Todo esto ya es bastante humillante, gracias.
Edrick trabajó en silencio, con cuidado y determinación, y cuando terminó, el zorro emitió un pequeño suspiro y se dejó caer junto al fuego, como si hubiera decidido que la dignidad era un precio razonable por el calor y la seguridad.
—Vaya, sí que tienes suerte —comentó Edrick, sirviéndose a sí mismo un poco de caldo caliente y dejando un cuenco de agua para el zorro—. No muchos caballeros estarían dispuestos a compartir su fuego con un zorro. Aunque claro, no hay muchos caballeros que vivan solos en una colina con más gallinas que visitas.
El zorro lo miró de reojo, como si estuviera evaluando si este extraño humano estaba completamente cuerdo.
Los días siguientes transcurrieron tranquilos, a un ritmo extraño. Edrick cuidaba del zorro, cambiaba su vendaje y hablaba con él como si fuera un viejo amigo. Le contaba historias de sus días de gloria, de las espadas que había blandido y los juramentos que había pronunciado, y el zorro lo escuchaba con la paciencia de alguien que no tiene ninguna prisa.
Cuando la pata del zorro sanó lo suficiente, Edrick abrió la puerta una mañana y se quedó mirando mientras el animal cruzaba el umbral, deteniéndose un momento para girarse y mirarlo.
—Ah, ya lo entiendo —dijo Edrick, dándose una palmada en la rodilla—. Gracias y adiós, ¿no es así?
El zorro no hizo ningún ruido, pero sus ojos dijeron todo lo que hacía falta. Luego se perdió entre los árboles, con su cola rojiza ondeando como una bandera de victoria.
Edrick se quedó allí un momento, mirando el bosque vacío. Luego suspiró, cerró la puerta y se giró hacia las gallinas, que lo miraban con una intensidad que sugería que esperaban desayuno.
—Y pensar que yo era un caballero famoso —murmuró, mientras recogía un balde de grano—. Quizá debería adoptar un dragón la próxima vez.
Pero no pudo evitar sonreír. Porque aunque nunca lo admitiría, le gustaban esas noches de tormenta en las que alguien llamaba a su puerta.
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