sábado, 21 de septiembre de 2024

Magia: ¡No sigas el manual! (A menos que quieras convertir a tu héroe en un burócrata con túnica y sombrero)

Ah, la magia. Ese maravilloso concepto que toma el mundo racional, lo sacude, lo lanza al aire, lo deja caer boca abajo y luego le dice: "¿Ves? ¡No todo tiene que tener sentido, amigo!" Pero últimamente parece que la fantasía moderna está empeñada en meter a la magia en una jaula de reglas, explicaciones científicas y, si me apuras, manuales de instrucciones. Y, sinceramente, es una de las mayores injusticias desde que le dijeron a Rincewind que debía salvar el mundo otra vez. ¿Manual para la magia? ¡Por favor!


Los escritores de fantasía de hoy en día parecen tener una especie de obsesión con las leyes mágicas, como si estuviéramos hablando de la física cuántica en lugar de… bueno, ¡magia! "Todo sistema debe tener reglas", dicen algunos, probablemente mientras ajustan sus gafas y toman notas en su libreta de "lógica mágica". Según esta mentalidad, lanzar un hechizo requiere conocimiento, esfuerzo y, por supuesto, un cálculo matemático adecuado para no acabar invocando accidentalmente un caldero parlante en lugar de un dragón. Como si la magia fuera un sistema de Excel con varitas y sombreros puntiagudos.

Lo que esta gente parece haber olvidado es que la magia, en su esencia más pura, no tiene que tener sentido. De hecho, no debería tenerlo. El gran Terry Pratchett lo sabía bien, porque en sus mundos, la magia era un caos controlado solo en apariencia, como un gato gigante que decides adoptar por su ternura, pero que luego destroza los muebles y se queda con tu sillón favorito. La magia, decía él (más o menos, con otras palabras y mucha más gracia), no es un conjunto de instrucciones para resolver el problema, es el problema en sí. Y a menudo la mejor solución a la magia es rezar para que se aburra antes de que te conviertas en rana.

Pero entonces llegó la moda de los "sistemas mágicos". Ah, el noble arte de convertir a un mago en un ingeniero con sombrero. No quiero decir que los sistemas no tengan su gracia, por supuesto. Un buen sistema de magia es útil para que el autor tenga algo a lo que agarrarse cuando inevitablemente se da cuenta de que su héroe está acorralado por un ejército de orcos mutantes y necesita salir de la situación sin hacer que su lector sienta que fue todo un truco barato. Pero seamos realistas: ¡a veces un truco barato es precisamente lo que necesitamos!

La magia no debería seguir reglas porque la vida no sigue reglas, y la fantasía, en su forma más básica, es un reflejo distorsionado de la vida. Imagínate si Gandalf hubiera dicho: "Verás, Frodo, no puedo ayudarte en esta parte del viaje porque ya he gastado mis 30 puntos de maná del día." Y ni mencionemos a Harry Potter y la cantidad de veces que los personajes evitan usar la magia porque, aparentemente, existe un reglamento más largo que una tesis doctoral que regula cuándo puedes usar la varita para algo que no sea encender las velas.

Ahora, no me malinterpreten, la coherencia es importante. Pero la coherencia no significa que la magia deba estar envuelta en las ataduras de la lógica racional. La magia debería ser misteriosa, un poco peligrosa, tal vez incluso un tanto estúpida a veces. Porque, al final, la magia no es lo importante de la historia. Lo que importa son las personas.

Sí, has oído bien. La magia es como el fuego artificial en el espectáculo, el relámpago que ilumina el campo de batalla, la excusa perfecta para que el héroe se quede sin cejas en una divertida anécdota. Pero lo importante es que al final del día, Frodo sigue siendo un tipo bajito con pies peludos que se esfuerza por hacer lo correcto; Harry sigue siendo un adolescente con más problemas emocionales que hechizos aprendidos, y ni mencionar a Rincewind, cuya habilidad más valiosa no es lanzar magia, sino correr como alma que lleva el viento. Porque, en las grandes historias de fantasía, los hechizos pueden ser impresionantes, pero es el ser humano (o el enano, el elfo o, en casos excepcionales, el dragón) quien realmente hace que las cosas importen.

Así que la próxima vez que un autor decida darle a su magia más reglas que a un torneo de ajedrez, sugiero que se tomen un respiro, se sirvan una taza de té y recuerden que la magia, al igual que la vida, no debería tener todas las respuestas. Debería hacer preguntas, poner a la gente en situaciones ridículas, y luego dejarnos ver cómo se las arreglan. Porque eso, amigos míos, es lo que hace que la fantasía sea divertida.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

viernes, 20 de septiembre de 2024

La Aventura del Caballero Sincero

En un rincón polvoriento del reino de Camelot, donde los caballeros afilaban sus espadas y las leyendas se tejían más rápido que las telarañas, había un caballero que desentonaba con la grandilocuencia de la mesa redonda. Su nombre era Sir Sincero, un tipo tan honesto que, en lugar de un escudo, llevaba un cartel que decía: “¡Soy un caballero! Pregunte por mis intenciones”.


Un día, el Rey Arturo, convocó a todos sus caballeros. “¡Compañeros!”, proclamó, “necesitamos alguien que emprenda una misión de vital importancia. Hay un dragón en las tierras del norte que ha robado la última caja de cereales del reino. Sin cereales, los niños no pueden empezar su día con un buen desayuno, y ya saben lo que dicen: un niño hambriento es un futuro conquistador”.

Los caballeros comenzaron a discutir sobre quién debería ir, pero Sir Sincero, al ver que nadie se ofrecía, se levantó con desparpajo. “Yo iré, mi rey. Aunque, para ser sincero, tengo un problema con los dragones. Me parece que tienden a ser muy... dragones”.

Arturo le miró, perplejo. “¿No te preocupa que el dragón, por ejemplo, te devore?”

“Ah, eso es un detalle menor”, respondió Sir Sincero, “pero prometo ser tan honesto que ni siquiera se atreverá a tocarme”.

Y así, armado con una armadura brillante que era más florida que funcional, y un escudo con una mueca sonriente (esencialmente un emoji medieval), Sir Sincero partió hacia el norte. En su camino, se encontró con un zorro que, tras un intercambio de miradas, decidió seguirlo.

“¿Por qué me sigues?”, preguntó Sir Sincero, algo confundido.

“Porque eres un caballero que parece más dispuesto a hacer el ridículo que a causar estragos”, respondió el zorro, “y eso siempre promete entretenimiento”.

Tras un par de horas de viaje y muchas reflexiones filosóficas sobre la vida de los caballeros, el valor del desayuno y la naturaleza del dragón, Sir Sincero finalmente llegó a la cueva del dragón. Y allí estaba, un dragón de color verde esmeralda, con ojos que podrían iluminar un torneo y un aliento que podía derretir el hierro (y cualquier cereal, por cierto).

“¡Alto!”, gritó Sir Sincero. “Vengo a recuperar la caja de cereales. ¡Devuélvela o...!”

“¿O qué?”, rugió el dragón, escupiendo un poco de humo. “¿Me asustarás con tu sinceridad?”.

“Esa es mi mejor arma”, dijo Sir Sincero, encarándolo. “Soy tan sincero que cuando digo que lo haré, lo haré. Si no me devuelves los cereales, tendré que insistir en que eres un dragón muy grosero. Y eso, créeme, no se dice a la ligera”.

El dragón, sorprendido por tal afirmación, dejó escapar una risa profunda. “¿De verdad crees que me importa lo que pienses de mí? ¡Soy un dragón! Mi desayuno consiste en caballeros pretenciosos y sus armaduras brillantes, no en cajas de cereales”.

“Entonces, ¿no te importaría saber que los cereales son excelentes para la digestión?” inquirió Sir Sincero con un tono casi educativo. “Además, si no devuelves la caja, podrías arruinar la infancia de muchos niños. ¿Es eso lo que quieres?”

El dragón se quedó pensativo. “Hmm, tienes razón. Nunca había considerado mi papel en la cadena alimentaria social. Quizás podría buscar alternativas...”.

Y así, tras una larga conversación, el dragón devolvió la caja de cereales a Sir Sincero, quien, a su vez, se llevó la sorpresa de que el dragón, con su nueva perspectiva, decidió cambiar su dieta a una más equilibrada.

Al regresar a Camelot, Sir Sincero fue recibido como un héroe, no solo por recuperar la caja, sino por enseñar al dragón a ser más consciente de su dieta.

Y mientras los caballeros se llenaban de orgullo, Sir Sincero se quedó mirando su cartel, pensando que, en el fondo, ser sincero era la verdadera victoria. Aunque, entre tú y yo, un buen desayuno también ayuda.

 

 

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Sombreros Puntiagudos y su Importancia en la Magia Medieval: Un Enigma Cubierto (Literalmente)

El sombrero puntiagudo. Ah, qué imagen tan icónica. Basta con ver esa imponente silueta asomarse en el horizonte, y ya sabemos quién viene: un mago. Y no cualquier mago, no; un mago que tiene en su haber al menos cinco libros polvorientos, tres maldiciones menores, y una afición a las setas que raya en lo preocupante. El sombrero puntiagudo es, después de todo, el código no verbal de "cuidado conmigo, sé cosas peligrosas, pero, sobre todo, sigo una moda que se remonta a siglos de tradición incuestionada".

"Mago con búho como mascota (Bill Sienkiewicz, The Bestiary, Bard Games, 1986)"


Ahora bien, tal vez te estés preguntando, querido lector, ¿por qué este artículo? ¿Por qué tomarse el tiempo de discutir algo tan banal como la elección de sombrero de un mago? No podrían, tal vez, simplemente dejar de usar esos artefactos ridículamente altos y adoptar una capucha más cómoda, o incluso—cielos—no usar sombrero en absoluto, permitiendo que sus alborotados mechones blancos floten al viento? Si te haces esa pregunta, me temo que ya has caído en el primer y más insidioso de los errores: subestimar el poder de la tradición. Porque si hay algo que un mago odia más que a los demonios menores, es que alguien cuestione sus costumbres.

La historia del sombrero puntiagudo se remonta a tiempos inmemoriales, aunque es probable que los primeros magos que lo llevaron no tuvieran idea de por qué lo hacían. Ciertos historiadores afirman que se originó con la necesidad de asustar a las multitudes, para que, desde lejos, uno pudiera discernir la llegada de un ser de poder arcano y peligroso (o quizás alguien que simplemente necesitaba más atención de la que su magia lograba captar). Otros sostienen que los magos del pasado eran terriblemente cortos, y una ayuda visual vertical no venía mal.

Sin embargo, el sombrero puntiagudo no es solo un adorno. Está cargado de significados. ¿Alguna vez has intentado conjurar un hechizo sin uno? Claro, podrías levantar una roca o encender una pequeña fogata, pero ¿invocar un dragón? ¿Transportarte a un reino distante? Olvídalo. El sombrero puntiagudo es como una antena mágica; dirige las energías cósmicas hacia tu mente y evita que las mismas energías, conocidas por ser un tanto caprichosas, decidan convertirse en una lluvia de ranas.

Por supuesto, no todos los magos están de acuerdo en el "por qué" de su uso, pero eso es normal. Si alguna vez has conocido a dos magos en el mismo espacio, sabrás que ponerse de acuerdo en cualquier cosa es tan probable como lograr que un gato firme un contrato. Aunque, si se trata de un contrato para obtener más comida, bueno, entonces el gato es perfectamente capaz. Pero me estoy desviando.

Lo más importante es la función simbólica del sombrero. En un mundo medieval lleno de guerreros musculosos, elfos irritantemente etéreos y dragones con claros problemas de actitud, el mago necesita marcar territorio. El sombrero puntiagudo dice: "Aquí viene alguien que no necesita músculos porque puede convertirte en un sapo si le molestas". Es un uniforme de poder, una señal de que, si bien podría ser más fácil cortar al mago por la mitad que a un orco en dos, hacerlo conlleva el riesgo de pasar los próximos milenios como un objeto de decoración en la torre de dicho mago.

Además, el sombrero puntiagudo tiene una virtud innegable: es un refugio portátil. Cuando las cosas salen mal (como, por ejemplo, cuando un hechizo de invisibilidad resulta en una invisibilidad parcial o peor, selectiva), el mago puede simplemente hundirse en su sombrero, como un erizo retirándose en su caparazón, y esperar a que los problemas se disipen. Y si es un sombrero especialmente bien hecho, podría incluso servir para canalizar un hechizo defensivo o almacenar algunos aperitivos, lo cual es vital cuando se trata de largas caminatas por el bosque en busca de ingredientes.

Naturalmente, los sombreros puntiagudos desafían la lógica, lo cual es muy conveniente, ya que los magos también. No hay razón alguna para que un sombrero de ese tamaño no se caiga con una ráfaga de viento, ni que se mantenga erguido a pesar de las leyes de la física. Pero aquí está la belleza: los magos no creen en la física. O más bien, creen en su propia versión, donde la realidad puede doblarse, torcerse y (en ocasiones) sacudirse como una alfombra vieja para ajustarse a su conveniencia. Y si puedes convencer al universo de que es perfectamente razonable flotar en el aire con un sombrero de un metro de altura, entonces, honestamente, lanzar bolas de fuego es cosa de niños.

Además, están los efectos secundarios de ser un mago. Los años de práctica en la hechicería suelen acompañarse de efectos secundarios diversos y, en su mayoría, inconvenientes: canas prematuras, barba indomable, y por supuesto, una ligera paranoia. El sombrero puntiagudo, entonces, sirve como un buen dispositivo de "mantén tu distancia". No es tanto que el mago no quiera ser tocado por razones mágicas, sino porque es muy probable que su túnica no haya visto una lavandería en varias estaciones, y nadie quiere verse en la situación de tener que explicar por qué tiene polvo de hada en la manga.

Al final del día, los magos también tienen que enfrentarse a la verdad inevitable de que la magia, aunque espectacular, es algo solitaria. Los magos no son conocidos por su habilidad para socializar; suelen tener una torre en el medio de la nada por una razón. Entonces, claro, si vas a salir de tu torre una vez cada dos décadas para asistir a un cónclave arcano, más te vale ir vestido para impresionar. Aquí entra el sombrero puntiagudo, porque ¿de qué sirve ser un maestro de la realidad si no puedes sobresalir entre una multitud de encapuchados genéricos? Y de paso, con el sombrero puedes tapar las orejas, que siempre son problemáticas para mantener calientes durante largas noches en la torre.

Los elfos pueden quedarse con sus capas etéreas y los enanos con sus cascos de batalla. Los magos, en cambio, llevan la frente en alto (bueno, más alto de lo normal, gracias a su sombrero) y se presentan al mundo con una declaración simple pero efectiva: "Sí, soy diferente, sí, soy especial, y sí, mi sombrero es más alto que el tuyo".

Así que la próxima vez que veas a un mago con su sombrero puntiagudo, no lo tomes a la ligera. Es más que una pieza de vestuario, más que una broma visual para niños en un mercado medieval. Es la esencia de lo que significa ser un mago. Es un emblema de poder, una declaración de estilo, y una herramienta práctica para evitar la interacción social indeseada. Y, por supuesto, en un mundo donde los dragones acechan, los hechizos son inestables y los aventureros siempre están buscando alguien a quien molestar, lo único que separa a un mago de un lunático es ese imponente, ridículo y glorioso sombrero puntiagudo.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquél que se deje caer por este baldío.



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