sábado, 21 de diciembre de 2024

En las fronteras del Reino de las Hadas

Los cuentos de hadas han salvado más almas que cualquier doctor de la moraleja moderna. Esto no es un juicio, sino un hecho. Después de todo, ¿qué puede un sermón comparado con una puerta oculta entre raíces que murmuran, o con la promesa de un puente hecho de niebla que aparece justo cuando más lo necesitas?

Las leyes del reino de las hadas no son ni suaves ni misericordiosas. Son estrictas, peligrosas y absolutamente ajenas a nuestra lógica terrenal. Pero, ¡ah!, dentro de esa extraña lógica hay un orden que resuena con el alma humana como la cuerda de un laúd bien afinado. Sus fronteras son tan terribles como hermosas, absurdas en apariencia pero precisas como un reloj encantado que siempre marca la hora exacta para un corazón dispuesto a escuchar.

Las buenas historias, las de verdad, no se preocupan por ser útiles. No se sientan contigo a darte una tutoría mística sobre el sentido de la vida, no te deslizan un panfleto de autoayuda camuflado bajo un poco de magia. No, las buenas historias hacen algo mucho más atrevido y subversivo: te encuentran. Quizá no en el momento más cómodo, pero sí en el más necesario.

Imagina que estás en tu cama, arropado con la sensatez de tu rutina, cuando de repente, oyes un golpecito en tu ventana. No es un cuervo, no es el viento, y, por supuesto, no es un vecino con mal tino. Es la historia. Está ahí fuera, envuelta en la bruma que cubre bosques y colinas, ofreciéndote su mano.

No te explica adónde va. Solo te lleva. Y antes de que te des cuenta, estás en una encrucijada. Hay caminos que no conducen a ningún sitio que conozcas y, en el aire, el aroma de contratos sobrenaturales. Aquí es donde ocurre el verdadero trato: no un acuerdo verbal, sino algo más profundo. Es un pacto silencioso entre tú y el narrador, el mago que conjuró esta fábula. Tú aceptas lo que te muestra, pero no como un alumno resignado. Lo aceptas con la dócil curiosidad de quien sabe que, de alguna manera, lo que está frente a ti es exactamente lo que necesitabas ver.

Porque eso hacen las historias. No enseñan, no predican, no regañan. Llaman, invitan, desafían. Y en ese desafío, salvan. No de una manera grandiosa ni inmediata, pero sí de una forma que deja raíces.

El reino de las hadas no es solo un lugar donde suceden cosas mágicas. Es un lugar donde lo imposible se vuelve imprescindible, donde las reglas no son menos ciertas por ser misteriosas, y donde lo más importante que puedes llevar contigo no es un mapa, sino un corazón dispuesto a perderse.

Y, si tienes suerte, puede que encuentres algo más que la salida. Puede que, por el camino, encuentres una parte de ti que olvidaste que estabas buscando.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se dejó caer por este baldío.

 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Los Dragones Nunca Tienen Resfriados (Y Otras Mentiras de la Fantasía Medieval)

La fantasía medieval es un género que nos ha dado cosas maravillosas: caballeros que rescatan princesas (sin preguntar si querían ser rescatadas), magos con sombreros ridículos y, por supuesto, dragones. Los dragones son el corazón palpitante de cualquier mundo fantástico. Sin ellos, la fantasía medieval sería como una sopa sin sal, o una taberna sin bardos molestos.

Sin embargo, hay un problema fundamental con los dragones, y es este: nunca tienen resfriados.

Piensa en ello. Los dragones son criaturas gigantescas, con un metabolismo más complejo que la trama de una ópera espacial. Viven en cavernas húmedas y oscuras, llenas de corrientes de aire y, probablemente, montones de esporas de moho. Pero nunca, jamás, se les ve estornudar. No hay un solo relato heroico en el que el valiente caballero se enfrente a un dragón que, en lugar de escupir fuego, expulse una nube de estornudos flamígeros y luego tenga que disculparse entre toses.

Esto plantea una pregunta importante: ¿Por qué no hay dragones con resfriados?


                                                          Ilustración -Richard Bennett-


Algunos dirán que esto se debe a la magia. Los dragones son criaturas mágicas, inmunes a enfermedades mundanas. Pero esto no tiene sentido. Si la magia protegiera de los resfriados, los magos nunca tendrían problemas de salud, y, sin embargo, todos sabemos que los magos son básicamente coleccionistas de achaques.

Otros podrían argumentar que los dragones tienen sistemas inmunológicos impresionantes, pero incluso los mejores sistemas inmunológicos necesitan algo de ayuda. ¿Acaso los dragones toman suplementos vitamínicos? ¿Tienen dietas balanceadas? Porque si la dieta consiste únicamente en caballeros enlatados y princesas secuestradas, no parece particularmente rica en vitamina C.

Ahora, imaginemos un mundo donde los dragones sí se enferman. Visualiza a un dragón enorme y temible, acurrucado en su cueva, rodeado de pañuelos gigantes hechos con las túnicas de los héroes derrotados. Su aliento no lanza llamas, sino un sonido ronco acompañado de una leve nube de vapor tibio. Las aldeas cercanas no están aterrorizadas por su ferocidad, sino porque nadie quiere acercarse y atrapar el "virus draconiano".

Por supuesto, los caballeros tendrían que adaptarse a este cambio. En lugar de entrar a la cueva del dragón con espadas y escudos, entrarían con pociones de hierbas y una sopa de pollo bien caliente. Y aquí es donde las historias épicas toman un giro inesperado, porque curar a un dragón enfermo probablemente requiera más valentía que matarlo.

Además, si aceptamos que los dragones pueden enfermarse, debemos aceptar que algunos de ellos podrían ser hipocondríacos. Imagínate a un dragón insistiendo en que tiene fiebre, a pesar de que está ardiendo todo el tiempo, literalmente. O pidiéndole a un mago que revise su colección de tesoros porque está seguro de que los antiguos artefactos están "llenos de gérmenes".

Por supuesto, habría dragones paranoicos que empezarían a evitar a los humanos por completo, lo cual sería un golpe devastador para los aventureros. Sin dragones a los que cazar, ¿qué harían los héroes? ¿Atender la taberna familiar? ¿Abrir un pequeño negocio de herrería? El colapso económico de la industria de los caballeros sería monumental.

Al final, el hecho de que los dragones nunca tengan resfriados dice menos sobre los dragones y más sobre nosotros. Los autores de fantasía medieval parecen pensar que agregar un dragón enfermo rompería la inmersión. Pero, ¿por qué? Este es un género donde la gente viaja durante meses con una sola muda de ropa sin sufrir de sarpullidos, donde las espadas mágicas no necesitan afilarse y donde los bardos siempre saben la canción correcta para el momento.

Si podemos aceptar todo eso, ¿por qué no podemos aceptar un dragón que necesita un buen té de hierbas y un poco de descanso?

Quizás, al final, necesitamos dragones con resfriados para recordar que incluso las criaturas más poderosas tienen días malos. Y quizás, solo quizás, el próximo héroe no necesitará una espada mágica para derrotar a un dragón, sino un frasco de jarabe para la tos.

Porque, como diría cualquier mago sensato: "No hay nada más peligroso que un dragón enfermo… excepto un dragón enfadado porque le has dado el jarabe equivocado."


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

lunes, 16 de diciembre de 2024

De Templos y Timadores: La Desventura de Berus

En los límites del reino de Kalboroth, donde el sol ardía más de lo necesario y las promesas de redención valían tanto como una moneda de cobre oxidada, se alzaba el Templo del Divino Radnarth. Su arquitectura pretendía grandeza, pero su fachada era tan falsa como la sonrisa de un mercader al ofrecer un trato "justo". Columnas de mármol hueco, estatuas de dioses inexistentes, y un altar que, bajo la capa de oro brillante, escondía madera carcomida.

En ese templo servía el hermano Berus, un monje cuya devoción no era nada en comparación con su habilidad para contar historias. Historias que hacían llorar a las viudas, donar oro a los mercaderes, y vaciar las arcas de los aldeanos que buscaban la bendición del inexistente Radnarth. El hermano Berus no era tonto; sabía que Radnarth era un invento de algún poeta borracho, pero también sabía que mientras los feligreses creyeran, él podría vivir cómodamente con una dieta a base de vino caro y pan bien horneado.


Ilustración -Tyler Brailey-

Sin embargo, su plácida existencia se vio perturbada una mañana cuando un sonido gutural, como un cerdo siendo estrangulado por un oso, resonó por los pasillos del templo. Los orcos habían llegado. Un grupo de criaturas verdes y corpulentas, cuya idea de diplomacia consistía en golpear primero y preguntar después, entró al templo con mazas y espadas de aspecto amenazador.

Berus, quien había estado organizando las joyas de las donaciones en sacos de tela fina (porque los cofres eran demasiado pesados para llevarlos al hombro), entendió que su momento había llegado. "El Divino Radnarth te bendiga", murmuró, no a los orcos, sino a sí mismo, mientras deslizaba el saco sobre su hombro y escapaba por una puerta trasera.

El paisaje al que huyó era un mosaico de colinas y matorrales espinosos. Berus corría como si el mismísimo Radnarth lo estuviera persiguiendo, aunque en realidad lo único tras él era su mala conciencia, y esta rara vez corría rápido. Cada paso era una sinfonía de metáforas desafortunadas: los espinos se aferraban a su túnica como la cerveza reseca en una mesa de taberna, el sol lo golpeaba como un acreedor impaciente, y su respiración era tan descompuesta como un poema mal rimado.

Tras horas de huida, Berus se encontró en un claro rodeado de encinas retorcidas. Exhausto, dejó caer el saco al suelo y se sentó sobre una piedra, que tenía la decencia de ser menos incómoda que su conciencia. "Bueno", se dijo, "si Radnarth no existe, al menos estas joyas sí". Abrió el saco con una sonrisa ladina, esperando encontrar oro reluciente y gemas que reflejaran los rayos del sol.

Pero lo que encontró fue otra cosa. Entre las joyas y monedas, había reliquias imposibles de identificar y pequeños ídolos que parecían el trabajo de un artesano con más entusiasmo que talento. Había, además, una figurilla particularmente grotesca: una estatua de Radnarth, cuya expresión tallada parecía decir "¿De verdad creíste que saldrías ganando?". Al moverla, un resorte saltó, y una nube de polvo dorado lo cubrió de pies a cabeza. Era polvo de cúrcuma, usado para bendecir, y también para teñir la ropa.

Berus estornudó tan fuerte que no escuchó el sonido de pasos acercándose. Cuando levantó la vista, se encontró rodeado por los orcos, quienes no habían venido solo por el saqueo, sino porque, según ellos, Radnarth era su dios ancestral. "¡Ese saco pertenece al Divino Radnarth!" rugió el líder orco, un ser con cicatrices suficientes como para tener su propia epopeya.

Berus, amarillo como una yema de huevo y con las joyas dispersas a su alrededor, levantó las manos. "Todo esto es... un malentendido. Yo solo intentaba proteger estas donaciones en nombre de Radnarth."

"¿Protegerlas? ¿De quién? ¿De ti mismo?" gruñó otro orco, cuya armadura parecía haber sido confeccionada por un herrero con un gusto cuestionable por los pinchos.

La ironía colgaba en el aire como una nube de tormenta lista para explotar. Finalmente, el líder orco, aparentemente más listo de lo que parecía, se rió con un gruñido. "Lleváoslo al templo. Si Radnarth lo perdona, nosotros también."

Horas después, Berus fue devuelto al templo, donde, bajo la mirada de los orcos que habían regresado tras el saqueo de la aldea, fue nombrado "gran sacerdote". La cúrcuma seguía pegada a su piel, y cada sermón que daba era acompañado de risas mal disimuladas de los orcos.

Radnarth, ese dios falso y burlesco, quizá nunca existió, pero Berus aprendió algo importante: las ironías divinas tienen un gusto amargo... y huelen a cúrcuma.

 

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Por un crítico anónimo que insiste en que los efectos especiales no importan si la capa ondea lo suficiente. Hay algo maravillosamente recon...