Osric enterró la pala dentro de la tierra húmeda y sacó una nueva carga de barro oscuro. Tenía los antebrazos entumecidos, y cada movimiento era una protesta de músculos agotados. La humedad goteaba del techo del túnel y formaba charcos que le empapaban las botas desde hacía horas.
No se había sentido tan cansado desde la primavera en que su padre murió aplastado por una viga de roble.
—¡Pasa el cesto! —gritó alguien detrás de él. Era Thurstan, el hijo del molinero, con la voz ronca y llena de irritación.
Osric giró y le tendió el capazo lleno de tierra. El túnel era angosto, apenas lo bastante alto para trabajar de rodillas, con el techo sostenido por vigas mal ajustadas y tablones que crujían más y más con cada palada de tierra.
"Si esta madera cede, no tendremos tiempo de rezar", pensó. Aunque hacía meses que no rezaba nada. Ni siquiera cuando cayó enferma su hermana pequeña. La guerra no dejaba tiempo para la fe.
Thurstan tiró del capazo y comenzó a arrastrarlo hacia la entrada del túnel. El muchacho no hablaba mucho desde que se encontró un cráneo bajo la tierra, a unos veintiocho codos de la muralla. Era de un viejo intento de asedio, quizás una generación atrás.
Arriba, el viento traía el olor del campamento: humo, sudor y orina. A Osric le gustaba más el olor de allí abajo. Era más honesto.
—¿Cuánto falta? —preguntó Ralph, al cantero que los dirigía.
Osric levantó la cabeza, sudando.
—Cinco codos, tal vez menos. Ya se oye el eco de la piedra.
Ralph asintió. Tenía la cara cubierta de polvo y los ojos inyectados en sangre por las lámparas de aceite. Llevaba días sin dormir bien. Los rumores decían que el conde estaba impaciente, que quería hacer saltar la torre sur antes de la cosecha, antes de que el rey mirara hacia otro lado.
Un golpe seco los detuvo.
La madera crujió.
Los tres se miraron, conteniendo el aliento. El túnel pareció respirar con ellos. Luego, un segundo crujido. Más agudo. Más cercano.
—¡Salid! —gritó Ralph.
Osric se empujó hacia atrás con las palmas embarradas. Thurstan dejó caer el capazo. Unas piedras pequeñas cayeron del techo. Luego tierra suelta.
Pero no colapsó.
—Ha cedido un poco, nada más —dijo Osric, jadeando—. Aún aguanta.
—Hoy sí —murmuró Ralph—. Pero si no colocamos refuerzos, mañana tal vez no.
Osric asintió, pero no volvió a coger la pala enseguida. Miró el suelo bajo sus rodillas, la humedad, la oscuridad, el aire espeso.
Sabía que si moría allí, lo haría sin ver la muralla caer. Sin saber si su trabajo había servido para algo.
Pero volvió a tomar la pala. Porque no había otra opción. Porque había hombres esperando allí arriba, con espadas limpias y escudos relucientes, y él no era uno de ellos.
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