Siempre me preguntan por qué reímos...
La verdad es que no lo sabemos. Reímos como los ríos fluyen, como el viento rompe las ramas, como la ceniza olvida al fuego.
Pero otras veces reímos porque sentimos lo que vosotros teméis nombrar. Vuestra muerte late en nuestras alas. Vuestro olvido arde en nuestra lengua. Vuestra fugacidad es el espejo en que nos contemplamos.
¿No os dais cuenta? Somos eternas, y eso nos marchita. Vivir siempre es morir muy despacio, gota a gota, hasta que ya no queda ni sed. Vosotros en cambio ardéis de golpe, os consumís en unas pocas estaciones. Sois brasas en la nieve, luciérnagas que apenas alumbran… pero qué dulce es esa luz breve.
Una vez, un niño me preguntó si podía quedarse en nuestro reino. Su voz era pura, su risa limpia, y por un instante lo envidié. Le dije la verdad:
—Si te quedas, no crecerás. No amarás. No llorarás. Nunca morirás.
El niño me miró con los ojos grandes y dijo:
—Entonces no viviré.
Y se marchó. Me dejó sola con mi risa. Y todavía río, aunque cada vez suena más hueca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario