martes, 26 de agosto de 2025

Sobre gnolls, hienas y otras bestias que ríen demasiado

De vez en cuando me encuentro pensando en criaturas que nunca fueron, pero que aun así viven entre nosotros con más terquedad que algunos parientes incómodos. Me refiero a esos monstruos que no tienen linaje antiguo, ni un pie hundido en el barro húmedo de la mitología griega o en los cuentos de hadas nórdicos. Seres que aparecieron tarde a la fiesta, inventados por un escritor distraído o por un diseñador de juegos de rol que, quizá, solo necesitaba un nuevo enemigo para que sus jugadores pudieran apuñalar con tranquilidad.

Los gnolls, por ejemplo.


La primera vez que los encontré fue en un manual de Dungeons & Dragons. Allí se me presentaban como lo que uno esperaría de un monstruo de segunda categoría: desgarbados, con las orejas de una hiena y una afición malsana por masacrar aldeanos. No tenían el porte solemne de un dragón ni el halo melancólico de un elfo. No tenían un pasado trágico como los orcos de Tolkien, ni elegantes como un vampiro decimonónico. Eran… otra cosa. Algo entre lo grotesco y lo práctico.

Pero cuando rascas un poco la superficie descubres que el gnoll no nació en una caverna medieval, ni siquiera en un oscuro códice olvidado. Nació, de manera distraída, en la pluma de Lord Dunsany a principios del siglo XX. Y, como suele suceder con Dunsany, no nos dio demasiados detalles. Y eso fue suficiente para que, décadas después, el bestiario arcano de Dungeons & Dragons decidiera que aquel hueco en el mundo bien podía llenarse con un hombre-hiena demoníaco.

Lo curioso es que, si uno lo piensa, los gnolls tienen un pie en el mundo real. No en las sagas escandinavas ni en las leyendas artúricas, sino en el desdén ancestral por las hienas. En algunas culturas se les temía como criaturas brujeriles; en otras, se les acusaba de robar niños. Así que cuando alguien decidió que el gnoll debía tener cara de hiena, todo encajó con sospechosa perfección.

Y aquí es donde, si me pongo un poco sentimental —y a veces lo hago, lo admito— me da pena el gnoll. Porque a diferencia del dragón, que en unas culturas es símbolo de sabiduría y en otras de destrucción, el gnoll nunca tuvo una oportunidad de redimirse. Nació tarde, sin abolengo ni poesía. Condenado a ser carne de espada, a aparecer como bulto número cuatro en la cueva del jefe final.

Tal vez eso explique por qué algunos autores modernos intentan rescatarlo. Pathfinder, por ejemplo, les da culturas más ricas, tradiciones propias, un atisbo de dignidad. Incluso en Warcraft aparecen como bribones torpes y algo entrañables. Es como si, en secreto, no quisiéramos que todas las hienas de la fantasía estuvieran destinadas a morir por dos dados de daño cortante.

Quizá ahí hay una enseñanza, aunque sea pequeña: incluso las criaturas inventadas, esas que llegaron tarde a la mitología, merecen un lugar en el banquete de la imaginación. Porque a veces el monstruo más improvisado puede decir mucho sobre nosotros: nuestra necesidad de enemigos claros, de risas malévolas que podamos odiar sin remordimientos y de villanos sin historia que justifiquen nuestras victorias.

Los gnolls, al final, son un espejo. Y no siempre uno halagador.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

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