martes, 8 de abril de 2025

Tormenta de Carne y Hierro

El aire en el corredor era pesado, denso, como si la misma atmósfera hubiera sido corrompida. El eco de los pasos del marine resonaba con una cadencia lenta, monótona, un sonido que parecía estar ahogándose en la oscuridad que lo rodeaba. A su alrededor, la fortaleza de Forjaeterna crujía, quejándose como un viejo gigante moribundo. A cada instante, un estruendo retumbaba, un grito o  un murmullo de voces que no deberían existir.

Korr, el último marine, avanzaba solo. Su armadura, mellada por la brutalidad de la guerra, reflejaba una luz cálida y pútrida que surgía de las paredes empapadas de sangre. La mayoría de sus compañeros ya habían caído, arrastrados por las hordas del abismo, convertidos en monstruos sedientos de carne. Unos pocos aún estaban vivos, pero habían sido consumidos por la locura. Él… él seguía en pie, no por valentía, sino por pura necesidad, por un hambre de venganza que ni siquiera la muerte podía extinguir.





En su pecho, su servo-motor goteaba un líquido espeso, como un llanto de metal. La armadura había recibido más de un golpe fatal, y sus sistemas no respondían bien. Pero no importaba. No iba a dejar que la oscuridad se tragara todo. No mientras pudiera sujetar un arma y cargar con el peso de su armadura.

¡Bang!

Una explosión sacudió el corredor. Korr giró instintivamente, su brazo derecho alzó su fusil de asalto modificado. La primera cosa que vio fue una masa viscosa, que se deslizaba por el techo como una corriente de alquitrán, con ojos diminutos brillando en la negrura. Un destello de ira recorrió su cuerpo. Sabía qué era. Sabía qué significaba.

Los horrores de las profundidades de la fortaleza no tenían forma. Eran sombras, criaturas que una vez fueron humanos, pero que ahora eran solo carne retorcida, mezclada con algo mucho más antiguo y malicioso. Aparecieron de las grietas, como cucarachas nacidas de la suciedad, sus rostros estaban desfiguradas por las cicatrices del abismo.

Korr descargó una ráfaga de fuego. Los disparos retumbaron en el pasillo, cortando el aire como cuchillos. Las criaturas cayeron, pero más surgían de la oscuridad, sin fin.

¡Cabrones! — rugió, su voz distorsionada por el modulador de su casco. Estaba perdiendo el control. Pero no importaba.

Saltó hacia adelante, sus botas chirriaron contra el suelo húmedo mientras avanzaba con furia ciega. La bestia más cercana se abalanzó hacia él, sus garras se extendieron como cuchillas. Korr la alcanzó en el aire y, con un giro brutal, le arrancó la cabeza con el filo de su cuchillo de combate, empapándose de un líquido espeso y pútrido. La cabeza cayó al suelo con un golpe sordo, mientras el cuerpo de la criatura caía a sus pies, todavía temblando.

No tuvo tiempo de celebrarlo. Algo aún peor se acercaba.

Desde las sombras surgió una figura mucho mayor. Una masa de carne putrefacta que apenas parecía humana. Su rostro, si es que aún podía llamarse rostro, estaba cubierto por una capa de carne podrida y ojos desorbitados. De su boca caía un fluido negro. Con un gruñido profundo, la criatura lanzó un grito desgarrador y se lanzó hacia él.

Korr se preparó. Aquel ser era grande, mucho más grande que él, pero no iba a detenerse. No podía. Alzó su rifle, pero no tenía tiempo de apuntar. Su única opción era la brutalidad.

Corrió hacia el monstruo, sin dudar, y con un giro violento, le clavó el cuchillo en el abdomen. La criatura chilló de dolor, pero su piel era gruesa, resistente. Korr, usando toda su fuerza, le dio un codazo en la mandíbula, haciendo que el monstruo retrocediera un paso, sólo para ser reemplazado por otro ataque. Sus garras rasgaron la armadura de Korr, dejando profundos surcos en su pecho, pero no fue suficiente para derribarlo.

Con un rugido feroz, el marine utilizó su último aliento de furia para dar un golpe mortal. Sujetó el cuello de la bestia y, usando la fuerza de su servo-motor, giró con una rapidez que apenas su cuerpo pudo soportar. El crujido de huesos rotos llenó el pasillo mientras arrancaba la cabeza del monstruo de su cuerpo. La sangre oscura salpicó su rostro, pero no se detuvo.

Se desplomó sobre las rodillas, jadeando. Su armadura era un amasijo de metal y carne, llena de abolladuras, pero aún estaba en pie. A lo lejos, un retumbar sacudió la fortaleza, como si el mismo infierno estuviera a punto de tragárselo todo.

Korr no sonrió. No lo haría. Sabía que no iba a ganar esta guerra. Lo único que quedaba era seguir luchando, hasta el último aliento, hasta que la oscuridad lo arrastrara al abismo con los demás.

¿Por qué sigues luchando? — la voz del comandante muerto resonó en su casco. — Ya está todo perdido.

Korr miró la carnicería que había dejado atrás, la fortaleza de Forjaeterna completamente rota y las criaturas cayendo una tras otra. Con una última mirada a la cámara que parecía absorberlo todo, sonrió, aunque el gesto estaba roto y lleno de rabia.

Porque no me queda otra opción, hijo de puta.

 

lunes, 7 de abril de 2025

El Templo de los Anuros

El sol había caído como una piedra en el horizonte, tragado por la selva de Zarkheba. Una humedad ominosa flotaba en el aire, tan espesa que se podía cortar con cuchillo. La maleza gemía bajo el peso de alimañas invisibles, y entre los árboles, aves negras graznaban con tono de augurio oscuro.

Conan caminaba entre la espesura como si hubiera nacido en ella. La selva era enemiga de los débiles, pero él era del norte, de montañas donde el viento mordía como manada lobos. Nada en ese lugar verde y palpitante podía quebrar su voluntad. Detrás de él, los gritos del guía kushita que había huido horas antes, fueron apagados por algún depredador que no dejaba huellas. Conan no lamentó su pérdida: el hombre hablaba demasiado.

Frente al cimmerio, al fin, apareció el templo.

No era obra de humanos. Alzándose entre raíces milenarias y cubierto de líquenes, parecía más un tumor que una construcción. Sus piedras no habían sido cortadas, sino fundidas, como si una voluntad arcana las hubiera formado por medio de fuegos que ya no arden en este mundo. Había escalones desiguales, puertas demasiado bajas o demasiado altas, y estatuas desfiguradas que miraban hacia el suelo como si no pudieran soportar mirar el cielo.

La entrada era un arco de piedra en forma de boca abierta, flanqueado por pilares tallados con imágenes anfibias: sapos erguidos como hombres, hombres deformados como sapos. La piedra tenía un tono verdoso, aceitoso, como si transpirara.

Conan cruzó el umbral, y el hedor a cieno antiguo lo golpeó en el rostro como una bofetada húmeda. Dentro, la oscuridad reinaba. No una sombra cualquiera, sino una negrura viva, densa, casi líquida. Pero los ojos del bárbaro, acostumbrados a la penumbra de las cuevas y a la luz trémula de las hogueras, pronto distinguieron el interior.

Un salón enorme, de techo invisible. Estatuas de ídolos sin rostro. Vasijas rotas. Un altar ennegrecido. Y al fondo, un trono de piedra… sobre el que reposaba una figura grotesca.

El ídolo.

Un ídolo de  jade y sangre. Representaba una criatura abotagada, con la cabeza de un sapo monstruoso, ojos engastados con rubíes y manos prensiles. Tenía colmillos, y algo en su sonrisa congelaba la sangre.

Conan sintió un cosquilleo en la nuca. Algo se movía. No una, ni dos… sino muchas presencias. Detrás de columnas, entre sombras líquidas, croaban. El sonido era enfermizo, como una burla del lenguaje humano.

Entonces salieron.





Criaturas batracias, erguidas sobre dos patas y piel cubierta de limo. Tenían dedos palmeados y lanzas de hueso, ojos blancos como perlas ciegas, y bocas llenas de colmillos.

El cimmerio no vaciló.

—¡Crom, mira esta danza infernal! —rugió, desenvainando su espada como si fuera a partir el mundo en dos.

El acero cantó al entrar en la carne. Una criatura croó con fuerza mientras su vientre se abría como fruta madura. Otra intentó clavarle la lanza, pero Conan se agachó, le cortó el tobillo y, mientras caía, lo decapitó en el aire.

Eran rápidos, pero no lo suficiente. Y no estaban preparados para un enemigo como él: ni demonio, ni espíritu, sino algo peor —un hombre libre con odio en el alma y fuerza en los brazos.

Los hombres-sapo atacaban en oleadas, como si fueran parte de un solo organismo. Lo empujaban hacia el altar, chillando nombres imposibles, invocando a un ser que dormía bajo las aguas de la tierra. Pero Conan no retrocedía.

Uno le arañó el pecho, desgarrando la carne. El cimmerio aulló, pateó a la criatura y la atravesó con la espada hasta clavarla contra una columna. La hoja se atascó, y sin perder tiempo, tomó una de las lanzas de hueso y siguió luchando como un dios furioso.

Otro le saltó a la espalda. Lo derribó y le partió el cráneo contra los escalones del altar.

Cuando al fin el último ser cayó gorgoteando entre espasmos, Conan quedó de pie, herido, cubierto de la sangre negra y fétida de sus enemigos. Su respiración era un trueno. Miró al ídolo.

—Tu manada ha muerto, demonio. ¿Vendrás tú ahora?

No hubo respuesta. Pero el ídolo parecía haber cambiado. Sus ojos brillaban más, y la sonrisa era ahora una mueca de hambre.

Conan avanzó, apoyando una mano ensangrentada en el altar. Arrancó los rubíes de los ojos del ídolo, y en ese instante... el templo tembló.

Una voz surgió, no del aire, sino de su mente. No eran palabras, sino emociones: rencor, venganza, hambre, promesas de abismos y mundos sumergidos. Algo se movía bajo las losas. Un rugido gutural surgió del interior de la tierra.

Conan se volvió, guardó los rubíes en el cinturón, y echó a correr por la selva. Tras él, el templo comenzó a derrumbarse, piedra por piedra, como si un corazón oscuro hubiese dejado de latir.

Cuando por fin la selva lo tragó de nuevo, el bárbaro se detuvo sobre un risco, mirando la humeante ruina a lo lejos. Había ganado.

Pero sabía que algo lo había marcado. Algo antiguo. Algo que quizás, en alguna noche futura, lo buscaría… en sueños.

Y mientras el sol nacía, Conan se echó a reír. No de alegría, sino con esa risa brutal que solo un hombre como él podía esgrimir frente a la maldición de un dios muerto.

 

La Última Batalla del Rey de los Geats

El cielo ardía con el rojo de un sol poniente, y sobre las colinas grises el humo serpenteaba como dedos de un dios moribundo. El anciano re...