El aire en el corredor era pesado, denso, como si la misma atmósfera hubiera sido corrompida. El eco de los pasos del marine resonaba con una cadencia lenta, monótona, un sonido que parecía estar ahogándose en la oscuridad que lo rodeaba. A su alrededor, la fortaleza de Forjaeterna crujía, quejándose como un viejo gigante moribundo. A cada instante, un estruendo retumbaba, un grito o un murmullo de voces que no deberían existir.
Korr, el último marine, avanzaba solo. Su armadura, mellada por la brutalidad de la guerra, reflejaba una luz cálida y pútrida que surgía de las paredes empapadas de sangre. La mayoría de sus compañeros ya habían caído, arrastrados por las hordas del abismo, convertidos en monstruos sedientos de carne. Unos pocos aún estaban vivos, pero habían sido consumidos por la locura. Él… él seguía en pie, no por valentía, sino por pura necesidad, por un hambre de venganza que ni siquiera la muerte podía extinguir.
En su pecho, su servo-motor goteaba un líquido espeso, como un llanto de metal. La armadura había recibido más de un golpe fatal, y sus sistemas no respondían bien. Pero no importaba. No iba a dejar que la oscuridad se tragara todo. No mientras pudiera sujetar un arma y cargar con el peso de su armadura.
¡Bang!
Una explosión sacudió el corredor. Korr giró instintivamente, su brazo derecho alzó su fusil de asalto modificado. La primera cosa que vio fue una masa viscosa, que se deslizaba por el techo como una corriente de alquitrán, con ojos diminutos brillando en la negrura. Un destello de ira recorrió su cuerpo. Sabía qué era. Sabía qué significaba.
Los horrores de las profundidades de la fortaleza no tenían forma. Eran sombras, criaturas que una vez fueron humanos, pero que ahora eran solo carne retorcida, mezclada con algo mucho más antiguo y malicioso. Aparecieron de las grietas, como cucarachas nacidas de la suciedad, sus rostros estaban desfiguradas por las cicatrices del abismo.
Korr descargó una ráfaga de fuego. Los disparos retumbaron en el pasillo, cortando el aire como cuchillos. Las criaturas cayeron, pero más surgían de la oscuridad, sin fin.
— ¡Cabrones! — rugió, su voz distorsionada por el modulador de su casco. Estaba perdiendo el control. Pero no importaba.
Saltó hacia adelante, sus botas chirriaron contra el suelo húmedo mientras avanzaba con furia ciega. La bestia más cercana se abalanzó hacia él, sus garras se extendieron como cuchillas. Korr la alcanzó en el aire y, con un giro brutal, le arrancó la cabeza con el filo de su cuchillo de combate, empapándose de un líquido espeso y pútrido. La cabeza cayó al suelo con un golpe sordo, mientras el cuerpo de la criatura caía a sus pies, todavía temblando.
No tuvo tiempo de celebrarlo. Algo aún peor se acercaba.
Desde las sombras surgió una figura mucho mayor. Una masa de carne putrefacta que apenas parecía humana. Su rostro, si es que aún podía llamarse rostro, estaba cubierto por una capa de carne podrida y ojos desorbitados. De su boca caía un fluido negro. Con un gruñido profundo, la criatura lanzó un grito desgarrador y se lanzó hacia él.
Korr se preparó. Aquel ser era grande, mucho más grande que él, pero no iba a detenerse. No podía. Alzó su rifle, pero no tenía tiempo de apuntar. Su única opción era la brutalidad.
Corrió hacia el monstruo, sin dudar, y con un giro violento, le clavó el cuchillo en el abdomen. La criatura chilló de dolor, pero su piel era gruesa, resistente. Korr, usando toda su fuerza, le dio un codazo en la mandíbula, haciendo que el monstruo retrocediera un paso, sólo para ser reemplazado por otro ataque. Sus garras rasgaron la armadura de Korr, dejando profundos surcos en su pecho, pero no fue suficiente para derribarlo.
Con un rugido feroz, el marine utilizó su último aliento de furia para dar un golpe mortal. Sujetó el cuello de la bestia y, usando la fuerza de su servo-motor, giró con una rapidez que apenas su cuerpo pudo soportar. El crujido de huesos rotos llenó el pasillo mientras arrancaba la cabeza del monstruo de su cuerpo. La sangre oscura salpicó su rostro, pero no se detuvo.
Se desplomó sobre las rodillas, jadeando. Su armadura era un amasijo de metal y carne, llena de abolladuras, pero aún estaba en pie. A lo lejos, un retumbar sacudió la fortaleza, como si el mismo infierno estuviera a punto de tragárselo todo.
Korr no sonrió. No lo haría. Sabía que no iba a ganar esta guerra. Lo único que quedaba era seguir luchando, hasta el último aliento, hasta que la oscuridad lo arrastrara al abismo con los demás.
— ¿Por qué sigues luchando? — la voz del comandante muerto resonó en su casco. — Ya está todo perdido.
Korr miró la carnicería que había dejado atrás, la fortaleza de Forjaeterna completamente rota y las criaturas cayendo una tras otra. Con una última mirada a la cámara que parecía absorberlo todo, sonrió, aunque el gesto estaba roto y lleno de rabia.
— Porque no me queda otra opción, hijo de puta.