lunes, 28 de julio de 2025

La Física No Explica el Encantamiento del Bosque, Gracias a Dios (Ni debería. Para eso están las buenas historias.)

En los viejos tiempos —antes de que la humanidad descubriera que podía prender fuego a cosas, y mucho antes de descubrir que podía prender fuego a otras personas— los cuentos eran lo único que impedía que las noches fueran totalmente oscuras. Literalmente. Porque si no había cuento, lo único que quedaba era mirar fijamente al fuego y escuchar cómo se quejaban los árboles.

Y aquí estamos ahora: en un mundo donde puedes imprimir una taza de té en 3D, pero no puedes recordar la última vez que te emocionaste con una historia que incluía hadas, dragones o una tetera encantada. Lo cual es trágico. No tanto por la tetera —ella está bien, se jubiló en 1998— sino porque los cuentos de hadas son el último lugar donde la lógica se inclina educadamente, se quita el sombrero y se retira para tomar un café caliente.

Vivimos inmersos en una maquinaria bien engrasada llamada “la vida real”, una especie de telar mágico que teje días grises con puntualidad británica y la elegante crueldad de un contable con alma de reloj de pulsera. Pero hay una puerta —una pequeña, generalmente de madera torcida, con una cerradura que sólo abre si todavía recuerdas cómo se sentía tener cinco años y estar convencido de que tu osito de peluche hablaba cuando no mirabas.

Esa puerta lleva a los cuentos de hadas.




-Thomas Blackshear-


No esos cuentos que Disney convirtió en musicales de orquesta con moralejas empaquetadas como galletas chinas. No. Me refiero a los cuentos con espinas. Con brujas que no son lo que parecen, lobos que tienen argumentos válidos, y hadas que probablemente fumen en pipa y lleven botas de combate porque ya han visto suficientes guerras mágicas como para no impresionarse por un simple unicornio fluorescente.

Los mejores cuentos de hadas, los verdaderos, tienen una especie de gravedad emocional que te arrastra, como una marea suave pero inexorable. Están llenos de ese tipo de tristeza que no es realmente tristeza, sino algo más... un anhelo por lo que pudo haber sido, por lo que aún podría ser si tan solo recordáramos cómo se llega al claro del bosque sin ser devorados por la rutina.

Es esa extraña mezcla de nostalgia y maravilla. Como mirar un atardecer de otoño mientras sabes que ya es hora de volver a casa, pero sigues ahí, porque ese último rayo de sol parece saber tu nombre. Es lo más parecido a un éxtasis religioso sin necesidad de ser creyente ni entrar a ningún templo.

Y lo necesitas. Nosotros lo necesitamos. Porque la ciencia nos ha dado respuestas a muchas preguntas importantes, pero no tiene ni idea de cómo responder a preguntas como: “¿por qué siento que el mundo era más brillante cuando tenía siete años?”

Los cuentos de hadas sí saben. No responden con fórmulas, sino con símbolos. Con metáforas. Con espadas que sólo cortan cuando es realmente necesario. Con mapas que sólo se dibujan cuando ya has dado el primer paso.

Así que, la próxima vez que te sientas atrapado entre la lógica de los semáforos y el zumbido de la fotocopiadora, abre un cuento. Cualquiera. Y si no lo tienes a mano, inventa uno. Porque en algún lugar entre el “Érase una vez” y el “vivieron felices para siempre”, hay un rincón para tu alma. Y en ese rincón, con suerte, hay una tetera que todavía canta.

Y te está esperando.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

La Física No Explica el Encantamiento del Bosque, Gracias a Dios (Ni debería. Para eso están las buenas historias.)

En los viejos tiempos —antes de que la humanidad descubriera que podía prender fuego a cosas, y mucho antes de descubrir que podía prender f...