En algún momento, todo autor de fantasía medieval se encuentra con la difícil tarea de construir una ciudad. Y no me refiero a colocar unas cuantas torres, algunas tabernas y un castillo en lo alto de una colina (aunque, sinceramente, eso nunca viene mal). No, hablamos de una ciudad viva, donde las cosas huelen a lo que se supone que deberían oler, donde la gente intenta ganarse la vida a pesar de todo y donde el caos está siempre a la vuelta de la esquina, esperando pacientemente su momento para destrozarlo todo.
Aquí es donde surge la pregunta clave: ¿debe una ciudad de fantasía ser realista, una máquina bien engrasada con una economía funcional, leyes coherentes y gente que paga sus impuestos a regañadientes? ¿O deberíamos dar cabida al caos, esa fuerza misteriosa e inevitable que parece interferir en cualquier intento de cordura, orden y lógica? Mi respuesta es, por supuesto: sí. Ambas cosas. Todo a la vez y con una pizca de anarquía.
Empecemos con el realismo, esa molesta pero necesaria base sobre la que construimos nuestras fantásticas metrópolis. A fin de cuentas, los ciudadanos de tu ciudad de fantasía necesitan comer, beber, vestirse (preferiblemente) y encontrar alguna forma de ganarse la vida, aunque sea vendiendo reliquias mágicas falsas o cobrando impuestos absurdos.
Las ciudades, incluso en la fantasía, no aparecen por arte de magia. Bueno, en realidad, a veces sí lo hacen, pero ya llegaremos a eso. En general, las ciudades medievales surgen por razones terriblemente mundanas: están cerca de un río, en una ruta comercial o en un lugar donde resulta muy fácil cobrar peajes. Son lugares donde las personas se agrupan, intercambian productos y, en su mayoría, intentan no morir de hambre o de alguna plaga particularmente desagradable.
Y ahí está el quid del realismo: la gente es gente, tanto en la fantasía como en la vida real. La mayoría de las personas en tu ciudad de fantasía estarán demasiado ocupadas tratando de ganarse la vida como para preocuparse de si los héroes han llegado a salvar el día. Los ciudadanos deben preocuparse por cosas reales, como el precio del grano, los impuestos, la falta de agua limpia y si alguien ha robado el cerdo de la familia otra vez. Este tipo de preocupaciones mundanas le da a una ciudad de fantasía un toque de realidad. No podemos olvidarnos de esos detalles triviales pero esenciales que mantienen las ruedas del comercio y la sociedad girando.
Y luego tenemos el caos, esa fuerza primordial que es el verdadero héroe en cualquier historia de fantasía. Porque, seamos sinceros, si todo funcionara según lo planeado, no habría muchas aventuras que contar. En una ciudad de fantasía, el caos no es solo un elemento ocasional; es prácticamente una institución. Todo plan bien elaborado tiene una cláusula oculta que asegura que algo, en algún momento, saldrá terriblemente mal.
Quizá los gremios de magos estén en medio de una disputa interna y accidentalmente hagan que las ranas hablen (y exijan derechos laborales). Quizá la ciudad esté construida sobre un antiguo campo de batalla donde los fantasmas todavía tienen opiniones sobre los impuestos municipales. O, tal vez, sea solo un día de mercado particularmente caótico donde nadie parece saber dónde dejó sus zapatos.
El caos no solo es inevitable en una ciudad de fantasía, sino que es lo que le da vida. Es el toque de incertidumbre que mantiene a todos alerta. Sin caos, tendríamos un lugar aburrido, donde nada interesante sucede y todos pagan sus impuestos a tiempo (¿Qué tipo de fantasía sería esa?). El caos es lo que le da a la ciudad su sabor, su carácter, y lo que permite que los personajes tropiecen de cabeza en las situaciones más absurdas.
Por supuesto, una ciudad no puede ser completamente caótica, o se desmoronaría más rápido de lo que podrías decir “¡dragón en el mercado!”. La clave, como en tantas cosas en la vida (y la fantasía), es el equilibrio. Un equilibrio incómodo, precario y probablemente bastante tambaleante entre el orden y el desorden. Porque, por muy importante que sea el caos, si todo en la ciudad es pura anarquía, entonces simplemente se vuelve… bueno, predecible. Y si hay algo que el caos no debería ser, es predecible.
Así que, en tu ciudad de fantasía, debe haber un poco de todo. Habrá barrios prósperos donde los comerciantes regatean por el mejor precio del pescado y los nobles discuten sobre los privilegios de sus títulos. Pero también habrá distritos olvidados por las autoridades, donde la ley es más un consejo opcional, y donde una estatua podría, ocasionalmente, levantarse y marcharse por su cuenta. Las calles principales serán ordenadas (en su mayoría), pero siempre habrá ese callejón oscuro que parece más largo de lo que debería, y donde los gatos parecen observarte con demasiada atención.
El equilibrio entre lo realista y lo caótico es lo que hace que una ciudad de fantasía cobre vida. No todo debe tener sentido, pero tampoco todo puede ser una locura. La magia y lo absurdo deben colarse entre los ladrillos de la vida cotidiana, no aplastarla por completo. En una ciudad bien construida, las cosas deben estar lo suficientemente bien organizadas para que la vida continúe… pero no tan bien organizadas como para que el caos no tenga un lugar para prosperar.
Así que, al final del día, una ciudad de fantasía debe tener espacio para todo. Para el realismo, que ancle a sus habitantes en algo que podamos reconocer y entender, y para el caos, que sacuda ese mismo orden y lo haga pedazos cuando menos lo esperemos. Porque, después de todo, ¿Quién quiere una ciudad donde todo siempre sale según lo previsto? Las ciudades de fantasía medieval son lugares donde el desastre está a solo un paso, pero, de alguna manera, todo sigue adelante. La gente sobrevive, los héroes (con suerte) triunfan, y siempre hay una nueva aventura esperando a la vuelta de la esquina, o en el sótano de la posada, o quizás en ese barrio donde el tiempo va hacia atrás los martes.
En resumen, una ciudad de fantasía debe ser como la vida misma: confusa, a veces absurda, un poco ridícula, pero siempre fascinante.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.