En estos tiempos modernos de fantasía cínica, en los que los héroes se pasan más tiempo contemplando su propia miseria que rescatando doncellas o apuñalando dragones en lugares anatómicamente cuestionables, es momento de hacer una pregunta importante: ¿Qué diablos pasó con la buena y vieja fantasía medieval?
Sí, me refiero a esa fantasía con reinos que inexplicablemente solo tienen
una ciudad importante, con tabernas donde el protagonista encuentra información
crucial al segundo trago de hidromiel, y donde los magos usan túnicas con
estrellitas no porque sea práctico, sino porque la moda es un concepto
relativo.
En algún punto, alguien decidió que todo eso era demasiado infantil, que la gente ya no quería profecías grandilocuentes ni reyes con espadas forjadas en tiempos antiguos, sino antihéroes cínicos que hacen monólogos sobre la vacuidad de la existencia antes de acuchillar a alguien en un callejón oscuro. No me malinterpreten, hay espacio para eso. Pero también hay espacio, y debe haberlo, para los campesinos destinados a ser reyes, los caballeros con códigos de honor ridículamente estrictos, y los hechiceros que, sin importar su poder cósmico ilimitado, siguen dependiendo de un aprendiz torpe para encontrar sus propios calcetines.
La fantasía medieval clásica tenía un encanto innegable. Tenía sentido. No
un sentido realista, claro, pero el tipo de sentido que hace que un lector se
sienta como en casa. Porque, seamos honestos, si un día te encuentras en una
situación de vida o muerte, ¿a quién preferirías a tu lado? ¿Un caballero noble
con una espada mágica o un mercenario con una crisis existencial y deudas de
juego?
Los libros modernos parecen obsesionados con la idea de que el mundo debe
ser oscuro, cruel y lo más parecido posible a la vida real, como si los
lectores abrieran una novela de fantasía para recordar el estado del mercado
inmobiliario y el costo del pan. Pero la fantasía medieval clásica nos
recordaba algo fundamental: que en algún lugar del mundo, incluso si ese mundo
es ficticio, hay un grupo de héroes con una probabilidad estadísticamente
absurda de éxito cabalgando hacia la puesta de sol. Y que, a veces, eso es
exactamente lo que necesitamos.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.