sábado, 29 de noviembre de 2025

Las Tierras del Páramo

El elfo acarició la sombra de lo que parecía ser una mujer. Pero todo en el Ferunm —las tierras del Páramo que se extienden entre los vivos y la Madre Celestial— puede resultar engañoso e incluso mortal para un visitante sin preparación. Lauvenil había sido prevenido, pero aun así se adentró en aquel mundo de sombras, donde espíritus que anhelan aquello que no poseen —un cuerpo— acechan y provocan a cualquier viajero incauto. Lauvenil había oído que algunas personas, generalmente dotadas para la magia, al soñar eran tentadas en el Ferunm. Cada noche era una prueba para su fortaleza mental. Si aquello era cierto, pensaba el elfo, debía de ser una tortura; los dones de la magia no merecían tal precio.



Una voz atravesó su mente, pero no el espacio vacío que lo rodeaba.


—¿Lauvenil? ¿Eres tú, amor mío?

—¿Ziandra? ¿Dónde estás? No logro verte.

Poco a poco, una figura femenina se fue dibujando frente a él. Era tal y como la recordaba el elfo, tal y como la recordaba años antes de que muriera. No había rastro de enfermedad en su bronceada piel ni en su delicado cuerpo.

—Me dijeron que estaba loco por viajar al Páramo, pero la vida sin ti es demasiado dolorosa.

Ziandra sonreía, pero su mirada no. Era su voz y, a la vez, no lo era. El elfo quería verla y ahí la tenía; sin embargo, no se sentía pleno ni satisfecho en su búsqueda. Algo no iba bien.

—Ahora que me has encontrado, ¿me llevarás contigo?

Lauvenil sonrió débilmente. Le habían advertido. Y ella no era su amada: no era su voz ni sus palabras y, si se fijaba, tampoco su aspecto. Era una imitación de un recuerdo idealizado. Aquel era un espíritu, uno de tantos que ansían un vehículo para escapar al plano físico... 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Kaz, el Minotauro

Hay libros que no se leen: se regresan a ellos. Como ciertos viejos amigos a los que uno no llama tan seguido como debería, pero cuyo nombre basta para que algo cálido se encienda en el pecho. Para mí, Kaz, es uno de esos.

Leí este libro hace tanto tiempo que parece otra vida. Era joven, y tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de posibilidades infinitas. Recuerdo ese lomo desgastado de la colección de Héroes de la Dragonlance, medio torcido por el paso previo por manos ajenas. Lo abrí sin saber nada de Richard A. Knaak ni de que aquel minotauro, con su aire solemne y cansado, el cual iba a quedarse en mí más tiempo del que hubiera sospechado.

Porque Kaz no es un héroe brillante. No es Raistlin, envuelto en misterio, ni Tanis, dividido entre dos mundos románticamente incompatibles.
Kaz es… otra cosa.


Es la parte de nosotros que intenta seguir adelante cuando la historia grande (la de los dragones, los caballeros y las profecías) ya terminó. La parte que se pregunta qué se supone que debe hacer un guerrero cuando ya no hay una guerra digna de su acero. Y ese retrato del “después” es, tal vez, lo más valiente que tiene esta novela.

En un género lleno de destinos y épicas, Kaz camina sin un plan divino. Camina porque es lo único que sabe hacer. Camina porque Huma ya no está, porque el silencio pesa más que su hacha, porque hay heridas que no se ven pero no por eso dejan de sangrar.

En ese trayecto, Dragonlance deja de ser únicamente un escenario de cuentos heroicos y se convierte en algo más humano:
un lugar donde incluso un minotauro puede sentirse perdido.

Recuerdo especialmente cómo la novela permite que la lealtad, la amistad y el honor (esas palabras tan grandes que a veces suenan huecas) tengan un eco más íntimo, más verdadero. Y lo hace sin grandes discursos, sin batallas interminables. Lo hace con pequeños gestos, miradas, silencios. Con esa sensación de que el mundo está tratando de recomponerse igual que Kaz.

Y tal vez por eso, cuando hojeo el libro hoy, pienso en mí.
En el lector que fui, en el adulto que soy, y en cómo a veces uno se siente también como Kaz: un poco fuera de lugar en un mundo que sigue girando.

Quizás lo hermoso de esta novela es precisamente eso:
que nos recuerda que la épica no está en salvar al mundo, sino en seguir adelante cuando se nos cae encima.Y que incluso las criaturas más fieras pueden guardar dentro de sí un corazón que añora, recuerda y lucha por encontrar un sitio donde, al fin, pueda descansar.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Cuento de Navidad: El hada del azucarero

La primera señal de que algo iba a salir ligeramente distinto aquella Navidad fue que apareció un hada en el azucarero. No una de esas ha...