viernes, 29 de agosto de 2025

Muros que dividen, muros que prometen

Hay algo extraño en los muros. En apariencia son simples: piedras apiladas, hielo endurecido, madera trabajada por manos cansadas. Y sin embargo, desde que el ser humano aprendió a construirlos, los muros se convirtieron en una declaración de intenciones.

Un muro nunca es solo una frontera. Es un “hasta aquí”. Es un no más allá. Es una manera de hablar con piedras, de decir: “esto es lo nuestro, lo que amamos, lo que cuidamos… y todo lo demás queda al otro lado”.

En la literatura fantástica, los muros funcionan como espejos de esa necesidad ancestral. Nos fascina imaginar un borde, una línea que separa lo civilizado de lo salvaje, lo conocido de lo misterioso.

La literatura fantástica lo sabe, y por eso nos regala murallas que son algo más que piedra o hielo. En Krynn, el mundo de Dragonlance, tenemos dos: el Muro de Hielo y la fortaleza de Pax Tharkas. Y en Poniente, Martin nos ofrece el imponente Muro que separa a los Siete Reinos del frío y la muerte.

En las novelas de La Guerra de la Lanza, los héroes viajan hacia el sur y encuentran el Muro de Hielo. No hay soldados en sus almenas, ni runas en sus puertas. Es una frontera natural, hecha de glaciares y ventiscas, un recordatorio de que el mundo es vasto y no todo está bajo control humano o élfico.

Narrativamente, no protege nada: lo oculta. Detrás de él esperan dragones blancos, tribus bárbaras y secretos congelados. Es menos un baluarte y más un telón, una cortina de hielo que dice: “el mapa acaba aquí, lo que sigue es un misterio”.

Muy distinto es Pax Tharkas, que aparece desde la primera novela de Las Crónicas. Construido por enanos y elfos, su propósito era claro: garantizar que la guerra entre ellos jamás regresara. Su nombre es literal: La Paz de Tharkas.



Arte-Matt Stawicki

Pero en la historia, esa paz se tuerce. La fortaleza, en tiempos de la Guerra de la Lanza, no es un refugio sino una prisión donde los ejércitos dracónicos encierran esclavos. Los héroes no la encuentran como símbolo de unidad, sino como advertencia de lo fácil que la paz puede volverse opresión.

Si el Muro de Hielo marca el límite de lo conocido, Pax Tharkas marca el límite de la confianza.

El Muro de Canción de Hielo y Fuego parece, a primera vista, el más similar al de Dragonlance. Gigantesco, implacable, también hecho de hielo. Pero cumple otra función.

Martin lo convierte en mito. No es solo frontera, es reliquia de otra era. Es un muro que no solo separa a los hombres de los salvajes, sino que guarda un secreto mucho más oscuro: lo que acecha más allá de la noche.

Si Pax Tharkas es un pacto y el Muro de Hielo es un misterio, el Muro de Martin es una advertencia. Un recordatorio de que lo que olvidamos termina regresando. La tentación de comparar es humana. Pero más que preguntarnos quién lo escribió primero, quizá lo interesante es preguntarnos por qué ambos autores sintieron la necesidad de levantar un muro en sus mundos.



felix-sotomayor-the-wall

Y la respuesta, creo, es que los muros son puertas disfrazadas. Un muro no es un final: es una invitación. Cuando un lector ve un muro en un mapa o en una historia, no piensa: “qué bien, aquí se acaba todo”. Piensa: “qué habrá detrás”.

Nacen del mismo deseo humano de darle forma al misterio. De dibujar una frontera para poder transgredirla después.

Porque un muro sin un más allá es inútil. Porque lo que realmente queremos no es estar seguros tras las piedras, sino sentir que en cualquier momento podemos reunir valor, levantar una antorcha y cruzar al otro lado.

Yo no creo que nos fascinen los muros porque protegen. Creo que nos fascinan porque prometen.

Y esa promesa, en la literatura, es irresistible.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

 

martes, 26 de agosto de 2025

Sobre gnolls, hienas y otras bestias que ríen demasiado

De vez en cuando me encuentro pensando en criaturas que nunca fueron, pero que aun así viven entre nosotros con más terquedad que algunos parientes incómodos. Me refiero a esos monstruos que no tienen linaje antiguo, ni un pie hundido en el barro húmedo de la mitología griega o en los cuentos de hadas nórdicos. Seres que aparecieron tarde a la fiesta, inventados por un escritor distraído o por un diseñador de juegos de rol que, quizá, solo necesitaba un nuevo enemigo para que sus jugadores pudieran apuñalar con tranquilidad.

Los gnolls, por ejemplo.


La primera vez que los encontré fue en un manual de Dungeons & Dragons. Allí se me presentaban como lo que uno esperaría de un monstruo de segunda categoría: desgarbados, con las orejas de una hiena y una afición malsana por masacrar aldeanos. No tenían el porte solemne de un dragón ni el halo melancólico de un elfo. No tenían un pasado trágico como los orcos de Tolkien, ni elegantes como un vampiro decimonónico. Eran… otra cosa. Algo entre lo grotesco y lo práctico.

Pero cuando rascas un poco la superficie descubres que el gnoll no nació en una caverna medieval, ni siquiera en un oscuro códice olvidado. Nació, de manera distraída, en la pluma de Lord Dunsany a principios del siglo XX. Y, como suele suceder con Dunsany, no nos dio demasiados detalles. Y eso fue suficiente para que, décadas después, el bestiario arcano de Dungeons & Dragons decidiera que aquel hueco en el mundo bien podía llenarse con un hombre-hiena demoníaco.

Lo curioso es que, si uno lo piensa, los gnolls tienen un pie en el mundo real. No en las sagas escandinavas ni en las leyendas artúricas, sino en el desdén ancestral por las hienas. En algunas culturas se les temía como criaturas brujeriles; en otras, se les acusaba de robar niños. Así que cuando alguien decidió que el gnoll debía tener cara de hiena, todo encajó con sospechosa perfección.

Y aquí es donde, si me pongo un poco sentimental —y a veces lo hago, lo admito— me da pena el gnoll. Porque a diferencia del dragón, que en unas culturas es símbolo de sabiduría y en otras de destrucción, el gnoll nunca tuvo una oportunidad de redimirse. Nació tarde, sin abolengo ni poesía. Condenado a ser carne de espada, a aparecer como bulto número cuatro en la cueva del jefe final.

Tal vez eso explique por qué algunos autores modernos intentan rescatarlo. Pathfinder, por ejemplo, les da culturas más ricas, tradiciones propias, un atisbo de dignidad. Incluso en Warcraft aparecen como bribones torpes y algo entrañables. Es como si, en secreto, no quisiéramos que todas las hienas de la fantasía estuvieran destinadas a morir por dos dados de daño cortante.

Quizá ahí hay una enseñanza, aunque sea pequeña: incluso las criaturas inventadas, esas que llegaron tarde a la mitología, merecen un lugar en el banquete de la imaginación. Porque a veces el monstruo más improvisado puede decir mucho sobre nosotros: nuestra necesidad de enemigos claros, de risas malévolas que podamos odiar sin remordimientos y de villanos sin historia que justifiquen nuestras victorias.

Los gnolls, al final, son un espejo. Y no siempre uno halagador.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Cosas que recogí porque brillaban

Hay juegos que uno recuerda con ternura, no porque fueran perfectos —que rara vez lo son—, sino porque lograron algo más difícil: ser memora...