Hay algo extraño en los muros. En apariencia son simples: piedras apiladas, hielo endurecido, madera trabajada por manos cansadas. Y sin embargo, desde que el ser humano aprendió a construirlos, los muros se convirtieron en una declaración de intenciones.
Un muro nunca es solo una frontera. Es un “hasta aquí”. Es un no más allá. Es una manera de hablar con piedras, de decir: “esto es lo nuestro, lo que amamos, lo que cuidamos… y todo lo demás queda al otro lado”.
En la literatura fantástica, los muros funcionan como espejos de esa necesidad ancestral. Nos fascina imaginar un borde, una línea que separa lo civilizado de lo salvaje, lo conocido de lo misterioso.
La literatura fantástica lo sabe, y por eso nos regala murallas que son algo más que piedra o hielo. En Krynn, el mundo de Dragonlance, tenemos dos: el Muro de Hielo y la fortaleza de Pax Tharkas. Y en Poniente, Martin nos ofrece el imponente Muro que separa a los Siete Reinos del frío y la muerte.
En las novelas de La Guerra de la Lanza, los héroes viajan hacia el sur y encuentran el Muro de Hielo. No hay soldados en sus almenas, ni runas en sus puertas. Es una frontera natural, hecha de glaciares y ventiscas, un recordatorio de que el mundo es vasto y no todo está bajo control humano o élfico.
Narrativamente, no protege nada: lo oculta. Detrás de él esperan dragones blancos, tribus bárbaras y secretos congelados. Es menos un baluarte y más un telón, una cortina de hielo que dice: “el mapa acaba aquí, lo que sigue es un misterio”.
Muy distinto es Pax Tharkas, que aparece desde la primera novela de Las Crónicas. Construido por enanos y elfos, su propósito era claro: garantizar que la guerra entre ellos jamás regresara. Su nombre es literal: La Paz de Tharkas.
Pero en la historia, esa paz se tuerce. La fortaleza, en tiempos de la Guerra de la Lanza, no es un refugio sino una prisión donde los ejércitos dracónicos encierran esclavos. Los héroes no la encuentran como símbolo de unidad, sino como advertencia de lo fácil que la paz puede volverse opresión.
Si el Muro de Hielo marca el límite de lo conocido, Pax Tharkas marca el límite de la confianza.
El Muro de Canción de Hielo y Fuego parece, a primera vista, el más similar al de Dragonlance. Gigantesco, implacable, también hecho de hielo. Pero cumple otra función.
Martin lo convierte en mito. No es solo frontera, es reliquia de otra era. Es un muro que no solo separa a los hombres de los salvajes, sino que guarda un secreto mucho más oscuro: lo que acecha más allá de la noche.
Si Pax Tharkas es un pacto y el Muro de Hielo es un misterio, el Muro de Martin es una advertencia. Un recordatorio de que lo que olvidamos termina regresando. La tentación de comparar es humana. Pero más que preguntarnos quién lo escribió primero, quizá lo interesante es preguntarnos por qué ambos autores sintieron la necesidad de levantar un muro en sus mundos.
Y la respuesta, creo, es que los muros son puertas disfrazadas. Un muro no es un final: es una invitación. Cuando un lector ve un muro en un mapa o en una historia, no piensa: “qué bien, aquí se acaba todo”. Piensa: “qué habrá detrás”.
Nacen del mismo deseo humano de darle forma al misterio. De dibujar una frontera para poder transgredirla después.
Porque un muro sin un más allá es inútil. Porque lo que realmente queremos no es estar seguros tras las piedras, sino sentir que en cualquier momento podemos reunir valor, levantar una antorcha y cruzar al otro lado.
Yo no creo que nos fascinen los muros porque protegen. Creo que nos fascinan porque prometen.
Y esa promesa, en la literatura, es irresistible.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.