Hay juegos que uno recuerda con ternura, no porque fueran perfectos —que rara vez lo son—, sino porque lograron algo más difícil: ser memorables.
Recuerdo que lo instalé en un pc que bufaba como un caballo asmático. El ventilador sonaba como si estuviera a punto de despegar y, sin embargo, en cuanto aparecía Ancaria en pantalla, el mundo dejaba de ser mi cuarto con paredes color crema y se transformaba en praderas, pantanos y montañas. Era un juego vasto. No “grande” como ahora dicen los muchachos cuando hablan de mapas abiertos, sino vasto como un armario que se abre y resulta ser un pasillo interminable lleno de puertas, cada una dando a un sitio inesperado.
Lo que más me atrapó no fue la historia (que, seamos sinceros, no habría ganado premios literarios) sino la sensación de libertad desordenada. Podías escoger un gladiador, una elfa o hasta un vampiro. Y sí, podías irte a matar goblins con entusiasmo juvenil o simplemente perderte en caminos secundarios.
Había un gozo particular en cómo el juego te arrojaba objetos brillantes con nombres absurdamente largos. Espadas con adjetivos tan grandilocuentes que parecía que alguien había bebido demasiado café antes de programar: Mandoble Abrasador del Caos Eterno. Uno recogía esas cosas con la misma devoción con que un cuervo junta chucherías. No porque las necesitara todas, sino porque brillaban.
Y claro, estaba el multijugador. Qué delicia tan extraña: Ancaria compartida. Eran tiempos en que conectarse con amigos requería más paciencia que talento, pero cuando funcionaba, el mundo se volvía otro. Había discusiones sobre quién recogía qué botín, sobre si valía la pena explorar ese pantano lleno de arañas gigantes (spoiler: nunca valía la pena, pero siempre lo hacíamos).
Hoy, con juegos que parecen diseñados por arquitectos de mundos en lugar de programadores insomnes, Sacred puede parecer tosco, incluso torpe. Pero creo que ahí está parte de su encanto: como esos viejos cuadernos de dibujo de la infancia, llenos de trazos mal hechos y colores fuera de línea, pero cargados de entusiasmo sincero.
Si me preguntan, Sacred no fue solo un juego. Fue una invitación a perderse. Y perderse —en mundos, en libros o en conversaciones— sigue siendo uno de los placeres más necesarios hoy en día.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.