viernes, 29 de noviembre de 2024

Garrasombría

La fortaleza de Garrasombría se alzaba como un nudo en la garganta del imperio, justo en la frontera con las tierras salvajes de Rorgath. Su ubicación era estratégica: controlaba el paso montañoso conocido como el Cuello del Dragón, una vía vital entre los valles fértiles de Varesha y las estepas indómitas del sur. Más allá de las murallas, el mundo era un caos sin ley, poblado por tribus orcas, bandas de merodeadores y bestias que el hombre apenas se atrevía a nombrar.

Construida mayormente en piedra oscura de las montañas circundantes, la fortaleza estaba remendada con madera, un testamento de los incontables ataques sufridos. Esas tablas y vigas, algunas tan viejas como la fortaleza misma, cubrían brechas y parches donde los muros habían cedido bajo el peso de arietes o el embate de catapultas primitivas. Los soldados las llamaban "las cicatrices de la roca".

Sin embargo, no era solo una guarnición. Garrasombría era una ciudadela autosuficiente, un centro de comercio, producción y vigilancia. Era sostenida por la sangre, el sudor y el oro que fluía por el Cuello del Dragón, en forma de caravanas mercantes que pagaban generosos peajes para atravesar la peligrosa frontera.

En su interior, la vida era una danza extraña entre la rutina de los soldados y la bulliciosa actividad de los civiles. Los veteranos, endurecidos por años de combates, patrullaban las murallas con miradas de acero, mientras observaban los campos más allá de la fortaleza, ahora teñidos de un inquietante color rojizo bajo el crepúsculo. Los forjadores trabajaban en sus talleres, el golpeteo de martillos sobre el hierro llenaban el aire, mientras carpinteros y curtidores reparaban armaduras y barriles con igual intensidad.

En la taberna, una construcción de madera reforzada con vigas rescatadas de una torre caída, los civiles y soldados compartían sus historias bajo la luz de linternas titilantes. Se llamaba El Ojo Vigilante, y su dueña, Thressa Manoferrea, era una mujer con más cicatrices en sus brazos que muchos soldados. Su voz resonaba por encima del ruido:

—¡Bebed ahora, malditos! ¡Mañana tal vez no tengamos taberna!

Todos rieron, pero la tensión se palpaba. Los rumores habían llegado al amanecer: una horda de orcos avanzaba desde el norte. Las avanzadillas nunca regresaron. Ahora solo quedaba esperar.

El centro de la fortaleza, el templo del Vigilante Eterno, era un remanso de calma. Su sacerdote, un hombre delgado de barba encanecida llamado Domendral, caminaba entre los feligreses encendiendo velas y susurrando oraciones. Los soldados inclinaban la cabeza por respeto, aunque pocos creían realmente en los dioses; el sacerdote, por su parte, los miraba con compasión.

—El Vigilante está con nosotros —aseguraba, pero sus ojos traicionaban una pizca de duda.

Cuando el sol terminó de caer y la luna se alzó entre jirones de nubes, los cuernos de los vigías sonaron. Tres notas largas, dos cortas. La señal. La horda había sido avistada.

Desde las murallas, el espectáculo era aterrador. A lo lejos, bajo la luz pálida de la luna, una marea de sombras se agitaba como un mar oscuro. Los orcos eran numerosos, demasiado numerosos. Llevaban antorchas y lanzas, y sus rugidos eran un trueno que hacía temblar incluso las piedras de la fortaleza.

El capitán Garvick, un hombre robusto con un rostro surcado de cicatrices y una voz que podría partir madera, se alzó sobre las almenas, mirando a sus hombres.

—¡Escuchadme, perros! ¡Esta no es la primera vez que nos atacan, y no será la última! ¡Ellos tienen el número de su parte, pero nosotros tenemos estas malditas! ¡Que esos bastardos choquen contra nuestra roca y se rompan los dientes!

Los soldados rugieron en respuesta, levantando sus armas. La fortaleza vibraba con la energía de la preparación.

En los talleres, los herreros ajustaban los últimos cascos y afilaban espadas con un frenesí controlado. Los arqueros preparaban flechas en haces ordenados mientras los carpinteros reforzaban puertas interiores con barras de hierro. En la taberna, Thressa entregaba botellas de licor fuerte a los más desesperados mientras murmuraba:

—No os lo bebáis todo... Puede que necesitéis algo para quemar.

El primer embate llegó como un aluvión. Los orcos corrieron hacia las murallas, sus rugidos se mezclaban con el aullido del viento nocturno. Flechas llovieron desde las almenas, algunas prendidas con aceite y fuego. Las llamas iluminaron las caras deformes y salvajes de los atacantes mientras escalaban las paredes con ganchos y cuerdas.

Los veteranos esperaron con frialdad hasta que las primeras cabezas asomaron sobre las almenas, y entonces descargaron su furia. Espadas y martillos cayeron sobre los orcos, empujándolos de vuelta al vacío. Sin embargo, la marea era incesante.

En el interior, los civiles no eran meros espectadores. Thressa lideró a un grupo de curtidores y herreros en la creación de armas improvisadas: picas de madera, barriles llenos de piedras y aceite hirviendo que derramaban desde los matacanes.

Domendral, con la túnica empapada de sudor, sostenía un símbolo del Vigilante mientras gritaba:

—¡El Vigilante no abandona a quienes luchan por proteger su hogar!

La batalla se prolongó durante lo que parecieron horas. La fortaleza resistió, pero no sin heridas. Algunas de las partes de madera cedieron, dejando pequeñas brechas por donde se infiltraron orcos, pero los defensores, en su desesperación, combatieron con ferocidad.

Cuando el amanecer finalmente asomó en el horizonte, los campos alrededor de la Garrasombría estaban cubiertos de cuerpos. Los orcos se retiraban, derrotados pero no vencidos, mientras los defensores, exhaustos, se sentaban donde podían, mirando al cielo con ojos llenos de gratitud y dolor.

Garvick, cubierto de sangre pero aún de pie, miró a sus hombres y a los civiles que habían luchado con ellos.

—Lo hicimos. —Su voz era un susurro, pero resonó en el silencio. Luego, con una sonrisa cansada, añadió—: Ahora arreglad esos malditos muros.

Garrasombría había resistido una vez más. Pero todos sabían que no sería la última vez que sus muros se enfrentarían al rugido de la guerra.

 

martes, 26 de noviembre de 2024

La Balada del Arpista y el Venado

Alerdine, el arpista, era dueño del arpa más extraordinaria de las Siete Provincias, tan maravillosa que la gente a veces se preguntaba si no cantaba ella sola. Dedicado a tocar y a cantar, Alerdine había recorrido prácticamente cada taberna, posada, y venta a lo largo y ancho del Gran Río Ducal. Su vida consistía en música, cerveza gratis (cuando podía) y aventuras accidentales.

Una tarde, justo cuando el sol empezaba a hacer su discreta retirada tras las colinas, Alerdine llegó a una encrucijada. Y, allí mismo, al otro lado del camino, apareció un venado. Pero no era cualquier venado. Era un venado blanco. Radiante. Tan pulcramente blanco que en un universo justo, pensó Alerdine, estaría cubierto de barro. Pero allí estaba, mirándolo, con esa dignidad que solo poseen los venados de los cuentos.

“¡Por los acordes del cosmos!”, exclamó Alerdine, que a veces decía cosas así cuando estaba sorprendido. “¿Eres tú el Venado Blanco de las leyendas? El que aparece solo a los dignos, sabios, y ocasionalmente a los que andan un poco despistados?”

El venado lo observó largamente, y luego respondió con voz grave, que, si te fijabas bien, sonaba un poquito sarcástica. “Yo soy.”


Alerdine decidió que no había tiempo que perder. “Si eres tan sabio como hermoso,” dijo, porque era un artista y los artistas saben decir las cosas bien cuando quieren, “¿me cederías un pedacito de tu sabiduría? Nada ostentoso, solo... un poco de inspiración, quizás.”

“Nadie es dueño de la sabiduría,” respondió el venado, “ni siquiera aquellos que piensan que lo son. Y a veces los que menos saben son los más seguros de que lo tienen todo muy claro. Pero te concedo una parte, que al fin y al cabo, ya lo has pedido y esto ahorrará una conversación aún más larga.”

Así fue como Alerdine recibió del Venado Blanco una pizca de sabiduría, envuelta como una especie de melodía que solo él podía oír. Con ella, compuso canciones que hicieron llorar a reinas, emperadores, y hasta al gato de un duque muy severo. Pronto fue llamado a todas las cortes y fiestas importantes, y su éxito fue tan grande que sus bolsillos se abultaron y, honestamente, también su ego.

Ya no tocaba por necesidad, y pronto tampoco por placer. La música era ahora un negocio, y si alguien le recordaba aquella primera encrucijada, se reía con la típica carcajada del que ha olvidado las cosas importantes.

Entonces, un verano, en medio de un paseo a caballo, seguido por criados que le traían bebidas, tapices, y probablemente una biografía de sí mismo, Alerdine volvió a la encrucijada. Y allí estaba de nuevo el Venado Blanco, aunque esta vez parecía más oscuro y con una mirada inquietante.

“¿Eres tú,” preguntó el venado, “el arpista que ha vendido lo que no le pertenece?”

“Ejem,” respondió Alerdine, incómodo y algo menos elocuente de lo usual, “yo soy, creo.”

“No se mercadea con la sabiduría como con pescado en el mercado,” dijo el venado. “Un regalo no se puede comprar ni vender. Ahora, como prueba de tu respeto por el conocimiento y la inspiración que se te dio gratuitamente, tendrás que llevarme a mí, y a mi considerable peso, al otro lado del bosque.”

Alerdine intentó explicarle que eso era muy poco práctico, que llevaba puesta su ropa buena y que el lodo le ponía los nervios de punta, pero el venado ya había asumido una postura de “ni se te ocurra discutir conmigo”. Así que, bajo la mirada incrédula de sus criados, Alerdine se colocó al venado al hombro y comenzó su pesada travesía.

El bosque parecía infinito y el venado era más pesado de lo que uno esperaría de un ser tan elegante. Alerdine sudaba, jadeaba, y por momentos se preguntaba si realmente había valido la pena todo aquello de la sabiduría. Justo cuando la luz del bosque comenzaba a anunciar el final del camino, Alerdine cayó, exhausto y cubierto de barro, con el venado aún sobre sus hombros.

Fue en ese momento, con mucha paciencia, que el venado se bajó y volvió a su forma original, blanco y esbelto como si nada.

“Ve ahora,” le dijo el venado con voz firme. “Y dona lo que has ganado con las canciones nacidas de mi sabiduría. No vendas aquello que te fue regalado. Entrégalo, así como yo te lo di a ti.”

Y sin esperar respuesta, el venado desapareció. Alerdine se quedó allí, con una profunda comprensión de que los regalos y los talentos son cosas que uno puede usar, pero nunca poseer.

Y, por supuesto, fue entonces cuando decidió que quizás había aprendido su lección, y hasta quizás una nueva canción.

 

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