martes, 26 de noviembre de 2024

La Balada del Arpista y el Venado

Alerdine, el arpista, era dueño del arpa más extraordinaria de las Siete Provincias, tan maravillosa que la gente a veces se preguntaba si no cantaba ella sola. Dedicado a tocar y a cantar, Alerdine había recorrido prácticamente cada taberna, posada, y venta a lo largo y ancho del Gran Río Ducal. Su vida consistía en música, cerveza gratis (cuando podía) y aventuras accidentales.

Una tarde, justo cuando el sol empezaba a hacer su discreta retirada tras las colinas, Alerdine llegó a una encrucijada. Y, allí mismo, al otro lado del camino, apareció un venado. Pero no era cualquier venado. Era un venado blanco. Radiante. Tan pulcramente blanco que en un universo justo, pensó Alerdine, estaría cubierto de barro. Pero allí estaba, mirándolo, con esa dignidad que solo poseen los venados de los cuentos.

“¡Por los acordes del cosmos!”, exclamó Alerdine, que a veces decía cosas así cuando estaba sorprendido. “¿Eres tú el Venado Blanco de las leyendas? El que aparece solo a los dignos, sabios, y ocasionalmente a los que andan un poco despistados?”

El venado lo observó largamente, y luego respondió con voz grave, que, si te fijabas bien, sonaba un poquito sarcástica. “Yo soy.”


Alerdine decidió que no había tiempo que perder. “Si eres tan sabio como hermoso,” dijo, porque era un artista y los artistas saben decir las cosas bien cuando quieren, “¿me cederías un pedacito de tu sabiduría? Nada ostentoso, solo... un poco de inspiración, quizás.”

“Nadie es dueño de la sabiduría,” respondió el venado, “ni siquiera aquellos que piensan que lo son. Y a veces los que menos saben son los más seguros de que lo tienen todo muy claro. Pero te concedo una parte, que al fin y al cabo, ya lo has pedido y esto ahorrará una conversación aún más larga.”

Así fue como Alerdine recibió del Venado Blanco una pizca de sabiduría, envuelta como una especie de melodía que solo él podía oír. Con ella, compuso canciones que hicieron llorar a reinas, emperadores, y hasta al gato de un duque muy severo. Pronto fue llamado a todas las cortes y fiestas importantes, y su éxito fue tan grande que sus bolsillos se abultaron y, honestamente, también su ego.

Ya no tocaba por necesidad, y pronto tampoco por placer. La música era ahora un negocio, y si alguien le recordaba aquella primera encrucijada, se reía con la típica carcajada del que ha olvidado las cosas importantes.

Entonces, un verano, en medio de un paseo a caballo, seguido por criados que le traían bebidas, tapices, y probablemente una biografía de sí mismo, Alerdine volvió a la encrucijada. Y allí estaba de nuevo el Venado Blanco, aunque esta vez parecía más oscuro y con una mirada inquietante.

“¿Eres tú,” preguntó el venado, “el arpista que ha vendido lo que no le pertenece?”

“Ejem,” respondió Alerdine, incómodo y algo menos elocuente de lo usual, “yo soy, creo.”

“No se mercadea con la sabiduría como con pescado en el mercado,” dijo el venado. “Un regalo no se puede comprar ni vender. Ahora, como prueba de tu respeto por el conocimiento y la inspiración que se te dio gratuitamente, tendrás que llevarme a mí, y a mi considerable peso, al otro lado del bosque.”

Alerdine intentó explicarle que eso era muy poco práctico, que llevaba puesta su ropa buena y que el lodo le ponía los nervios de punta, pero el venado ya había asumido una postura de “ni se te ocurra discutir conmigo”. Así que, bajo la mirada incrédula de sus criados, Alerdine se colocó al venado al hombro y comenzó su pesada travesía.

El bosque parecía infinito y el venado era más pesado de lo que uno esperaría de un ser tan elegante. Alerdine sudaba, jadeaba, y por momentos se preguntaba si realmente había valido la pena todo aquello de la sabiduría. Justo cuando la luz del bosque comenzaba a anunciar el final del camino, Alerdine cayó, exhausto y cubierto de barro, con el venado aún sobre sus hombros.

Fue en ese momento, con mucha paciencia, que el venado se bajó y volvió a su forma original, blanco y esbelto como si nada.

“Ve ahora,” le dijo el venado con voz firme. “Y dona lo que has ganado con las canciones nacidas de mi sabiduría. No vendas aquello que te fue regalado. Entrégalo, así como yo te lo di a ti.”

Y sin esperar respuesta, el venado desapareció. Alerdine se quedó allí, con una profunda comprensión de que los regalos y los talentos son cosas que uno puede usar, pero nunca poseer.

Y, por supuesto, fue entonces cuando decidió que quizás había aprendido su lección, y hasta quizás una nueva canción.

 

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