Había una vez, en el pueblo de Hondonera de Arriba —que estaba, por pura lógica geográfica, justo encima de Hondonera de Abajo— una joven llamada Marina Tizón. Marina era pelirroja, zurda, y tenía la poco práctica costumbre de hacer demasiadas preguntas, lo que la convertía en una molestia para padres, maestros, y ocasionalmente para las gallinas.
sábado, 1 de noviembre de 2025
La Novia de las Colinas (un cuento de miedo, humor y burocracia mágica)
jueves, 30 de octubre de 2025
En la era de los dados y los dragones: crónica de un arte heroico
Los años ochenta y noventa. Esa frontera dorada entre lo analógico y lo onírico, cuando el arte de la fantasía no era una industria aún, sino una especie de fe secreta. Un pacto entre soñadores. En aquel entonces, los pinceles parecían aún recordar la textura de las leyendas, y las portadas de los manuales de Dungeons & Dragons o de las viejas novelas de bolsillo eran portales más que ilustraciones. Si uno miraba lo suficiente, con la devoción debida, podía oír el viento entre las torres de un castillo inexistente, sentir el cuero curtido de una bota de aventurero, o el peso tembloroso de un hechizo recién aprendido.
Había algo profundamente romántico —en el sentido más antiguo y melancólico de la palabra— en aquellos cuadros de Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley… Nombres que, para los iniciados, eran casi conjuros. Cada uno tenía su alquimia particular: Elmore con sus luces suaves y sus héroes que parecían esculpidos por la esperanza; Parkinson con su majestuosidad casi litúrgica, como si pintara himnos más que escenas; Caldwell, con su teatralidad alegre, descaradamente ochentera, llena de cuero, brillo y poder. Y Easley… Easley era el que entendía el humo, la sombra, la historia detrás del acero.
No era “arte de fantasía” como hoy lo entendemos. Era una promesa visual. Las portadas no mostraban solo lo que había dentro del libro o del juego, sino lo que podría ser. Eran la antesala de la imaginación.
Lo que me fascina al mirar esas imágenes hoy no es solo su técnica (que era magnífica), sino su sinceridad. No había ironía, ni distancia cínica, ni un intento de ser “gracioso” o “meta”. Eran mundos donde lo heroico todavía tenía un peso moral. Donde un dragón era un dragón, no una metáfora de la inflación ni un guiño a los fans. Donde la aventura aún podía vivirse con el corazón abierto y la espada desenvainada.
Quizá por eso, aquel arte se siente tan vivo aún. No era perfecto, no era sutil. Pero era honesto. Tenía la textura del sueño compartido: esa fragilidad que solo se encuentra cuando un grupo de amigos se sienta alrededor de una mesa con dados de veinte caras y una pizza fría. Era un tiempo donde la fantasía no se compraba: se creaba, se contaba, se pintaba con devoción.
Hoy, en una era donde la ilustración digital puede lograr cualquier efecto imaginable, extraño un poco esa calidez. Esa sensación de que cada brochazo estaba hecho con amor, con fe en lo invisible. Porque lo que aquellos artistas pintaban —sin saberlo quizás— era el alma misma del juego: la posibilidad infinita de imaginar.
Quizá, en el fondo, eso es lo que sigue latiendo bajo cada dragón de Elmore o cada guerrera de Caldwell: el recordatorio de que la fantasía, antes que un género, fue siempre un gesto de amor. Un acto de resistencia contra lo gris del mundo. Una promesa que decía: sí, esto puede existir, si crees lo suficiente.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
miércoles, 29 de octubre de 2025
El Fuerte de las Rocas Quebradas
Lord Girion llevaba tres inviernos viendo morir hombres en aquel desfiladero.
El Fuerte de las Rocas Quebradas, decían los mapas. Pero en los mapas no se oía el viento. Ni el crujido de la madera podrida. Ni el eco de las flechas clavándose en la empalizada cada amanecer.
La guarnición —setenta hombres cuando llegó, menos de cuarenta ahora— era una colección de ruinas humanas: veteranos con la mirada opaca, reclutas que no sabían aún si temer más al enemigo o al hambre. Ninguno creía ya en los mensajes que prometían refuerzos desde el sur. En el desfiladero no llegaban ni las mentiras a tiempo.
Girion se movía entre ellos con el aire cansado de quien ha aprendido que el
deber es un animal que devora lento. El blasón de su casa —una garza sobre
campo de azur— colgaba descolorido sobre el portón del fuerte, manchado de humo
y lluvia.
«Hasta la garza parece querer volar de aquí», solía decir el sargento Barne, un
hombretón con un ojo de menos y mal humor de sobra.
—Mientras no lo haga usted, mi señor —añadía siempre, con una sonrisa torcida.
Los hostigadores llegaban cada noche: flechas negras, tambores en la oscuridad, gritos guturales que rebotaban entre las rocas. No eran solo bárbaros de las montañas; entre ellos se veían trasgos —piel ceniza, ojos amarillos— y algo peor: sombras que se movían como humo con forma.
Decían los exploradores que los comandaba un ser que no era del todo hombre. Un brujo, quizá. Un hechicero venido de las ruinas del norte. Lo llamaban El Que Susurra Bajo la Piedra. Nadie lo había visto de cerca, pero bastaba escuchar su voz entre los tambores para que hasta los más bravos apretaran la empuñadura de la espada con sudor frío.
Una noche de luna rota, cuando las antorchas del fuerte parecían titilar de puro miedo, Girion reunió a sus hombres en el patio.
—Nos quedan dos días de flechas y tres de pan —dijo sin alzar mucho la voz—. No vendrán refuerzos. Si alguien quiere marcharse, que lo diga ahora.
Nadie habló. Solo se oyó el viento. Era la clase de silencio que uno aprende en los cementerios y las trincheras.
Girion asintió.
—Bien. Entonces moriremos aquí, pero a nuestro modo.
El plan fue sencillo, casi desesperado. De madrugada, cuando los bárbaros bajaran del collado, abrirían las puertas y saldrían al encuentro. No por gloria ni por bandera, sino para que el fuerte no quedara como trofeo de nadie.
El amanecer llegó rojo y áspero. El desfiladero entero parecía rugir con
tambores y aullidos.
Girion, montado en un caballo que había sobrevivido a base de corteza y
obstinación, avanzó el primero.
La primera carga fue un infierno. Lanzas contra lanzas, hombres y trasgos
mezclados en un barro de sangre. Barne cayó, riendo todavía. Los muros del
fuerte ardieron detrás, envueltos en humo.
Entonces lo vio: entre el caos, una figura envuelta en pieles negras, moviéndose sin tocar el suelo. El Que Susurra Bajo la Piedra. Sus ojos eran pozos sin fondo, y su voz un rumor que parecía venir del mismo corazón de la roca.
Girion, sin pensarlo, espoleó su caballo.
La lanza se quebró al chocar contra aquel ser, pero el noble no se detuvo. Sacó
su espada, una hoja vieja y mellada.
—Por mis muertos —murmuró, y arremetió.
Dicen los pocos que sobrevivieron que el aire se partió en dos, que el cielo se volvió gris como plomo, y que el brujo se deshizo en polvo oscuro al recibir la estocada.
Cuando todo acabó, el fuerte era ceniza y piedra.
Solo hallaron el estandarte de la garza, medio quemado, ondeando entre las
ruinas.
Aún hoy, cuando sopla el viento en el desfiladero, los pastores aseguran escuchar una voz grave, cansada, que dice:
—A nuestro modo.
El eco de la búsqueda
Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda . No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un l...
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