sábado, 1 de noviembre de 2025

La Novia de las Colinas (un cuento de miedo, humor y burocracia mágica)

Había una vez, en el pueblo de Hondonera de Arriba —que estaba, por pura lógica geográfica, justo encima de Hondonera de Abajo— una joven llamada Marina Tizón. Marina era pelirroja, zurda, y tenía la poco práctica costumbre de hacer demasiadas preguntas, lo que la convertía en una molestia para padres, maestros, y ocasionalmente para las gallinas.

Su abuela decía que la colina detrás del molino “tenía tratos”, y no del tipo que uno firma con un bolígrafo. Eran tratos de los que se sellan con música, luna llena y la clase de vino que brilla aunque lo tapes con un trapo. Pero Marina, que había heredado de su madre la testarudez y de su padre el escepticismo, decía que eso eran “supersticiones de pastores con insomnio”.
Marina Tizón no creía en tonterías. Si hubiera nacido en tiempos más civilizados, habría sido científica, o abogada, o peor aún, inspectora de impuestos. Pero nació en Hondonera, donde las únicas certezas eran el barro y las supersticiones. Y eso la aburría mortalmente.


-Arte de Brian Lee- 

Cuando su abuela le advirtió que “las colinas tienen hambre en octubre”, Marina rió y dijo:
—Pues que se hagan un bocadillo.
Su abuela la miró como si ya estuviera eligiendo flores para su tumba.
Las colinas, como todo el mundo sabe (o sabría si se molestara en escuchar a las abuelas), son lugares peligrosamente pacientes. A veces están durmiendo. A veces, esperando. Y a veces, planeando.
La Noche de Difuntos llegó con viento y un silencio raro. No era el silencio normal del campo, sino uno que parecía esperar.
Marina no planeaba subir la colina. Pero los perros ladraban hacia el monte, y las campanas del molino sonaron solas, y en el aire había música. Una música que se movía como el agua.
Así que, naturalmente, subió.
Llevaba una linterna, una barra de pan, y una libreta con la que planeaba “demostrar científicamente que no hay nada ahí arriba salvo humedad y mitología”. La ciencia tiene ese curioso hábito de comportarse como si el miedo fuera un malentendido.
La música la encontró antes de llegar al claro. Era una melodía hecha de cosas que no debían tener sonido: la savia subiendo por las raíces, el roce del musgo sobre la piedra, y algo más... algo que sonaba como la risa de un niño si uno no pensaba demasiado en ello.
Cuando Marina llegó, la tierra se abrió. No con violencia, sino como una puerta que ya te estaba esperando.
Bajó. (Sí, bajó; Marina tenía ese tipo de sentido práctico que solo aparece cuando la razón ya se ha ido a dormir).
Y abajo encontró una fiesta.
Había criaturas con ojos como monedas y sonrisas como cuchillos. El aire olía a miel, a polvo antiguo y a cosas que, si se nombran, vienen cuando las llamas. Y al fondo, sobre un trono de raíces, estaba el Rey de las Colinas.
Era hermoso, sí, pero de un modo que daba ganas de mirar a otro lado. Como un cuadro mal colgado: todo parecía correcto, y sin embargo, algo no encajaba. Su sombra no se movía con él y su sonrisa era demasiado lenta para llegar a los ojos.
—Marina Tizón, hija del hierro y del humo —dijo él—. Las colinas te reclaman. Serás mi reina.
Marina, que no estaba acostumbrada a que la tierra la reclamara, arqueó una ceja.
—¿Y si digo que no?
El rey sonrió. Fue la sonrisa de un depredador que acaba de descubrir el concepto del humor.
—Dirás que sí, más tarde. Todos lo hacen.
Chasqueó los dedos. Una copa apareció en su mano. El líquido brillaba como aurora atrapada en cristal.
—Bebe, y serás mía.
—¿Y si no quiero ser de nadie?
—Serás de las colinas.
El problema con los elfos (si queremos llamarlos así) es que no entienden el concepto de propiedad privada. Todo les pertenece por defecto: el aire, la música, los nombres… y ocasionalmente, las personas.
Marina tomó la copa. La miró. Sonrió con la misma sonrisa que su abuela usaba cuando iba a hacer algo impropio.
Y bebió.
El sabor era dulce, pero detrás había algo viejo. Algo con raíces.
Y en ese momento, Marina entendió: las colinas no querían esposa. Querían preservar la ofrenda. Convertirla en parte del suelo, en carne de piedra. El pueblo prosperaba porque cada siglo alguien se hundía en la tierra para no salir jamás.
Ella, sin embargo, había llevado una libreta. Y un bolígrafo. Y una pizca de sal (por razones científicas, decía).
—Muy bien, majestad —dijo, sacando el papel—. Antes de casarnos, necesito un contrato.
El Rey frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Un acuerdo formal. Nada de promesas poéticas. Firma aquí, con tu nombre.
Los elfos tienen una debilidad: les encantan las reglas. No las entienden, pero las respetan con devoción.
Así que firmó.
El aire cambió. Las luces se apagaron. Las raíces empezaron a retorcerse, y el Rey gritó un nombre que ya no era suyo.
Porque los nombres escritos en papel y sellados con sal pertenecen a quien los guarda. Y por primera vez en muchos siglos, las colinas obedecieron a otra voz.
—Creo que el matrimonio ha terminado —dijo Marina.
El suelo se abrió. Y esta vez, fue el Rey quien cayó.
Marina despertó al amanecer, sobre la hierba húmeda. Tenía la libreta en el regazo y, en el bolsillo, un papel con letras borrosas que parecían moverse si las mirabas demasiado.
El pueblo la dio por loca. Pero la cosecha fue abundante ese año. Y cada tanto, la colina suspiraba… no de hambre, sino de memoria.
Marina siguió con su vida. Abrió un pequeño despacho en la plaza donde ofrecía servicios de consultoría legal para lo sobrenatural. (Su lema era: “Leemos la letra pequeña del infierno para que usted no tenga que hacerlo.”)
Y cuando alguien mencionaba a los elfos, ella sonreía con cansancio y decía:
—Son encantadores. Hasta que intentan casarte.

jueves, 30 de octubre de 2025

En la era de los dados y los dragones: crónica de un arte heroico

Los años ochenta y noventa. Esa frontera dorada entre lo analógico y lo onírico, cuando el arte de la fantasía no era una industria aún, sino una especie de fe secreta. Un pacto entre soñadores. En aquel entonces, los pinceles parecían aún recordar la textura de las leyendas, y las portadas de los manuales de Dungeons & Dragons o de las viejas novelas de bolsillo eran portales más que ilustraciones. Si uno miraba lo suficiente, con la devoción debida, podía oír el viento entre las torres de un castillo inexistente, sentir el cuero curtido de una bota de aventurero, o el peso tembloroso de un hechizo recién aprendido.



-Arte de Jeff Easley-

Había algo profundamente romántico —en el sentido más antiguo y melancólico de la palabra— en aquellos cuadros de Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley… Nombres que, para los iniciados, eran casi conjuros. Cada uno tenía su alquimia particular: Elmore con sus luces suaves y sus héroes que parecían esculpidos por la esperanza; Parkinson con su majestuosidad casi litúrgica, como si pintara himnos más que escenas; Caldwell, con su teatralidad alegre, descaradamente ochentera, llena de cuero, brillo y poder. Y Easley… Easley era el que entendía el humo, la sombra, la historia detrás del acero.

No era “arte de fantasía” como hoy lo entendemos. Era una promesa visual. Las portadas no mostraban solo lo que había dentro del libro o del juego, sino lo que podría ser. Eran la antesala de la imaginación.

Lo que me fascina al mirar esas imágenes hoy no es solo su técnica (que era magnífica), sino su sinceridad. No había ironía, ni distancia cínica, ni un intento de ser “gracioso” o “meta”. Eran mundos donde lo heroico todavía tenía un peso moral. Donde un dragón era un dragón, no una metáfora de la inflación ni un guiño a los fans. Donde la aventura aún podía vivirse con el corazón abierto y la espada desenvainada.

Quizá por eso, aquel arte se siente tan vivo aún. No era perfecto, no era sutil. Pero era honesto. Tenía la textura del sueño compartido: esa fragilidad que solo se encuentra cuando un grupo de amigos se sienta alrededor de una mesa con dados de veinte caras y una pizza fría. Era un tiempo donde la fantasía no se compraba: se creaba, se contaba, se pintaba con devoción.

Hoy, en una era donde la ilustración digital puede lograr cualquier efecto imaginable, extraño un poco esa calidez. Esa sensación de que cada brochazo estaba hecho con amor, con fe en lo invisible. Porque lo que aquellos artistas pintaban —sin saberlo quizás— era el alma misma del juego: la posibilidad infinita de imaginar.

Quizá, en el fondo, eso es lo que sigue latiendo bajo cada dragón de Elmore o cada guerrera de Caldwell: el recordatorio de que la fantasía, antes que un género, fue siempre un gesto de amor. Un acto de resistencia contra lo gris del mundo. Una promesa que decía: sí, esto puede existir, si crees lo suficiente.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 29 de octubre de 2025

El Fuerte de las Rocas Quebradas

Lord Girion llevaba tres inviernos viendo morir hombres en aquel desfiladero.

El Fuerte de las Rocas Quebradas, decían los mapas. Pero en los mapas no se oía el viento. Ni el crujido de la madera podrida. Ni el eco de las flechas clavándose en la empalizada cada amanecer.

La guarnición —setenta hombres cuando llegó, menos de cuarenta ahora— era una colección de ruinas humanas: veteranos con la mirada opaca, reclutas que no sabían aún si temer más al enemigo o al hambre. Ninguno creía ya en los mensajes que prometían refuerzos desde el sur. En el desfiladero no llegaban ni las mentiras a tiempo.

Girion se movía entre ellos con el aire cansado de quien ha aprendido que el deber es un animal que devora lento. El blasón de su casa —una garza sobre campo de azur— colgaba descolorido sobre el portón del fuerte, manchado de humo y lluvia.
«Hasta la garza parece querer volar de aquí», solía decir el sargento Barne, un hombretón con un ojo de menos y mal humor de sobra.

—Mientras no lo haga usted, mi señor —añadía siempre, con una sonrisa torcida.



-Arte de Gary Chalk-

Los hostigadores llegaban cada noche: flechas negras, tambores en la oscuridad, gritos guturales que rebotaban entre las rocas. No eran solo bárbaros de las montañas; entre ellos se veían trasgos —piel ceniza, ojos amarillos— y algo peor: sombras que se movían como humo con forma.

Decían los exploradores que los comandaba un ser que no era del todo hombre. Un brujo, quizá. Un hechicero venido de las ruinas del norte. Lo llamaban El Que Susurra Bajo la Piedra. Nadie lo había visto de cerca, pero bastaba escuchar su voz entre los tambores para que hasta los más bravos apretaran la empuñadura de la espada con sudor frío.

Una noche de luna rota, cuando las antorchas del fuerte parecían titilar de puro miedo, Girion reunió a sus hombres en el patio.

—Nos quedan dos días de flechas y tres de pan —dijo sin alzar mucho la voz—. No vendrán refuerzos. Si alguien quiere marcharse, que lo diga ahora.

Nadie habló. Solo se oyó el viento. Era la clase de silencio que uno aprende en los cementerios y las trincheras.

Girion asintió.

—Bien. Entonces moriremos aquí, pero a nuestro modo.

El plan fue sencillo, casi desesperado. De madrugada, cuando los bárbaros bajaran del collado, abrirían las puertas y saldrían al encuentro. No por gloria ni por bandera, sino para que el fuerte no quedara como trofeo de nadie.

El amanecer llegó rojo y áspero. El desfiladero entero parecía rugir con tambores y aullidos.
Girion, montado en un caballo que había sobrevivido a base de corteza y obstinación, avanzó el primero.
La primera carga fue un infierno. Lanzas contra lanzas, hombres y trasgos mezclados en un barro de sangre. Barne cayó, riendo todavía. Los muros del fuerte ardieron detrás, envueltos en humo.

Entonces lo vio: entre el caos, una figura envuelta en pieles negras, moviéndose sin tocar el suelo. El Que Susurra Bajo la Piedra. Sus ojos eran pozos sin fondo, y su voz un rumor que parecía venir del mismo corazón de la roca.

Girion, sin pensarlo, espoleó su caballo.
La lanza se quebró al chocar contra aquel ser, pero el noble no se detuvo. Sacó su espada, una hoja vieja y mellada.

—Por mis muertos —murmuró, y arremetió.

Dicen los pocos que sobrevivieron que el aire se partió en dos, que el cielo se volvió gris como plomo, y que el brujo se deshizo en polvo oscuro al recibir la estocada.

Cuando todo acabó, el fuerte era ceniza y piedra.
Solo hallaron el estandarte de la garza, medio quemado, ondeando entre las ruinas.

Aún hoy, cuando sopla el viento en el desfiladero, los pastores aseguran escuchar una voz grave, cansada, que dice:

—A nuestro modo.

 



El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda . No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un l...