jueves, 30 de octubre de 2025

En la era de los dados y los dragones: crónica de un arte heroico

Los años ochenta y noventa. Esa frontera dorada entre lo analógico y lo onírico, cuando el arte de la fantasía no era una industria aún, sino una especie de fe secreta. Un pacto entre soñadores. En aquel entonces, los pinceles parecían aún recordar la textura de las leyendas, y las portadas de los manuales de Dungeons & Dragons o de las viejas novelas de bolsillo eran portales más que ilustraciones. Si uno miraba lo suficiente, con la devoción debida, podía oír el viento entre las torres de un castillo inexistente, sentir el cuero curtido de una bota de aventurero, o el peso tembloroso de un hechizo recién aprendido.



-Arte de Jeff Easley-

Había algo profundamente romántico —en el sentido más antiguo y melancólico de la palabra— en aquellos cuadros de Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley… Nombres que, para los iniciados, eran casi conjuros. Cada uno tenía su alquimia particular: Elmore con sus luces suaves y sus héroes que parecían esculpidos por la esperanza; Parkinson con su majestuosidad casi litúrgica, como si pintara himnos más que escenas; Caldwell, con su teatralidad alegre, descaradamente ochentera, llena de cuero, brillo y poder. Y Easley… Easley era el que entendía el humo, la sombra, la historia detrás del acero.

No era “arte de fantasía” como hoy lo entendemos. Era una promesa visual. Las portadas no mostraban solo lo que había dentro del libro o del juego, sino lo que podría ser. Eran la antesala de la imaginación.

Lo que me fascina al mirar esas imágenes hoy no es solo su técnica (que era magnífica), sino su sinceridad. No había ironía, ni distancia cínica, ni un intento de ser “gracioso” o “meta”. Eran mundos donde lo heroico todavía tenía un peso moral. Donde un dragón era un dragón, no una metáfora de la inflación ni un guiño a los fans. Donde la aventura aún podía vivirse con el corazón abierto y la espada desenvainada.

Quizá por eso, aquel arte se siente tan vivo aún. No era perfecto, no era sutil. Pero era honesto. Tenía la textura del sueño compartido: esa fragilidad que solo se encuentra cuando un grupo de amigos se sienta alrededor de una mesa con dados de veinte caras y una pizza fría. Era un tiempo donde la fantasía no se compraba: se creaba, se contaba, se pintaba con devoción.

Hoy, en una era donde la ilustración digital puede lograr cualquier efecto imaginable, extraño un poco esa calidez. Esa sensación de que cada brochazo estaba hecho con amor, con fe en lo invisible. Porque lo que aquellos artistas pintaban —sin saberlo quizás— era el alma misma del juego: la posibilidad infinita de imaginar.

Quizá, en el fondo, eso es lo que sigue latiendo bajo cada dragón de Elmore o cada guerrera de Caldwell: el recordatorio de que la fantasía, antes que un género, fue siempre un gesto de amor. Un acto de resistencia contra lo gris del mundo. Una promesa que decía: sí, esto puede existir, si crees lo suficiente.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda . No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un l...