Había una vez, en el pueblo de Hondonera de Arriba —que estaba, por pura lógica geográfica, justo encima de Hondonera de Abajo— una joven llamada Marina Tizón. Marina era pelirroja, zurda, y tenía la poco práctica costumbre de hacer demasiadas preguntas, lo que la convertía en una molestia para padres, maestros, y ocasionalmente para las gallinas.
Su abuela decía que la colina detrás del molino “tenía tratos”, y no del tipo que uno firma con un bolígrafo. Eran tratos de los que se sellan con música, luna llena y la clase de vino que brilla aunque lo tapes con un trapo. Pero Marina, que había heredado de su madre la testarudez y de su padre el escepticismo, decía que eso eran “supersticiones de pastores con insomnio”.
Marina Tizón no creía en tonterías. Si hubiera nacido en tiempos más civilizados, habría sido científica, o abogada, o peor aún, inspectora de impuestos. Pero nació en Hondonera, donde las únicas certezas eran el barro y las supersticiones. Y eso la aburría mortalmente.
-Arte de Brian Lee-
Cuando su abuela le advirtió que “las colinas tienen hambre en octubre”, Marina rió y dijo:
—Pues que se hagan un bocadillo.
Su abuela la miró como si ya estuviera eligiendo flores para su tumba.
Las colinas, como todo el mundo sabe (o sabría si se molestara en escuchar a las abuelas), son lugares peligrosamente pacientes. A veces están durmiendo. A veces, esperando. Y a veces, planeando.
La Noche de Difuntos llegó con viento y un silencio raro. No era el silencio normal del campo, sino uno que parecía esperar.
Marina no planeaba subir la colina. Pero los perros ladraban hacia el monte, y las campanas del molino sonaron solas, y en el aire había música. Una música que se movía como el agua.
Así que, naturalmente, subió.
Llevaba una linterna, una barra de pan, y una libreta con la que planeaba “demostrar científicamente que no hay nada ahí arriba salvo humedad y mitología”. La ciencia tiene ese curioso hábito de comportarse como si el miedo fuera un malentendido.
La música la encontró antes de llegar al claro. Era una melodía hecha de cosas que no debían tener sonido: la savia subiendo por las raíces, el roce del musgo sobre la piedra, y algo más... algo que sonaba como la risa de un niño si uno no pensaba demasiado en ello.
Cuando Marina llegó, la tierra se abrió. No con violencia, sino como una puerta que ya te estaba esperando.
Bajó. (Sí, bajó; Marina tenía ese tipo de sentido práctico que solo aparece cuando la razón ya se ha ido a dormir).
Y abajo encontró una fiesta.
Había criaturas con ojos como monedas y sonrisas como cuchillos. El aire olía a miel, a polvo antiguo y a cosas que, si se nombran, vienen cuando las llamas. Y al fondo, sobre un trono de raíces, estaba el Rey de las Colinas.
Era hermoso, sí, pero de un modo que daba ganas de mirar a otro lado. Como un cuadro mal colgado: todo parecía correcto, y sin embargo, algo no encajaba. Su sombra no se movía con él y su sonrisa era demasiado lenta para llegar a los ojos.
—Marina Tizón, hija del hierro y del humo —dijo él—. Las colinas te reclaman. Serás mi reina.
Marina, que no estaba acostumbrada a que la tierra la reclamara, arqueó una ceja.
—¿Y si digo que no?
El rey sonrió. Fue la sonrisa de un depredador que acaba de descubrir el concepto del humor.
—Dirás que sí, más tarde. Todos lo hacen.
Chasqueó los dedos. Una copa apareció en su mano. El líquido brillaba como aurora atrapada en cristal.
—Bebe, y serás mía.
—¿Y si no quiero ser de nadie?
—Serás de las colinas.
El problema con los elfos (si queremos llamarlos así) es que no entienden el concepto de propiedad privada. Todo les pertenece por defecto: el aire, la música, los nombres… y ocasionalmente, las personas.
Marina tomó la copa. La miró. Sonrió con la misma sonrisa que su abuela usaba cuando iba a hacer algo impropio.
Y bebió.
El sabor era dulce, pero detrás había algo viejo. Algo con raíces.
Y en ese momento, Marina entendió: las colinas no querían esposa. Querían preservar la ofrenda. Convertirla en parte del suelo, en carne de piedra. El pueblo prosperaba porque cada siglo alguien se hundía en la tierra para no salir jamás.
Ella, sin embargo, había llevado una libreta. Y un bolígrafo. Y una pizca de sal (por razones científicas, decía).
—Muy bien, majestad —dijo, sacando el papel—. Antes de casarnos, necesito un contrato.
El Rey frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Un acuerdo formal. Nada de promesas poéticas. Firma aquí, con tu nombre.
Los elfos tienen una debilidad: les encantan las reglas. No las entienden, pero las respetan con devoción.
Así que firmó.
El aire cambió. Las luces se apagaron. Las raíces empezaron a retorcerse, y el Rey gritó un nombre que ya no era suyo.
Porque los nombres escritos en papel y sellados con sal pertenecen a quien los guarda. Y por primera vez en muchos siglos, las colinas obedecieron a otra voz.
—Creo que el matrimonio ha terminado —dijo Marina.
El suelo se abrió. Y esta vez, fue el Rey quien cayó.
Marina despertó al amanecer, sobre la hierba húmeda. Tenía la libreta en el regazo y, en el bolsillo, un papel con letras borrosas que parecían moverse si las mirabas demasiado.
El pueblo la dio por loca. Pero la cosecha fue abundante ese año. Y cada tanto, la colina suspiraba… no de hambre, sino de memoria.
Marina siguió con su vida. Abrió un pequeño despacho en la plaza donde ofrecía servicios de consultoría legal para lo sobrenatural. (Su lema era: “Leemos la letra pequeña del infierno para que usted no tenga que hacerlo.”)
Y cuando alguien mencionaba a los elfos, ella sonreía con cansancio y decía:
—Son encantadores. Hasta que intentan casarte.

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