miércoles, 29 de octubre de 2025

El Fuerte de las Rocas Quebradas

Lord Girion llevaba tres inviernos viendo morir hombres en aquel desfiladero.

El Fuerte de las Rocas Quebradas, decían los mapas. Pero en los mapas no se oía el viento. Ni el crujido de la madera podrida. Ni el eco de las flechas clavándose en la empalizada cada amanecer.

La guarnición —setenta hombres cuando llegó, menos de cuarenta ahora— era una colección de ruinas humanas: veteranos con la mirada opaca, reclutas que no sabían aún si temer más al enemigo o al hambre. Ninguno creía ya en los mensajes que prometían refuerzos desde el sur. En el desfiladero no llegaban ni las mentiras a tiempo.

Girion se movía entre ellos con el aire cansado de quien ha aprendido que el deber es un animal que devora lento. El blasón de su casa —una garza sobre campo de azur— colgaba descolorido sobre el portón del fuerte, manchado de humo y lluvia.
«Hasta la garza parece querer volar de aquí», solía decir el sargento Barne, un hombretón con un ojo de menos y mal humor de sobra.

—Mientras no lo haga usted, mi señor —añadía siempre, con una sonrisa torcida.



-Arte de Gary Chalk-

Los hostigadores llegaban cada noche: flechas negras, tambores en la oscuridad, gritos guturales que rebotaban entre las rocas. No eran solo bárbaros de las montañas; entre ellos se veían trasgos —piel ceniza, ojos amarillos— y algo peor: sombras que se movían como humo con forma.

Decían los exploradores que los comandaba un ser que no era del todo hombre. Un brujo, quizá. Un hechicero venido de las ruinas del norte. Lo llamaban El Que Susurra Bajo la Piedra. Nadie lo había visto de cerca, pero bastaba escuchar su voz entre los tambores para que hasta los más bravos apretaran la empuñadura de la espada con sudor frío.

Una noche de luna rota, cuando las antorchas del fuerte parecían titilar de puro miedo, Girion reunió a sus hombres en el patio.

—Nos quedan dos días de flechas y tres de pan —dijo sin alzar mucho la voz—. No vendrán refuerzos. Si alguien quiere marcharse, que lo diga ahora.

Nadie habló. Solo se oyó el viento. Era la clase de silencio que uno aprende en los cementerios y las trincheras.

Girion asintió.

—Bien. Entonces moriremos aquí, pero a nuestro modo.

El plan fue sencillo, casi desesperado. De madrugada, cuando los bárbaros bajaran del collado, abrirían las puertas y saldrían al encuentro. No por gloria ni por bandera, sino para que el fuerte no quedara como trofeo de nadie.

El amanecer llegó rojo y áspero. El desfiladero entero parecía rugir con tambores y aullidos.
Girion, montado en un caballo que había sobrevivido a base de corteza y obstinación, avanzó el primero.
La primera carga fue un infierno. Lanzas contra lanzas, hombres y trasgos mezclados en un barro de sangre. Barne cayó, riendo todavía. Los muros del fuerte ardieron detrás, envueltos en humo.

Entonces lo vio: entre el caos, una figura envuelta en pieles negras, moviéndose sin tocar el suelo. El Que Susurra Bajo la Piedra. Sus ojos eran pozos sin fondo, y su voz un rumor que parecía venir del mismo corazón de la roca.

Girion, sin pensarlo, espoleó su caballo.
La lanza se quebró al chocar contra aquel ser, pero el noble no se detuvo. Sacó su espada, una hoja vieja y mellada.

—Por mis muertos —murmuró, y arremetió.

Dicen los pocos que sobrevivieron que el aire se partió en dos, que el cielo se volvió gris como plomo, y que el brujo se deshizo en polvo oscuro al recibir la estocada.

Cuando todo acabó, el fuerte era ceniza y piedra.
Solo hallaron el estandarte de la garza, medio quemado, ondeando entre las ruinas.

Aún hoy, cuando sopla el viento en el desfiladero, los pastores aseguran escuchar una voz grave, cansada, que dice:

—A nuestro modo.

 



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