El sol había caído como una piedra en el horizonte, tragado por la selva de Zarkheba. Una humedad ominosa flotaba en el aire, tan espesa que se podía cortar con cuchillo. La maleza gemía bajo el peso de alimañas invisibles, y entre los árboles, aves negras graznaban con tono de augurio oscuro.
Conan caminaba entre la espesura como si hubiera nacido en ella. La selva era enemiga de los débiles, pero él era del norte, de montañas donde el viento mordía como manada lobos. Nada en ese lugar verde y palpitante podía quebrar su voluntad. Detrás de él, los gritos del guía kushita que había huido horas antes, fueron apagados por algún depredador que no dejaba huellas. Conan no lamentó su pérdida: el hombre hablaba demasiado.
Frente al cimmerio, al fin, apareció el templo.
No era obra de humanos. Alzándose entre raíces milenarias y cubierto de líquenes, parecía más un tumor que una construcción. Sus piedras no habían sido cortadas, sino fundidas, como si una voluntad arcana las hubiera formado por medio de fuegos que ya no arden en este mundo. Había escalones desiguales, puertas demasiado bajas o demasiado altas, y estatuas desfiguradas que miraban hacia el suelo como si no pudieran soportar mirar el cielo.
La entrada era un arco de piedra en forma de boca abierta, flanqueado por pilares tallados con imágenes anfibias: sapos erguidos como hombres, hombres deformados como sapos. La piedra tenía un tono verdoso, aceitoso, como si transpirara.
Conan cruzó el umbral, y el hedor a cieno antiguo lo golpeó en el rostro como una bofetada húmeda. Dentro, la oscuridad reinaba. No una sombra cualquiera, sino una negrura viva, densa, casi líquida. Pero los ojos del bárbaro, acostumbrados a la penumbra de las cuevas y a la luz trémula de las hogueras, pronto distinguieron el interior.
Un salón enorme, de techo invisible. Estatuas de ídolos sin rostro. Vasijas rotas. Un altar ennegrecido. Y al fondo, un trono de piedra… sobre el que reposaba una figura grotesca.
El ídolo.
Un ídolo de jade y sangre. Representaba una criatura abotagada, con la cabeza de un sapo monstruoso, ojos engastados con rubíes y manos prensiles. Tenía colmillos, y algo en su sonrisa congelaba la sangre.
Conan sintió un cosquilleo en la nuca. Algo se movía. No una, ni dos… sino muchas presencias. Detrás de columnas, entre sombras líquidas, croaban. El sonido era enfermizo, como una burla del lenguaje humano.
Entonces salieron.
Criaturas batracias, erguidas sobre dos patas y piel cubierta de limo. Tenían dedos palmeados y lanzas de hueso, ojos blancos como perlas ciegas, y bocas llenas de colmillos.
El cimmerio no vaciló.
—¡Crom, mira esta danza infernal! —rugió, desenvainando su espada como si fuera a partir el mundo en dos.
El acero cantó al entrar en la carne. Una criatura croó con fuerza mientras su vientre se abría como fruta madura. Otra intentó clavarle la lanza, pero Conan se agachó, le cortó el tobillo y, mientras caía, lo decapitó en el aire.
Eran rápidos, pero no lo suficiente. Y no estaban preparados para un enemigo como él: ni demonio, ni espíritu, sino algo peor —un hombre libre con odio en el alma y fuerza en los brazos.
Los hombres-sapo atacaban en oleadas, como si fueran parte de un solo organismo. Lo empujaban hacia el altar, chillando nombres imposibles, invocando a un ser que dormía bajo las aguas de la tierra. Pero Conan no retrocedía.
Uno le arañó el pecho, desgarrando la carne. El cimmerio aulló, pateó a la criatura y la atravesó con la espada hasta clavarla contra una columna. La hoja se atascó, y sin perder tiempo, tomó una de las lanzas de hueso y siguió luchando como un dios furioso.
Otro le saltó a la espalda. Lo derribó y le partió el cráneo contra los escalones del altar.
Cuando al fin el último ser cayó gorgoteando entre espasmos, Conan quedó de pie, herido, cubierto de la sangre negra y fétida de sus enemigos. Su respiración era un trueno. Miró al ídolo.
—Tu manada ha muerto, demonio. ¿Vendrás tú ahora?
No hubo respuesta. Pero el ídolo parecía haber cambiado. Sus ojos brillaban más, y la sonrisa era ahora una mueca de hambre.
Conan avanzó, apoyando una mano ensangrentada en el altar. Arrancó los rubíes de los ojos del ídolo, y en ese instante... el templo tembló.
Una voz surgió, no del aire, sino de su mente. No eran palabras, sino emociones: rencor, venganza, hambre, promesas de abismos y mundos sumergidos. Algo se movía bajo las losas. Un rugido gutural surgió del interior de la tierra.
Conan se volvió, guardó los rubíes en el cinturón, y echó a correr por la selva. Tras él, el templo comenzó a derrumbarse, piedra por piedra, como si un corazón oscuro hubiese dejado de latir.
Cuando por fin la selva lo tragó de nuevo, el bárbaro se detuvo sobre un risco, mirando la humeante ruina a lo lejos. Había ganado.
Pero sabía que algo lo había marcado. Algo antiguo. Algo que quizás, en alguna noche futura, lo buscaría… en sueños.
Y mientras el sol nacía, Conan se echó a reír. No de alegría, sino con esa risa brutal que solo un hombre como él podía esgrimir frente a la maldición de un dios muerto.
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