En los límites del reino de Kalboroth, donde el sol ardía más de lo necesario y las promesas de redención valían tanto como una moneda de cobre oxidada, se alzaba el Templo del Divino Radnarth. Su arquitectura pretendía grandeza, pero su fachada era tan falsa como la sonrisa de un mercader al ofrecer un trato "justo". Columnas de mármol hueco, estatuas de dioses inexistentes, y un altar que, bajo la capa de oro brillante, escondía madera carcomida.
En ese templo servía el hermano Berus, un monje cuya devoción no era nada en comparación con su habilidad para contar historias. Historias que hacían llorar a las viudas, donar oro a los mercaderes, y vaciar las arcas de los aldeanos que buscaban la bendición del inexistente Radnarth. El hermano Berus no era tonto; sabía que Radnarth era un invento de algún poeta borracho, pero también sabía que mientras los feligreses creyeran, él podría vivir cómodamente con una dieta a base de vino caro y pan bien horneado.
Sin embargo, su plácida existencia se vio perturbada una mañana cuando un sonido gutural, como un cerdo siendo estrangulado por un oso, resonó por los pasillos del templo. Los orcos habían llegado. Un grupo de criaturas verdes y corpulentas, cuya idea de diplomacia consistía en golpear primero y preguntar después, entró al templo con mazas y espadas de aspecto amenazador.
Berus, quien había estado organizando las joyas de las donaciones en sacos de tela fina (porque los cofres eran demasiado pesados para llevarlos al hombro), entendió que su momento había llegado. "El Divino Radnarth te bendiga", murmuró, no a los orcos, sino a sí mismo, mientras deslizaba el saco sobre su hombro y escapaba por una puerta trasera.
El paisaje al que huyó era un mosaico de colinas y matorrales espinosos. Berus corría como si el mismísimo Radnarth lo estuviera persiguiendo, aunque en realidad lo único tras él era su mala conciencia, y esta rara vez corría rápido. Cada paso era una sinfonía de metáforas desafortunadas: los espinos se aferraban a su túnica como la cerveza reseca en una mesa de taberna, el sol lo golpeaba como un acreedor impaciente, y su respiración era tan descompuesta como un poema mal rimado.
Tras horas de huida, Berus se encontró en un claro rodeado de encinas retorcidas. Exhausto, dejó caer el saco al suelo y se sentó sobre una piedra, que tenía la decencia de ser menos incómoda que su conciencia. "Bueno", se dijo, "si Radnarth no existe, al menos estas joyas sí". Abrió el saco con una sonrisa ladina, esperando encontrar oro reluciente y gemas que reflejaran los rayos del sol.
Pero lo que encontró fue otra cosa. Entre las joyas y monedas, había reliquias imposibles de identificar y pequeños ídolos que parecían el trabajo de un artesano con más entusiasmo que talento. Había, además, una figurilla particularmente grotesca: una estatua de Radnarth, cuya expresión tallada parecía decir "¿De verdad creíste que saldrías ganando?". Al moverla, un resorte saltó, y una nube de polvo dorado lo cubrió de pies a cabeza. Era polvo de cúrcuma, usado para bendecir, y también para teñir la ropa.
Berus estornudó tan fuerte que no escuchó el sonido de pasos acercándose. Cuando levantó la vista, se encontró rodeado por los orcos, quienes no habían venido solo por el saqueo, sino porque, según ellos, Radnarth era su dios ancestral. "¡Ese saco pertenece al Divino Radnarth!" rugió el líder orco, un ser con cicatrices suficientes como para tener su propia epopeya.
Berus, amarillo como una yema de huevo y con las joyas dispersas a su alrededor, levantó las manos. "Todo esto es... un malentendido. Yo solo intentaba proteger estas donaciones en nombre de Radnarth."
"¿Protegerlas? ¿De quién? ¿De ti mismo?" gruñó otro orco, cuya armadura parecía haber sido confeccionada por un herrero con un gusto cuestionable por los pinchos.
La ironía colgaba en el aire como una nube de tormenta lista para explotar. Finalmente, el líder orco, aparentemente más listo de lo que parecía, se rió con un gruñido. "Lleváoslo al templo. Si Radnarth lo perdona, nosotros también."
Horas después, Berus fue devuelto al templo, donde, bajo la mirada de los orcos que habían regresado tras el saqueo de la aldea, fue nombrado "gran sacerdote". La cúrcuma seguía pegada a su piel, y cada sermón que daba era acompañado de risas mal disimuladas de los orcos.
Radnarth, ese dios falso y burlesco, quizá nunca existió, pero Berus aprendió algo importante: las ironías divinas tienen un gusto amargo... y huelen a cúrcuma.
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