La jungla de Vhar-Kuun no conocía el silencio. Zumbaban los insectos grandes como dagas, croaban los sapófidos carnívoros desde los estanques de savia, y el aire mismo, espeso y verde, parecía latir con un pulso antiguo.
Entre helechos que cortaban la piel como cuchillas, avanzaba Sarya la Gris, bárbara del clan Tharn, hija del cometa caído y de los campos de sangre. Su armadura era una blasfemia contra los herreros y los dioses: placas oxidadas de un autómata de guerra del Viejo Imperio, engranajes encajados con cuero. Las chispas aún brotaban cuando los rayos del sol golpeaban los bordes de su hombrera.
A su espalda, el acero negro de su espada —Vireth, la devoradora de ecos— vibraba con hambre contenida.
Sarya se detuvo.
El aire olía a ozono, a magia derramada. A través de la maraña de lianas, el
velo entre mundos se agitaba: un remolino translúcido, como el ojo abierto de
un dios moribundo.
—Otra grieta... —murmuró, con el tono de quien maldice una vieja deuda.
Desde el otro lado del velo, algo la observaba. Sombras con forma de hombre, o de recuerdo. Los Urr-Keth, devoradores de existencia, habían vuelto a olfatearla.
Sarya escupió sangre seca, ajustó el guante metálico en su mano derecha —un guante que zumbaba, vivo, con circuitos olvidados— y dio un paso adelante. El suelo la tragó en un destello azul.
Cayó en un mundo sin cielo. Rocas flotantes, mares suspendidos, raíces que colgaban del vacío. Una tormenta de luces rotas rugía sobre su cabeza. En el horizonte, una torre construida con huesos de titanes se alzaba como una lanza envenenada.
—El bastión de Zhul-Mathar —susurró. La palabra le quemó la lengua.
Recordaba haberlo destruido tres vidas atrás. O tal vez en otro plano. La memoria era un mapa hecho de ceniza.
Una risa estalló entre las sombras.
Del aire emergió un cuerpo de cables y carne: un mago cibernético, envuelto en
túnicas de luz, con ojos que giraban como lentes.
—Sarya de Tharn... —dijo la voz metálica—. La que viaja entre los planos. La que roba lo que los dioses olvidan.
—Y tú —respondió ella, alzando Vireth—, sigues vivo. Qué lástima.
Chispas y sangre, acero y energía. Sarya giró sobre sí misma, la espada cortó campos de fuerza y desgarró carne de máquina. El mago respondió con relámpagos que desintegraban rocas. El aire se llenó de humo violeta y olor a metal fundido.
Cuando el polvo se asentó, sólo quedaba ella. Herida, respirando como una bestia, con el pecho cubierto de hollín y la mirada clavada en el horizonte.
El velo entre mundos se abría otra vez, como una herida que nunca cerraba.
—No hay descanso —dijo, con media sonrisa—. Ni para los muertos, ni para los que aún sangramos.
Y, ajustando las piezas de su armadura remendada, dio otro paso hacia el vacío.
El plano gimió. La jungla la esperaba.

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