El caballero avanzaba despacio, con el ritmo constante de un hombre que no tiene prisa, pero tampoco quiere detenerse. Su montura, un caballo de pelaje gris moteado, alzaba las patas con la fatiga de los años, igual que su jinete. La armadura del caballero estaba desgastada por incontables batallas. Las piezas metálicas, antaño brillantes, estaban ahora apagadas, con mellas profundas y abolladuras en los bordes, cicatrices de acero que narraban historias de lanzas rotas y espadas que no lograron atravesarla. A pesar de su aspecto, la armadura aún era funcional. Cada junta y correa, aunque remendada, hacía su trabajo.
El caballero mantenía la espalda erguida, pero ya no con la altivez de la juventud, sino con la rigidez de quien ha aprendido a no ceder ante el peso de los años. El yelmo colgaba de la silla, dejando al descubierto un rostro curtido por el sol y el viento, surcado de arrugas, con una barba entrecana que crecía sin mucha atención. Sus ojos, grises como el cielo nublado sobre él, escudriñaban el camino con una mezcla de cansancio y alerta. Sabía que los peligros nunca avisaban, y un hombre no puede permitirse relajarse aunque todo alrededor parezca tranquilo.
El sendero de tierra se extendía serpenteante entre los campos amarillentos por el final del verano. A ambos lados, los árboles empezaban a perder sus hojas, meciéndose suavemente con el viento que traía un frío que no hacía más que aumentar. No se escuchaba más que el ruido sordo de los cascos del caballo y el crujir de las correas de la armadura.
El caballero no pensaba en nada en particular. Quizás en la próxima posada, si la hubiera. Quizás en el próximo trabajo, si surgía. Quizás en lo mucho que dolían las rodillas y los hombros después de un día entero a caballo. Pero no se quejaba. La queja no le haría más fácil el camino ni más blando el suelo. Simplemente seguía adelante, como siempre lo había hecho.
El viento arrastraba el olor de la tierra húmeda y las hojas secas. No había gloria ni grandes gestas en este trayecto, solo el cansancio del que conoce el peso de su vida y lo carga sin decir una palabra.
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