Si la literatura de quiosco tuviera su propio Saloon del Más Allá, uno en el que los escritores de pulp se reunieran a contar historias mientras beben whisky de papel barato, es casi seguro que Marcial Lafuente Estefanía estaría allí, en una mesa de honor, justo entre Louis L’Amour y Zane Grey, observando el panorama con la resignación tranquila del pistolero que ha disparado más palabras de las que otros han soñado.
Hablemos con propiedad: el pulp no es un género, es una actitud. Es la certeza de que la vida es demasiado corta para páginas innecesarias y que lo importante es la acción, la justicia y el tipo con el sombrero que, con un poco de suerte, no será el primero en desenfundar, pero sí el último en quedar en pie. En este sentido, Lafuente Estefanía fue un maestro absoluto. Para España y América Latina, fue el equivalente a lo que Dashiell Hammett fue para el noir o H.P. Lovecraft para el horror cósmico: el creador de un universo narrativo con sus propias reglas, sus propios códigos de honor y, sobre todo, su propia y adictiva cadencia.
Nacido en 1903 y con una formación en ingeniería que parecía augurarle un destino más ligado a los números que a los duelos al amanecer, Lafuente Estefanía sobrevivió a la Guerra Civil Española para encontrar su verdadera vocación: escribir. Y vaya si lo hizo. Se dice que publicó miles de novelas del Oeste, aunque una cifra exacta sería tan difícil de establecer como contar los caballos en una estampida. Lo que es seguro es que sus historias inundaron quioscos y librerías, convirtiéndose en la compañía inseparable de generaciones de lectores que, entre viaje y viaje en tren, entre descanso y descanso en la faena diaria, se sumergían en un mundo donde el bien y el mal se resolvían a punta de revólver y con frases lacónicas dignas de un Spaghetti Western de Sergio Leone.
El problema con el pulp es que, por su propia naturaleza, tiende a ser menospreciado. Se le tacha de literatura menor, de mero entretenimiento. Pero lo cierto es que hay más nobleza en la pluma de un autor que sabe mantener el interés de sus lectores sin artilugios innecesarios que en mil pretenciosas novelas que se ahogan en su propio ombligo. Lafuente Estefanía entendía la clave del pulp: una historia bien contada es una historia bien vivida. Sus héroes no eran meros clichés, eran arquetipos, forjados en la tradición de los grandes mitos. Y aunque sus villanos eran crueles y despiadados, siempre había justicia, aunque esta llegara envuelta en el aroma del plomo caliente.
Podría decirse que la literatura de Lafuente Estefanía es la versión española del western norteamericano, pero eso sería quedarse corto. En realidad, es la cristalización de algo más grande: el afán universal por la aventura, por la lucha contra la injusticia, por la búsqueda de la redención en tierras donde la ley se impone no por decreto, sino por convicción. El suyo era un Oeste imaginado, sí, pero tan real como cualquier otro en la mente de sus lectores.
Hoy, cuando los quioscos han sido desplazados por pantallas y los héroes del pulp parecen relegados a la nostalgia, conviene recordar que la esencia de Lafuente Estefanía sigue viva. Porque mientras haya alguien que necesite una historia rápida, un viaje a un mundo donde la verdad es tan afilada como un cuchillo de monte y la justicia es tan certera como un disparo bien apuntado, el pulp nunca morirá. Y cuando eso ocurra, en algún rincón de ese Saloon del Más Allá, Lafuente Estefanía sonreirá, se ajustará el sombrero y volverá a escribir otro western, porque algunos pistoleros nunca bajan el arma.
Después de todo, alguien tiene que mantener viva la ley en la frontera del olvido.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
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