Sería un grave error asumir que el universo fue diseñado con algún tipo de propósito claro y bien estructurado. De hecho, si el universo tuviera una planificación adecuada, habría formularios que rellenar antes del nacimiento, códigos de barras en las almas y una estricta prohibición de la existencia de cosas como el ornitorrinco. Y sin embargo, aquí estamos.
La clave de la vida, del ingenio y, por supuesto, de la más noble de las aspiraciones humanas (que es, naturalmente, la tarta de chocolate) radica en el caos. No un caos absoluto, sino ese tipo de desorden peculiarmente organizado que permite que las cosas sucedan sin que realmente sepamos por qué. Si el universo fuera perfectamente ordenado y lógico, cada acción produciría exactamente el mismo resultado cada vez, lo que lo haría tan predecible como un burócrata celestial con un archivador infinito.
Para comprender esto, consideremos el Mundo Disco. A diferencia de otros mundos más convencionales y aburridamente esféricos, el Mundo Disco se apoya sobre cuatro elefantes que, a su vez, viajan en el lomo de una gigantesca tortuga estelar. Si uno intenta aplicar un pensamiento ordenado a esto, es probable que su cerebro decida tomarse unas vacaciones sin previo aviso. Y, sin embargo, funciona. Porque el orden absoluto es enemigo de la creatividad. Un universo perfectamente organizado jamás podría haber concebido una estructura como esta, porque estaría demasiado ocupado asegurándose de que todas las estrellas estuvieran alineadas con precisión decimal y que la entropía tuviera sus impuestos al día.
La magia misma, esa cosa que la gente suele descartar por ser "irracional" o "demasiado conveniente para los protagonistas de las historias", es una manifestación de esta necesaria falta de orden. La vida en el Mundo Disco (y, sospecho, en la Tierra también) no sería posible sin un grado significativo de caos. Los magos lo entienden bien, aunque no necesariamente lo respeten, porque cualquier intento de imponer reglas demasiado estrictas a la realidad generalmente termina con una explosión, una invasión interdimensional o, peor aún, una auditoría celestial.
Si el universo siguiera una estructura rigurosamente lógica, la evolución jamás habría tenido la oportunidad de dar saltos extraños y maravillosos, como convertir a los dinosaurios en pollos o hacer que los pulpos existan (porque, francamente, los pulpos desafían toda explicación sensata). La creatividad humana tampoco podría florecer, porque todo arte nace de la incertidumbre, del "¿y si...?", de la posibilidad de que las cosas podrían ser diferentes si se tuercen un poco las reglas de la realidad. La escritura, en particular, prospera en este delicado equilibrio entre el orden y el caos. Sin el caos, todo sería un aburrido manual de instrucciones; sin ningún orden, sería la transcripción de un político tratando de explicar su última promesa de campaña.
En resumen, un universo minimalista y bien ordenado podría ser eficiente, sí, pero también estaría vacío, carente de sorpresas, de evolución y de ornitorrincos. Y, como todo buen escritor (y todo dios travieso) sabe, lo que hace que una historia sea interesante no es su previsibilidad, sino sus momentos de inesperado e ingenioso desastre.
Así que brindemos por el caos, por la improvisación cósmica y, por supuesto, por la magia de la incertidumbre. Porque sin ellos, no estaríamos aquí para discutirlo.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
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