Bajo la luz turbia de las antorchas y las linternas que apenas rompían la negrura, la ciudad de Cairnvaleth se alzaba como un monstruo hecho de piedra y putrefacción. Las calles serpenteaban como las tripas de una bestia moribunda, húmedas y llenas de charcos de barro que olían a sangre, excremento y desesperación. Las gárgolas de piedra que coronaban las casas torcidas observaban con ojos ciegos y desgastados, como si estuvieran acostumbradas al hedor de la muerte y la miseria.
Dantus, un mercenario de rostro ajado y cicatrices que hablaban de demasiadas batallas y demasiados cadáveres, avanzaba con paso decidido por el callejón más oscuro de Cairnvaleth. El viento soplaba desde el puerto, trayendo consigo la peste de los cuerpos apilados en las fosas comunes que se llenaban día a día. Su capa de cuero pesado rozaba el suelo en silencio mientras sus botas de hierro hacían un ruido hueco, cada paso un recordatorio de la violencia que lo seguía como una sombra.
Giró la esquina y vio al hombre que esperaba: Tovar, un traficante de esclavos y venenos, un perro traicionero con el alma más podrida que la ciudad misma. Se encontraba apoyado contra una pared de piedra, con los brazos cruzados y una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
—Llegas tarde, Dantus —dijo Tovar, escupiendo al suelo con desdén—. Creí que un profesional como tú sabría ser puntual.
Dantus lo miró con frialdad. Sabía que Tovar era como una rata de alcantarilla: se escondía en la suciedad, y cuando salía a la superficie, siempre era para morder.
—Me pagan por matar, no por ser puntual —respondió Dantus, su tono como el filo de una espada desenvainada—. ¿Qué quieres, Tovar? No tengo tiempo para tus juegos.
Tovar se rió, una risa gutural que resonó en las paredes estrechas del callejón.
—Lo que quiero es simple. Un trabajo grande, muy por encima de tus habituales trabajos de carnicero. Necesito que mates a alguien que tiene más poder que tú... y mucha más protección.
—Nombres, Tovar. No estoy para adivinanzas.
El traficante se inclinó hacia adelante, su rostro deformado por la escasa luz, y susurró:
—Lady Ildara. la voz en la sombra, la que mueve los hilos de Cairnvaleth.
Dantus sintió una punzada en el estómago, no de miedo, sino de molestia. Todos en Cairnvaleth conocían a Lady Ildara. Era la mujer que controlaba a los paladines del inframundo en aquella ciudad maldita, la matriarca de la corrupción. Nadie vivía lo suficiente como para hablar mal de ella.
—Estás loco —escupió Dantus—. Esa perra tiene más hombres que el rey. Si quisiera morir, me tiraría de una torre.
Tovar sonrió con una crueldad en los labios.
—Quizá no tengas elección. Ya estás marcado, Dantus. Ildara sabe de ti, y te quiere fuera. O actúas ahora, o ella te encontrará primero. Y créeme... lo que te hará no se comparará con lo que le has hecho a tus víctimas.
El silencio que siguió fue espeso, lleno de amenaza. Dantus sabía que Tovar no mentía. Había escuchado rumores de las torturas que Ildara infligía a aquellos que le fallaban. Leyendas de los gritos que resonaban en los sótanos de su palacio.
—Dame la mitad del pago ahora —dijo Dantus, finalmente—. Y un nombre. Quiero saber quién me vendió.
Tovar sonrió, satisfecho. Sacó una bolsa de cuero del interior de su abrigo y la arrojó a los pies de Dantus. Esta hizo un sonido metálico al caer al suelo.
—No estás en posición de exigir mucho. Pero te diré algo: quien te vendió... trabaja muy cerca de ti. Podrías hasta decir que confías en él.
Los ojos de Dantus se estrecharon. Tovar le estaba jugando una trampa, como siempre, pero el mercenario sabía que lo más seguro en Cairnvaleth era desconfiar de todos.
—Será mejor que no me traiciones —advirtió Dantus, metiendo la bolsa en su cinturón—. O te cortaré la lengua antes de que puedas soltar una palabra más.
Dantus se marchó, dejando a Tovar en la oscuridad. Sentía una tensión creciendo en el ambiente, como si el aire mismo supiera que la sangre estaba por correr.
Horas después, Dantus se deslizó dentro del palacio de la matriarca de la corrupción, la residencia de Lady Ildara. Las sombras en las paredes parecían tener vida propia, como serpientes esperando su oportunidad para atacar. El mercenario había escalado las murallas usando ganchos y cuerdas, esquivando guardias con la destreza de alguien que había hecho esto mil veces antes. Pero esta vez era diferente. Esta vez sabía que lo esperaban.
Entró en la sala principal, un vasto salón iluminado por candelabros de oro negro, donde Lady Ildara lo aguardaba sentada en un trono de huesos y seda oscura. Era una mujer alta, de cabello largo y blanco como la nieve, con ojos como pozos de obsidiana.
—Has venido a matarme —dijo ella sin emoción alguna, como si estuviera comentando el clima.
—Me pagaron para eso —respondió Dantus, desenvainando su espada.
Lady Ildara levantó una ceja, como si el gesto le pareciera entretenido.
—¿Crees que puedes hacerlo? Todos los que lo han intentado han muerto de formas que ni siquiera tu imaginación podría concebir.
—No estés tan segura —replicó Dantus, avanzando.
Pero antes de que pudiera dar otro paso, las sombras alrededor de la habitación cobraron vida. Se alargaron y retorcieron, formando figuras grotescas, guerreros etéreos con espadas hechas de oscuridad pura. Dantus gruñó, preparándose para lo inevitable. Las criaturas lo atacaron, pero él no era un novato. Con rápidos movimientos, esquivó el primero y decapitó al segundo con un tajo limpio. Su espada destellaba mientras cortaba carne y oscuridad, pero por cada uno que caía, otros dos surgían.
Una figura más grande emergió, una sombra humanoide de casi tres metros, con ojos brillantes como brasas. Atacó con una furia descomunal, su espada atravesando el aire con un silbido mortal. Dantus apenas logró detener el golpe, y la fuerza lo hizo retroceder. Sus botas arañaban el suelo de mármol. El siguiente ataque fue aún más feroz, pero esta vez, Dantus vio una apertura: un giro rápido, una estocada directa al centro del pecho de la sombra, y esta se desvaneció en un suspiro de humo.
Lady Ildara observaba con una calma glacial.
—Impresionante. Pero te equivocas si piensas que ganarás —murmuró, levantándose del trono.
De pronto, Dantus sintió una presión aplastante en su mente. La magia oscura de Lady Ildara intentaba destrozar su voluntad, quebrar su mente. Pero él había sido forjado en la violencia, y su determinación era tan dura como el acero de su espada.
Con un rugido de pura ira, avanzó hacia ella, con la espada alzada. Sus ojos se encontraron, y por un segundo, Lady Ildara pareció titubear. Un instante fue suficiente. La hoja de Dantus atravesó el aire, y luego la garganta de la dama de las sombras.
El sonido de su cuerpo cayendo fue lo único que se escuchó en la sala.
Dantus respiraba con dificultad. La sangre de Lady Ildara empapaba su espada. Sabía que no había acabado. Afuera, Cairnvaleth lo esperaba... con nuevas traiciones y enemigos.
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