jueves, 2 de octubre de 2025

Herramientas viejas para contar historias nuevas

He estado pensando —como suelo hacer cuando debería estar haciendo algo más útil— en la manera en que contamos historias.

Y lo curioso es que, por más modernos que nos creamos, casi siempre volvemos a las mismas herramientas: el héroe que se lanza a una aventura, el dragón en la cueva, la caída del aprendiz, la búsqueda imposible.

Algunos me dirán que eso es pereza. Que estamos repitiendo los mismos cuentos de siempre. Que ya basta de espadas, ya basta de profecías. Y tienen razón… en parte.




Arte de N.C. Wyeth

Pero aquí está el secreto: las viejas herramientas no son un lastre. Son un lenguaje.

Piensa en un martillo. Lleva existiendo miles de años. No hemos dejado de usarlo porque alguien en el siglo XV dijera: “Ya está bien de golpear cosas con palos de metal. Inventa algo nuevo.” No. Seguimos usando martillos porque hacen el trabajo.

Con las historias pasa igual. Los mitos, las estructuras clásicas, los símbolos… Son martillos narrativos. La diferencia está en qué construyes con ellos.

El héroe puede seguir siendo el héroe… pero, ¿qué pasa si no quiere la aventura? ¿Qué pasa si fracasa? ¿O si descubrimos que la aventura nunca fue lo que parecía?

Ese giro, esa reinterpretación, es lo que mantiene vivas las historias. Porque la verdad es que no buscamos originalidad absoluta —eso es un espejismo— sino resonancia. Queremos sentir que la historia nos pertenece y, al mismo tiempo, que toca algo mucho más viejo que nosotros.

Por eso los dragones siguen ahí. Y los viajes. Y los nombres secretos.

No porque los escritores de fantasía seamos vagos (aunque lo somos). Sino porque esas herramientas son parte de cómo pensamos el mundo.

La innovación no está en inventar un martillo nuevo. Está en construir con él una casa que nunca habías visto, o mejor aún: una casa que creías imposible hasta que alguien se atrevió a poner el primer clavo.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

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