viernes, 26 de septiembre de 2025

El caballero y los enanos

Sir Garreth de Mornhall había cabalgado durante días sin rumbo, siguiendo caminos que se bifurcaban como víboras en la maleza. Su caballo, Ceniza, estaba tan agotado como él. La armadura que vestía, antaño bruñida, colgaba ahora sucia, abollada y llena de polvo.

No había séquito, ni estandarte, ni propósito. Había partido con la idea de llegar a la capital, Travenne, en busca de una nueva causa a la cual prestar espada. Pero los caminos del reino de Ravess eran caprichosos, y él, cansado y medio hambriento, había dejado que la senda lo llevara donde quisiera.

Cuando el sol empezó a hundirse tras los encinares, escuchó un crujido. Luego, una piedra voló y golpeó el casco de su caballo. Ceniza relinchó y Garreth apenas pudo sujetarlo.

—¡Manos arriba, caballero! —gritó una voz áspera, demasiado grave para un niño, demasiado chillona para un hombre adulto.

De entre los matorrales surgieron figuras bajas, fornidas, con arcos improvisados y cuchillos oxidados. Enanos. No los orgullosos mineros de las viejas montañas, no; estos tenían ropas raídas, barbas desgreñadas y ojos encendidos por el hambre.

—Vaya, vaya —dijo el más cercano, con una sonrisa mellada—. Un pez gordo perdido en nuestro arroyo.

Garreth suspiró, alzó ambas manos, y dejó caer la espada al suelo.

—No llevo oro —dijo—. Apenas pan duro y vino agrio.

—Eso ya lo veremos —replicó otro, hurgando en sus alforjas—. Bah, ni siquiera eso. Este caballero es más pobre que nosotros.

La banda rió, mostrando dientes ennegrecidos.

Garreth los observó un momento, y después habló:

—Si pensáis matarme, hacedlo pronto. Si pensáis dejarme, dejadme con mi caballo. Pero escuchad: hay más provecho en mi brazo que en mis bolsas.

Los enanos se miraron entre sí.

—¿Y qué provecho puede darnos un caballero herrumbroso? —bufó el líder, que se hacía llamar Rukn el Tuerto.

Garreth sonrió, cansado.

—Conmigo, podréis asaltar más que aldeanos famélicos. Yo conozco los caminos a Travenne. Los mercaderes viajan en caravanas, cargados de seda, grano y especias. Conmigo podréis cazar presas mayores.

El silencio se hizo. Los enanos, hambrientos y desesperados, comprendieron que tal vez el hombre decía la verdad.

Rukn escupió al suelo y luego tendió la mano.

—Sea pues, caballero. Pero que quede claro: aquí mandamos nosotros.

Garreth tomó la mano callosa y asintió.

 



-Arte de Jim Holloway-

La extraña compañía se formó aquella noche. Aparte de Rukn el Tuerto, estaban Bregan Mano Negra, tan diestro con el hacha como con la trampa; Thimra de los Dientes Rotos, que reía mientras peleaba; y los gemelos Orrik y Dorrik, que hablaban poco y golpeaban mucho.

Eran salvajes, desconfiados, pero tenían hambre y sed de botín. Y Garreth, aunque un caballero caído, aún conservaba la astucia de la guerra.

—Si queréis sobrevivir —les dijo—, no basta con robar. Hay que elegir bien a quién, cuándo y cómo.

Y así, poco a poco, se convirtieron en algo más que una pandilla.

 

El primer asalto fue torpe pero sangriento. Una carreta de campesinos, cargada de harina. Garreth había planeado el ataque: bloquear el camino con un tronco, esperar ocultos y caer rápido. Funcionó.

El viejo campesino que conducía murió de un tajo en la garganta; su mujer gritó hasta que Thimra la calló de un golpe. Los niños huyeron al bosque.

Garreth no alzó la espada. Solo miró, con el rostro endurecido.

Cuando la harina llenó sus sacos, los enanos lo celebraron como si fuera oro.

—Pronto vendrán mejores presas —les prometió él.

Y cumplieron.

 

Semanas después, la caravana de Maeron Vey, un mercader gordo de la capital, cayó en sus manos. Allí hubo sangre, oro y fuego. Garreth luchó a su lado, cortando gargantas y desarmando guardias. Por primera vez en meses, sintió que la espada pesaba menos.

Los enanos empezaron a respetarlo.

—Brindemos por el Caballero de los Enanos —rió Thimra, con los labios manchados de vino robado—. Brindemos por Garreth, señor de los caminos.

El título prendió entre ellos, mitad burla, mitad verdad.

 

Pero todo reino de bandidos acaba manchado de traición.

Un día, tras un golpe particularmente sangriento contra la escolta de un noble menor, Garreth halló entre el botín un estandarte: el halcón azul de la casa Delorim.

Garreth palideció. Había jurado lealtad a esa casa en su juventud. Había luchado por ellos en los campos de Brathmoor.

Esa noche, mientras los enanos festejaban alrededor del fuego, él permaneció en silencio, mirando el estandarte chamuscado.

Rukn se le acercó.

—No me digas que tienes escrúpulos, caballero.

—Tengo recuerdos —respondió Garreth.

—Los recuerdos no llenan el estómago.

Garreth lo miró a los ojos.

—Tampoco la traición.

El silencio entre ambos fue más frío que la noche.

 

Pasaron más golpes, más muertes, más oro. Y con cada uno, Garreth se hundía más. La camaradería de los enanos era brutal, pero sincera: compartían vino, carne y sangre como hermanos.

Al final, Garreth comprendió una verdad amarga: nunca había sentido tal pertenencia en ningún castillo ni corte. Era entre ladrones y asesinos donde, por primera vez, alguien lo llamaba “hermano” sin desprecio.

 

Un invierno después, la noticia corrió por los caminos: la capital ofrecía una recompensa enorme por la cabeza del Caballero de los Enanos y su banda.

—Han puesto precio a nuestro nombre —rió Thimra, con los dientes roídos—. Ahora somos leyenda.

Pero Garreth sabía que las leyendas terminaban con sogas alrededor del cuello o cuchillos en la oscuridad.

Miró a sus compañeros, esos enanos desarrapados que lo habían emboscado un día cualquiera, y se preguntó qué era peor: morir con ellos en los caminos, o sobrevivir solo en un mundo que nunca lo había querido.

 

Un mes después, en el cruce de Ketherholt, los hombres del rey los alcanzaron.

La batalla fue breve, feroz, desesperada. Garreth luchó como en sus mejores días, hiriendo, sangrando, matando. Uno a uno, los enanos fueron cayendo: Orrik y Dorrik espalda con espalda, Bregan atravesado por lanzas, Thimra riendo hasta su último aliento.

Rukn el Tuerto murió a su lado, con una carcajada ronca.

Garreth quedó rodeado, espada en mano, la armadura rota y la boca llena de sangre. No se rindió.

Los hombres del rey decían después que el Caballero de los Enanos cayó como un demonio.

Pero en las tabernas, mucho tiempo después, se cantaba otra cosa: que Garreth de Mornhall no había muerto, que aún cabalgaba entre las sombras junto a cinco enanos fantasmales, asaltando las caravanas que se dirigían a Travenne.

Y que si alguien escuchaba una risa rota en los caminos oscuros, más valía rezar y soltar las riendas.


 

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