Hay quienes creen que un wargame es solo eso: un juego de guerra. Figuras de plástico alineadas, dados que ruedan, reglas que se consultan con aire solemne. Y sí, es eso. Pero también es algo más, si uno se detiene lo suficiente.
Un wargame es, en el fondo, un acto de contar historias.
No muy distinto de escribir un libro, aunque las armas sean pinceles diminutos
y dados de veinte caras.
Cuando pintas a un caballero con la lanza en alto, no pintas solo metal y tela. Pintas la herida en su costado, el orgullo de su linaje, el miedo que tal vez le haga tiemblar bajo la armadura. Cuando colocas a un dragón en el campo de batalla, no colocas un trozo de metal: colocas el rumor de mil leyendas, el eco de canciones que nunca se escribieron.
Y cuando los ejércitos se enfrentan sobre la mesa, no es la estrategia lo que de verdad importa. Es la tensión en el aire antes de lanzar los dados. Es el silencio de dos jugadores que se inclinan sobre el tablero como si estuvieran leyendo el mismo poema.
Los wargames de fantasía nos dan algo que pocas cosas ofrecen hoy: un lugar
donde imaginar juntos.
Podemos inventar ejércitos imposibles, ciudades fortificadas, héroes
condenados… y, durante unas horas, todos aceptamos ese pacto tácito: que esas
figuras diminutas son reales.
No importa que la mesa sea de madera gastada ni que el tapete sea un simple trozo de tela verde. En cuanto despliegas tu ejército, el mundo se abre.
Aquí está la colina donde resistirán tus lanceros. Aquí el río donde naufragará tu esperanza. Aquí, en la tirada improbable de un dado, el giro que ningún guionista hubiera osado escribir.
Lo hermoso de los wargames no es ganar. (Aunque a veces
ganar se sienta como beber vino fuerte).
Lo hermoso es la historia que queda después. La anécdota que contarás años más
tarde: “¿Recuerdas aquella batalla en que mi mago, con un solo hechizo,
detuvo a toda tu caballería?”. Esas historias compartidas son las
verdaderas cicatrices de la mesa, y brillan más que cualquier miniatura pintada
con esmero.
La próxima vez que despliegues tus ejércitos, recuerda: no estás alineando
figuras. Estás abriendo un libro que no existe todavía.
Un libro donde tú y tu oponente sois autores, lectores y personajes a la vez.
Y en ese libro, como en toda buena historia de fantasía, lo que de verdad
importa no es quién gana la guerra.
Lo que importa es que, por unas horas, creímos en ella.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
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