El cielo ardía con el rojo de un sol poniente, y sobre las colinas grises el humo serpenteaba como dedos de un dios moribundo. El anciano rey caminó hacia la entrada maldita, espada en mano, con la calma de quien ha caminado ya muchas veces al filo de la muerte. Beowulf, hijo de Ecgtheow, Señor de los Geats, se adentró en la oscuridad con la resolución de un hombre que ha vivido como guerrero y no teme morir como tal.
El túmulo del dragón era una cicatriz en la tierra: un montículo partido por una grieta ardiente, de donde emergía el aliento sulfúrico del infierno mismo. En las entrañas de esa grieta dormía el Wyrm: más antiguo que los hombres, más rico que un imperio saqueado. Había despertado por la codicia de un ladrón, y el fuego de su furia arrasaba aldeas, convertía las torres en antorchas y los ríos en vapor.
—Es aquí —gruñó Beowulf, y su voz era como un cuerno roto en la niebla—. Aquí ha de medirse el último aliento de mi linaje.
Y entonces el suelo tembló.
Del abismo surgió el dragón, vasto como una tormenta. Su cuerpo
era un vendaval de escamas bruñidas, su cola se agitaba como un látigo que podía partir árboles, y sus ojos, dos carbones infernales, destellaban con inteligencia y odio. Las alas se desplegaron con el rugido de mil estandartes al viento. Y luego, el fuego.
Beowulf no esquivó. No era su modo. Se alzó contra la ola ígnea como una roca contra la marea. El escudo se encendió en sus manos, ardiendo como una hoja seca, pero él cargó. Naegling cantó su canción de guerra al chocar contra las escamas del monstruo, una y otra vez, como el tambor de una tempestad. Cada golpe era un eco de los dioses antiguos, cada choque un clamor del destino.
El dragón rugía, la tierra se abría, el cielo lloraba cenizas.
Wiglaf gritó, quiso unirse, pero fue derribado por una embestida de viento ardiente. Sólo Beowulf quedó, quemado, sangrando, jadeante. Naegling, rota. Las costillas crujían bajo su propia respiración. Pero no se arrodillaba. No sabía hacerlo.
Entonces, cuando la bestia se alzó para dar el golpe final, Beowulf, con el brazo que aún respondía, sacó el cuchillo corto que llevaba al cinto. Un arma sin nobleza, sin nombre. Y la hundió en el vientre del Wyrm, bajo una escama rota.
Un chillido antinatural desgarró los cielos. El dragón se estremeció como si la misma montaña estuviera muriendo. Cayó sobre Beowulf, su aliento final era un torrente de humo y azufre. El viejo rey gritó, no de miedo, sino de rabia, de una furia que no cabía en un solo hombre.
Cuando Wiglaf se arrastró hasta él, encontró a su señor sepultado bajo la sombra del dragón, pero vivo aún. Sus labios sangraban, pero sonreían.
Beowulf, estaba cubierto de cenizas y sangre. Sus ojos miraban el horizonte, donde el mar entonaba canciones antiguas. Con voz quebrada, susurró:
—He matado al Wyrm —murmuró, mientras la vida lo abandonaba como el sol en un invierno eterno—. Que canten sobre esto. Que lo recuerden. Fui rey. Fui guerrero. Y hoy... soy leyenda.
Y así, Beowulf, último de su estirpe, yacía sobre las piedras calientes, coronado por la sangre y el fuego, con los ojos abiertos hacia un cielo que ya no vería. No con lágrimas, sino con orgullo.
Como mueren los reyes.
Como nacen las leyendas.
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