El olor a hueso seco y podredumbre flotaba en el aire como un manto invisible. Liria no lo notaba. Había aprendido a no respirar cuando el hedor de la muerte era tan denso que podía quedar atrapado en los recuerdos. En su mano, el bastón vibraba con una luz blanca, pálida como la luna, pura como la ira de una mujer traicionada.
Los esqueletos crujían con cada paso. No gemían, no gritaban, pero sus espadas oxidadas hablaban por ellos. Liria los conocía bien: guerreros caídos, marionetas de un nigromante cobarde que jugaba a ser dios desde la seguridad de sus criptas.
—¿Otra vez los muertos, Valtax? —susurró, más para sí que para ellos—. ¿Nunca aprendes?
El primero se abalanzó. Un corte rápido, de arriba abajo. Fácil. Como cortar ramas secas en otoño. Pero no había espacio para el descuido. No cuando los muertos no sienten miedo, ni dolor, ni cansancio. Otro llegó por su flanco derecho, y con un gesto seco de la mano izquierda, una descarga de luz lo redujo a ceniza. El cráneo rodó por el suelo como una burla muda.
No estaba luchando para sobrevivir. Eso lo había hecho en otras guerras, en otros siglos. Esta vez peleaba por algo más viejo y más ardiente: la redención. La de su gente. La suya propia.
—¡Valtax! —gritó al cielo encapotado, al círculo de runas flotantes que marcaban la cúpula de poder desde donde el mago miraba—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Mira en qué los has convertido!
Solo obtuvo silencio. Él no bajaría. Nunca lo hacían.
Una docena más. Quizá veinte. No importaba. Las runas en su muñeca brillaron con un fulgor dorado mientras murmuraba palabras que harían sangrar a un sacerdote. Y entonces el suelo tembló. La luz brotó de su bastón como un torrente divino. Los esqueletos se detuvieron. Uno a uno, se deshicieron en polvo, como si el tiempo los hubiera alcanzado de pronto.
Liria cayó de rodillas. No por agotamiento. Por rabia. Por lo que había hecho. Por lo que aún haría.
—Uno por uno, Valtax —dijo con voz ronca, mirando la cúpula—. Uno por uno los devolveré a la tierra.
Y se levantó, con la furia aún latiendo en sus venas, envuelta en la luz de la magia antigua, la que no se canta, la que no se enseña, la que solo conocen los que han perdido demasiado.
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