Zona de conflicto: LV-871, sector delta. Fecha estimada: perdida entre registros distorsionados por la radiación. Unidad: Escuadra Charlie, 4° de Infantería Colonial. Estado: comprometido.
El bunker apestaba a sudor rancio, aceite de armas y sangre coagulada. Y aún así, era lo más cercano al paraíso que les quedaba. Fuera, entre las trincheras fangosas y el alambre de púas oxidado, esperaban los hijos de la oscuridad. Los Xenomorfos. Demonios negros nacidos de una pesadilla biomecánica.
El sargento Briggs se pasó el brazo por la frente, dejando una mancha de tierra y mugre en lugar de alivio. Su brazo temblaba. No de miedo. De rabia contenida.
—Carguen esas putas torretas —escupió, mientras le daba una patada al generador auxiliar para que dejara de parpadear como un maldito árbol de Navidad.
—¿Y si no vienen esta noche, sargento? —preguntó Becker, el más joven del pelotón, el único que aún tenía voz para hacer preguntas estúpidas.
Briggs lo miró. No respondió. Sólo señaló las paredes del bunker. Garras. Cortes. Ácido derretido en el blindaje como si fuera mantequilla. “Si no vienen esta noche”, pensó, “es porque están esperando que bajemos la guardia. No lo haré. No otra vez.”
Los otros cinco marines no hablaban. Revisaban los cargadores. Revisaban los sensores. Construían barricadas improvisadas con los cuerpos de sus compañeros caídos. Cada uno de ellos con su propia herida, su propio infierno en la mirada. Perkins había perdido un brazo y seguía allí, con el muñón envuelto en vendas sucias, cargando munición con los dientes. Chao fumaba algo que ni Dios podría identificar. Algo que traía de su planeta natal y que olía como si estuviera hecho de goma quemada y muerte.
Cuando el primer chillido rompió el silencio, el sonido pareció salir de todas partes a la vez. Como si el mismo aire estuviera pariendo monstruos. Perkins se santiguó con el muñón, mientras Chao murmuraba en cantonés lo que parecía una oración o una maldición.
Briggs no esperó. Dio la orden.
—Encended las luces. ¡Ahora!
Los focos exteriores, montados sobre estacas con cinta adhesiva, vomitaron un halo amarillento y tembloroso sobre la tierra encharcada. Y allí estaban. Cientos. Tal vez miles. Las sombras negras avanzando entre la niebla ácida. Corriendo como animales, como dioses caídos. Sin armas. No las necesitaban.
Las torretas automáticas rugieron. Las armas de los marines chisporrotearon como fuegos de artificio de un funeral maldito. La tierra se llenó de casquillos, ácido y gritos. Un xenomorfo cayó en la zanja, estallando en un chorro de fluido verde que derritió la pierna de Vargas. Gritó, pero siguió disparando hasta que su cuerpo quedó sin balas ni carne que lo sostuviera.
Briggs vio cómo uno de ellos —un bastardo con doble mandíbula y garras como guadañas— trepaba por la pared lateral. Le metió una ráfaga entera en la cabeza. No bastó. Siempre parecían necesitar más balas de las que uno tenía.
Dentro del bunker, la sangre corría por los pasillos. Chao fue arrastrado por el conducto de ventilación. Becker murió protegiendo la retaguardia, con las tripas colgando pero los dedos aún apretando el gatillo. Perkins rió como un loco, su último cigarro colgaba de los labios, antes de hacer explotar una carga C-12 y llevarse a una docena de criaturas con él.
Al final, sólo quedó Briggs.
Sólo. Sentado contra una pared que ya no era pared sino un colador humeante. Con la pierna destrozada, sin más balas, sin más nombres que recordar. Sólo el sonido de su respiración. Sólo los chillidos que llegaban de todas partes, esperando el momento justo para acabar con lo poco que quedaba.
Y entonces, en medio del silencio, encendió su grabadora de campaña.
—Informe final de la escuadra Charlie. Posición comprometida. No hay supervivientes. Los xenomorfos no son una amenaza. Son el fin. No envíen refuerzos. No los maten. Quemen el planeta.
Sonrió. Una sonrisa con dientes rotos y alma en carne viva.
Luego, cuando escuchó el sonido de las garras arañando el metal, dejó de grabar.
Y esperó.
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