El sol agonizaba sobre las colinas polvorientas cuando Ignos avistó la caravana. Su caballo, un jaco pardo de mala estampa, resopló al percibir el hedor a sudor y miedo que flotaba en el aire.
A la cabeza del grupo avanzaban los soldados del duque Montreuil d’Alvenne,
hombres de armaduras con la librea ajada, lanzas enhiestas y ojos adustos.
Detrás de ellos, con grilletes en muñecas y cuellos, marchaban los feylan, una
docena al menos. Pieles de un verde desteñido, ropajes andrajosos y miradas
hundidas en la desesperación. Sus pupilas doradas, tan llenas antaño de fulgor,
apenas brillaban bajo la bruma de la fatiga.
Ignos se detuvo al borde del sendero, observándolos en silencio. Uno de los
soldados le echó una mirada hosca, pero no dijo nada. A simple vista, el
mercenario no era más que un veterano harapiento de alguna guerra olvidada, con
su cota de malla remendada, su jubón oscuro salpicado de quemaduras, y su capa
curtida por años de lluvia y sangre. Su ojo sano escudriñaba la procesión con
calma, mientras el otro, un cuenco vacío en la carne cicatrizada de su rostro,
miraba a la nada.
Podría matarlos, pensó. Podría desenvainar la espada y cortarles la garganta
antes de que supieran qué los golpeó. Con suerte, en la confusión, los feylan
podrían huir.
Pero no.
Era un hombre solo contra una partida de soldados bien armados. Con una sola orden, los lanceros harían rodar su cabeza por el polvo del camino. No se combate la injusticia con heroísmo vacío, sino con fuerza. E Ignos no tenía la suficiente.
El más joven de los prisioneros, un muchacho apenas entrado en la
adolescencia, tropezó y cayó de rodillas. Uno de los soldados lo golpeó con la
lanza. No con la punta, al menos, pero lo suficiente para hacer que gimiera de
dolor y se arrastrara para ponerse en pie. Sus ojos de oro se cruzaron con los
de Ignos, y en ellos no hubo súplica, ni odio, solo la resignación de quien ha
aprendido que el mundo no concede misericordia a los débiles.
El mercenario se removió en la silla. Apretó los dientes y sintió la furia
reptar por sus entrañas. Pero no se movió.
Montreuil d’Alvenne los vendería en los mercados del Ducado de Logren, en
los muelles de Valaignes, donde los capitanes de las galeras pagaban bien por
carne exótica para sus remos. No era el primer grupo que Ignos veía. No sería
el último. A nadie le importaba el destino de los feylan. No tenían reinos, ni
ejércitos, ni dioses que velaran por ellos. Solo el polvo del camino y la
indiferencia de los hombres.
La columna se alejó con el traqueteo de las cadenas y el rumor apagado de pasos cansados. Ignos escupió al suelo y giró la montura. La vergüenza se hundió en su pecho como una daga roma. La voz de su conciencia le susurraba cobarde, pero ya no escuchaba. Había aprendido hace mucho que un hombre solo no podía salvar el mundo.
El viento ululó entre los árboles. Siguió adelante rumbo a Tantrebork, como si nada hubiese
ocurrido.
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