lunes, 16 de junio de 2025
La Última Batalla del Rey de los Geats
lunes, 9 de junio de 2025
Event Horizon
Por alguien que ha visto cosas que no creerías. Y que probablemente debería haber mirado menos películas de ciencia ficción a medianoche. O más. No estoy seguro.
Pocas películas han conseguido reunir en una sola nave espacial la claustrofobia de una consulta dental sin anestesia, el entusiasmo arquitectónico de un gótico con complejo de Frankenstein, y el pequeño detalle de que el universo puede, efectivamente, odiarte con una pasión casi literaria.
Imaginad, si podéis —aunque si no podéis, mejor—, una nave que viaja más rápido que la luz no doblando el espacio, como hacen los buenos muchachos en Star Trek, sino perforándolo como quien atraviesa una cortina de ducha con una barra de hierro oxidada. Una nave que va más allá, y luego regresa. Y como buen turista dimensional, no regresa sola.
Sí, claro, hay agujeros negros. Hay científicos con miradas intensas y cabello cuidadosamente despeinado, lo que en el cine siempre es señal de que las cosas van a terminar mal. Y hay a bordo un capitán que, en un admirable ejemplo de economía narrativa, dice frases como “El infierno está en esta nave” con la serenidad de quien ofrece galletas.
Como todo relato verdaderamente humano disfrazado de ciencia ficción, Event Horizon no trata realmente sobre el espacio, sino sobre el vacío interior. El agujero negro en el alma. Ese sentimiento al abrir el refrigerador y descubrir que alguien se ha comido el último pastel de carne. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Fue usted mismo? ¿Y si lo fue… quién lo observaba mientras lo hacía?
Recuerdo verla por primera vez, a finales de los 90. Una época extraña, con más chaquetas de cuero que sentido común, y donde el horror tenía una cualidad granulada, como si estuviera siendo transmitido directamente desde una dimensión paralela con mala señal. Event Horizon encajaba perfectamente. Era como una carta de amor escrita con sangre a Hellraiser, 2001: Odisea del espacio, y ese rincón oscuro del cerebro donde guardamos los sueños que no contamos a nadie.
Por supuesto, no todo el mundo la entendió. “Demasiado confusa”, dijeron algunos. “Demasiado gore”, dijeron otros. “¡Esí no es cómo funciona la física!”, gritaron los ingenieros, justo antes de ser absorbidos por un portal interdimensional con gritos digitalmente distorsionados.
Pero quienes la amaron, la amaron con la clase de devoción que se tiene por un gato tuerto y psicópata: porque sabías que, en el fondo, te estaba enseñando algo importante. Algo sobre ti mismo. Algo que probablemente requería terapia. O una taza de café muy, muy fuerte.
En fin. Event Horizon sigue ahí, flotando en el tiempo cinematográfico, como un eco de advertencia. Una nota manuscrita que dice: “Si vas a jugar con el tejido del universo, al menos asegúrate de tener una linterna, un crucifijo, y un contrato que diga claramente que no se admiten portales al infierno.”
Y si después de todo eso, aún decides subir a bordo…
Bueno. Que los dioses —o lo que quede de ellos— se apiaden de tu alma.
Nota final: Nunca confíes en una nave espacial que parece diseñada por
alguien que soñó con catedrales y despertó gritando. Especialmente si el
diseñador también era un físico cuántico con tendencias góticas. Nunca termina
bien.
Un abrazo de oso
y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
viernes, 30 de mayo de 2025
El Tiempo es Relativo, Especialmente si Eres un Brujo con Resaca
En el gran tapiz del Tiempo —esa alfombra mágica que siempre se desenrolla hacia donde menos lo esperas— hay personajes que envejecen como el vino, y otros como la leche. Y luego está Geralt de Rivia, quien, a pesar de haber nacido literariamente en los años 80 (cuando el mayor acto de brujería era grabar una cinta sin que se cortara), hoy camina entre nosotros como si nada. Con su espada, su sarcasmo y su inexplicable capacidad para sobrevivir en una economía medieval que claramente no tiene sentido.
Creado en 1986 por Andrzej Sapkowski, Geralt es un brujo mutante cínico, estoico, y con una voz interior que claramente fuma en silencio. De alguna manera, logró escapar de su contexto ochentero —donde uno esperaba hombreras, no grifos gigantes— y convertirse en un icono de la cultura pop actual.
Es decir, ¿cómo es posible que un tipo con la expresión emocional de una piedra mojada y un peinado de heavy metal siga siendo relevante en 2025?
Respuesta
corta: Porque es genial.
Respuesta
larga: Porque los héroes cansados del mundo tienen una forma de
resonar con generaciones que también están cansadas del mundo.
Y no hablemos solo de Geralt. Consideremos por un momento a ese otro fenómeno atemporal: "Juego de Tronos" (o A Song of Ice and Fire, si quieres sonar como alguien que compra ediciones de tapa dura y corrige a los demás en Twitter).
Publicado por primera vez en 1996, la saga de George R.R. Martin llegó en una época en la que los móviles eran ladrillos, el CGI daba miedo, y nadie se esperaba que un autor tardara más en terminar una novela que un dragón en alcanzar la madurez fiscal.
Y, sin embargo, hoy seguimos hablando de Invernalia como si fuera una ciudad turística con reseñas en TripAdvisor.
¿Por qué siguen
vivos?
1. Ambigüedad Moral:
Ni Geralt ni Tyrion ni Jon Nieve son héroes de brillante armadura. Son hombres
rotos, sarcásticos, a veces borrachos. Como uno mismo, pero con espadas.
2. Crítica Social Disfrazada
de Espadas y Magia:
Estos mundos fantásticos se sienten extrañamente familiares. Corrupción,
guerra, desigualdad, dragones que no pagan impuestos… lo de siempre.
3. El Arte de No Explicarlo
Todo:
Parte del encanto es que ni Sapkowski ni Martin se molestan en darte todas las
respuestas. Solo las preguntas. Y, a veces, un mapa incompleto.
Lo curioso es que estas obras se sienten más modernas que algunas novelas escritas la semana pasada. Y eso es porque los buenos cuentos, como los buenos brujos, aprenden a adaptarse.
Hoy Geralt vive en Netflix, en videojuegos con presupuesto de película, y en memes de internet donde se queja de tener que hacer "otra maldita misión secundaria". Tyrion es un GIF. Daenerys es un tatuaje que ahora muchos lamentan. La fantasía se ha digitalizado, comercializado, serializado… pero el corazón sigue ahí: un puñado de personajes enfrentándose al caos, con sarcasmo, acero y cero ganas de ser leyendas.
Así que sí: Geralt es de los 80. Tyrion es de los 90. Y tú, lector, probablemente también te sientas un poco fuera de época. Pero eso es parte del encanto. En el fondo, la buena fantasía no caduca. Solo espera su momento para reaparecer, con una nueva capa de polvo, una nueva adaptación... y la misma vieja verdad:
“El mundo está mal hecho. Lo único que puedes hacer es seguir adelante, matar monstruos, y procurar que te paguen.”
Y si eso no es eternamente actual, no sé qué lo es.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
martes, 20 de mayo de 2025
Fuego en la noche eterna
Zona de conflicto: LV-871, sector delta. Fecha estimada: perdida entre registros distorsionados por la radiación. Unidad: Escuadra Charlie, 4° de Infantería Colonial. Estado: comprometido.
El bunker apestaba a sudor rancio, aceite de armas y sangre coagulada. Y aún así, era lo más cercano al paraíso que les quedaba. Fuera, entre las trincheras fangosas y el alambre de púas oxidado, esperaban los hijos de la oscuridad. Los Xenomorfos. Demonios negros nacidos de una pesadilla biomecánica.
El sargento Briggs se pasó el brazo por la frente, dejando una mancha de tierra y mugre en lugar de alivio. Su brazo temblaba. No de miedo. De rabia contenida.
—Carguen esas putas torretas —escupió, mientras le daba una patada al generador auxiliar para que dejara de parpadear como un maldito árbol de Navidad.
—¿Y si no vienen esta noche, sargento? —preguntó Becker, el más joven del pelotón, el único que aún tenía voz para hacer preguntas estúpidas.
Briggs lo miró. No respondió. Sólo señaló las paredes del bunker. Garras. Cortes. Ácido derretido en el blindaje como si fuera mantequilla. “Si no vienen esta noche”, pensó, “es porque están esperando que bajemos la guardia. No lo haré. No otra vez.”
Los otros cinco marines no hablaban. Revisaban los cargadores. Revisaban los sensores. Construían barricadas improvisadas con los cuerpos de sus compañeros caídos. Cada uno de ellos con su propia herida, su propio infierno en la mirada. Perkins había perdido un brazo y seguía allí, con el muñón envuelto en vendas sucias, cargando munición con los dientes. Chao fumaba algo que ni Dios podría identificar. Algo que traía de su planeta natal y que olía como si estuviera hecho de goma quemada y muerte.
Cuando el primer chillido rompió el silencio, el sonido pareció salir de todas partes a la vez. Como si el mismo aire estuviera pariendo monstruos. Perkins se santiguó con el muñón, mientras Chao murmuraba en cantonés lo que parecía una oración o una maldición.
Briggs no esperó. Dio la orden.
—Encended las luces. ¡Ahora!
Los focos exteriores, montados sobre estacas con cinta adhesiva, vomitaron un halo amarillento y tembloroso sobre la tierra encharcada. Y allí estaban. Cientos. Tal vez miles. Las sombras negras avanzando entre la niebla ácida. Corriendo como animales, como dioses caídos. Sin armas. No las necesitaban.
Las torretas automáticas rugieron. Las armas de los marines chisporrotearon como fuegos de artificio de un funeral maldito. La tierra se llenó de casquillos, ácido y gritos. Un xenomorfo cayó en la zanja, estallando en un chorro de fluido verde que derritió la pierna de Vargas. Gritó, pero siguió disparando hasta que su cuerpo quedó sin balas ni carne que lo sostuviera.
Briggs vio cómo uno de ellos —un bastardo con doble mandíbula y garras como guadañas— trepaba por la pared lateral. Le metió una ráfaga entera en la cabeza. No bastó. Siempre parecían necesitar más balas de las que uno tenía.
Dentro del bunker, la sangre corría por los pasillos. Chao fue arrastrado por el conducto de ventilación. Becker murió protegiendo la retaguardia, con las tripas colgando pero los dedos aún apretando el gatillo. Perkins rió como un loco, su último cigarro colgaba de los labios, antes de hacer explotar una carga C-12 y llevarse a una docena de criaturas con él.
Al final, sólo quedó Briggs.
Sólo. Sentado contra una pared que ya no era pared sino un colador humeante. Con la pierna destrozada, sin más balas, sin más nombres que recordar. Sólo el sonido de su respiración. Sólo los chillidos que llegaban de todas partes, esperando el momento justo para acabar con lo poco que quedaba.
Y entonces, en medio del silencio, encendió su grabadora de campaña.
—Informe final de la escuadra Charlie. Posición comprometida. No hay supervivientes. Los xenomorfos no son una amenaza. Son el fin. No envíen refuerzos. No los maten. Quemen el planeta.
Sonrió. Una sonrisa con dientes rotos y alma en carne viva.
Luego, cuando escuchó el sonido de las garras arañando el metal, dejó de grabar.
Y esperó.
martes, 13 de mayo de 2025
El Juramento de la Elfa
El olor a hueso seco y podredumbre flotaba en el aire como un manto invisible. Liria no lo notaba. Había aprendido a no respirar cuando el hedor de la muerte era tan denso que podía quedar atrapado en los recuerdos. En su mano, el bastón vibraba con una luz blanca, pálida como la luna, pura como la ira de una mujer traicionada.
Los esqueletos crujían con cada paso. No gemían, no gritaban, pero sus espadas oxidadas hablaban por ellos. Liria los conocía bien: guerreros caídos, marionetas de un nigromante cobarde que jugaba a ser dios desde la seguridad de sus criptas.
—¿Otra vez los muertos, Valtax? —susurró, más para sí que para ellos—. ¿Nunca aprendes?
El primero se abalanzó. Un corte rápido, de arriba abajo. Fácil. Como cortar ramas secas en otoño. Pero no había espacio para el descuido. No cuando los muertos no sienten miedo, ni dolor, ni cansancio. Otro llegó por su flanco derecho, y con un gesto seco de la mano izquierda, una descarga de luz lo redujo a ceniza. El cráneo rodó por el suelo como una burla muda.
No estaba luchando para sobrevivir. Eso lo había hecho en otras guerras, en otros siglos. Esta vez peleaba por algo más viejo y más ardiente: la redención. La de su gente. La suya propia.
—¡Valtax! —gritó al cielo encapotado, al círculo de runas flotantes que marcaban la cúpula de poder desde donde el mago miraba—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Mira en qué los has convertido!
Solo obtuvo silencio. Él no bajaría. Nunca lo hacían.
Una docena más. Quizá veinte. No importaba. Las runas en su muñeca brillaron con un fulgor dorado mientras murmuraba palabras que harían sangrar a un sacerdote. Y entonces el suelo tembló. La luz brotó de su bastón como un torrente divino. Los esqueletos se detuvieron. Uno a uno, se deshicieron en polvo, como si el tiempo los hubiera alcanzado de pronto.
Liria cayó de rodillas. No por agotamiento. Por rabia. Por lo que había hecho. Por lo que aún haría.
—Uno por uno, Valtax —dijo con voz ronca, mirando la cúpula—. Uno por uno los devolveré a la tierra.
Y se levantó, con la furia aún latiendo en sus venas, envuelta en la luz de la magia antigua, la que no se canta, la que no se enseña, la que solo conocen los que han perdido demasiado.
martes, 6 de mayo de 2025
Personajes Marginales en la Fantasía: Un Mundo a Medio Camino Entre la Luz y la Oscuridad
Cuando hablamos de héroes en la literatura de fantasía, todos imaginamos a un caballero de brillante armadura, o una doncella con una espada mágica que puede dividir la oscuridad en dos. Pero, y si te dijera que, en realidad, los personajes más interesantes suelen estar en los márgenes. Y no hablo solo de los márgenes de un mapa de fantasía, esos oscuros y misteriosos territorios donde nadie se atreve a ir, sino de los márgenes de las historias mismas. Esos personajes que no se ajustan a los roles predefinidos, que no encajan en la categoría de "héroe" o "villano" y que a menudo nos hacen preguntarnos: ¿qué demonios estoy leyendo?
Esos, mis queridos lectores, son los personajes marginales, esos seres que desafían las expectativas, que caminan en el borde de la moralidad, que están lo suficientemente lejos de la línea recta como para parecer que están fuera de foco.
Lo primero que hay que aclarar es que el personaje marginal no es ni bueno ni malo. Es algo intermedio, algo que está en el limbo de la indecisión. Estos personajes no tienen el lujo de la claridad moral que acompaña a un héroe clásico ni la maldad obvia que caracteriza a un villano de opereta. Son las personas que, si te los encuentras en la calle, probablemente no sabrías si invitarlos a tomar un té o correr en dirección contraria.
Pero esa ambigüedad es lo que los hace tan fascinantes. Pensemos en personajes como Rincewind, el mago de El color de la magia de Terry Pratchett. No es un héroe. No es un villano. Es un individuo cuya mayor habilidad es escapar de situaciones en las que ni siquiera el viento quiere meterse. Sin embargo, lo que lo convierte en un personaje memorable no es su falta de valentía, sino su constante voluntad de sobrevivir a toda costa, sin importar a quién tenga que arrastrar consigo en el proceso.
A lo largo de la historia de la fantasía, el atractivo de los personajes marginales ha sido evidente. ¿Quién no disfruta de los matices de personajes como Tyrion Lannister en Juego de Tronos o los complejos y humanos personajes de la trilogía de Lyonesse de Jack Vance? Hay algo hipnótico en aquellos que no se ajustan a las etiquetas sencillas, algo que invita a la reflexión: ¿qué haríamos nosotros en su lugar?
Y ahí está la clave: los personajes marginales son un espejo de la humanidad misma. No todo es blanco o negro, no todo es de una sola pieza. La vida es más bien una gama de grises, y los marginales nos muestran cómo navegar por este espectro. Son la prueba de que no es necesario ser completamente bueno ni completamente malo para ser interesante.
En este punto, podemos pensar en el personaje marginal como un explorador entre el claro y el oscuro. Mientras que los héroes típicos brillan como un faro de luz (y no, no me refiero a ese tipo de luz, esa que te deja ciego), y los villanos se esconden en las sombras con planes oscuros, los marginales viven en el delicado espacio intermedio. Un buen ejemplo sería el temible (y ocasionalmente entrañable) Snufkin de Moomin de Tove Jansson. No es un villano, ni un héroe, pero su independencia y su actitud errante lo convierten en una figura que escapa de cualquier clasificación sencilla.
Y, por supuesto, volvemos a Terry Pratchett, quien perfeccionó el arte del marginal con personajes como el propio Muerte, quien siempre parece tener un toque de simpatía por los mortales, pero nunca deja de ser la representación de lo inevitable. La muerte misma en la obra de Pratchett es tan marginal como puede serlo un personaje.
Los personajes marginales existen para recordarnos que la vida no es una cuestión de "blanco y negro". A veces, las decisiones más importantes se toman sin un claro sentido de lo correcto o incorrecto. Por ejemplo, el ladronzuelo que roba un pan, pero que lo hace para alimentar a su familia, ¿es un villano? Tal vez un héroe, tal vez un superviviente, pero, en muchos casos, simplemente un ser humano con sus propios principios.
Los marginales no solo son una herramienta narrativa, sino que son reflejos de nuestros propios dilemas. Nos recuerdan que, a veces, el bien no es tan claro como una espada brillante. A veces, ser "bueno" significa tomar decisiones difíciles, y ser "malo" puede ser simplemente una cuestión de perspectiva.
Tal vez no llevan espadas ni coronas, pero los personajes marginales poseen algo igual de poderoso: la libertad de ser impredecibles. Y eso, en cualquier mundo, es pura magia.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
lunes, 5 de mayo de 2025
Sir Quejote y el Gran Desgaste
Sir Quejote no era un caballero como los de antes. De hecho, ni siquiera era caballero oficialmente. Solo se hacía llamar así porque había encontrado una armadura oxidada en un mercado de pulgas y le gustaba cómo sonaba cuando caminaba: clonk-clink-crack. Era, según él, un “guerrero del alma”, lo cual no significaba absolutamente nada, pero sonaba bien en sus discursos.
Acompañado por su fiel escudero, Sancho Uno—un maniquí de tienda atado a una carretilla oxidada que usaba como burro—Sir Quejote vagaba por los campos post-apocalípticos del Reino de Mediavacía, buscando injusticias que se dejaran corregir o al menos conversar.
—¡Sancho, mira! —exclamó una mañana, señalando tres figuras sentadas al borde de una trinchera olvidada—. ¡Tres caballeros caídos por el peso del deber! ¡Vamos a levantarlos con poesía!
Los tres soldados no se movieron. Porque eran estatuas. De hormigón. Parte de una vieja instalación artística titulada “Dolor y presupuesto militar”. Pero eso no detuvo a Quejote.
—¡Ánimo, hermanos del acero emocional! Yo también lucho contra gigantes invisibles: la burocracia, el tedio, y esa señora del archivo que nunca encuentra mi expediente.
—No te oyen —murmuró una voz. Era un cuervo que llevaba un casco de latón y olía vagamente a sarcasmo.
—¿Tú qué sabes? —replicó Quejote, ofendido—. No todos los héroes necesitan ser escuchados. Algunos solo necesitan hablar mucho hasta que alguien se rinda y les dé una medalla.
El cuervo lo miró largo rato, luego soltó un graznido que sonó sospechosamente como una risa.
—¿Y cuál es tu misión real, Sir Quejote?
—Salvar el mundo, claro.
Esa noche, bajo un cielo donde las estrellas parecían tener resaca, Quejote se sentó frente a los soldados de piedra. Sacó su flauta desafinada. Tocó algo que podría haber sido música si las leyes de la acústica fueran más tolerantes.
—A veces, Sancho —le dijo al maniquí—, uno no pelea por ganar. Pelea para no oxidarse por dentro.
El viento no respondió. Pero si lo hubiera hecho, seguro se habría burlado un poco y luego le habría ofrecido un cigarro.
viernes, 25 de abril de 2025
Sobre Kobolds, Dragones, y la Ferocidad Olvidada
Por Sir Pelagio Nuncamiro, historiador de dudosa reputación y autor de «¡No me Muerda!: Una guía de campo para lidiar con cosas pequeñas pero homicidas».
Hoy
día, los kobolds son universalmente conocidos como esas pequeñas criaturas
escamosas que apenas alcanzan la estatura necesaria para discutir con un enano
sobre cuál de los dos es más ridículo.
Sin embargo, en el Antiguo y
Grandiosamente Violento Pasado, particularmente en los tiempos
ancestrales de Dungeons & Dragons, los
kobolds eran figuras de terror que hacían gala de una ferocidad
sorprendentemente desproporcionada respecto a su tamaño, su masa corporal y, en
muchos casos, su cociente intelectual.
La historia sostiene (principalmente porque los kobolds no permiten que nadie escriba una versión alternativa sin recibir una lluvia de dardos envenenados) que ellos descienden de dragones, criaturas de majestuosidad, poder mágico y suficiente arrogancia como para necesitar habitaciones especialmente altas.
Los primeros kobolds eran algo distintos: tenían
escamas brillantes, una actitud absolutamente homicida, y la costumbre muy
desagradable de lanzarse en enjambres chirriantes sobre cualquier cosa más
grande que ellos, lo cual, desafortunadamente para la biodiversidad del mundo,
era prácticamente todo.
Un solo kobold podía ser ignorado.
Cincuenta kobolds podían arrasar un pequeño asentamiento.
Cien kobolds eran considerados oficialmente un evento natural desastroso, como los incendios forestales o
la lluvia de ranas.
Su ferocidad estaba tan bien documentada que
incluso dragones más jóvenes se pensaban dos veces antes de invitar a un grupo
de kobolds a una fiesta, no fuera que terminaran sin cubiertos, sin cortinas y,
de alguna manera, sin techo.
Entonces,
como suele pasar en la historia (y en partidas particularmente desafortunadas
de D&D), el glorioso pasado de violencia kobold se fue... diluyendo.
Puede haber varias razones para esto:
- La invención del calzado reforzado, que les dificultaba
morder tobillos exitosamente.
- La costumbre de los héroes novatos de probar sus habilidades
mágicas con grupos de kobolds antes de enfrentarse a enemigos reales.
- La aparición de los contratos de seguro para aldeas, que
pagaban más si podían demostrar que el ataque había sido por criaturas
"temibles y de renombre" y no simplemente "por pequeños
lagartos gritones".
Ahora, los kobolds son más conocidos por sus trampas
caseras, su creatividad a la hora de morir espectacularmente y su lealtad
obsesiva a cualquier cosa con alas y aliento flamígero.
Pero en su corazón diminuto y lleno de rencor,
aún se creen descendientes de los dragones más temibles que alguna vez surcaron
los cielos.
Y de vez en cuando, sólo de vez en cuando, un kobold
recuerda.
Y luego corre a esconderse, claro, porque no es
tonto.
Quizás,
en algún rincón olvidado del mundo, existe una caverna donde los kobolds aún
rugen como dragones diminutos, ondean banderas hechas de calcetines robados, y
cuentan historias de los días gloriosos cuando un solo grupo de ellos podía
desatar el miedo en los corazones humanos.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
El Último Juramento
Los vientos aullaban como lobos enloquecidos en las vastas llanuras del norte, azotando la tierra yerma. Allí, solitario como un monolito olvidado por los dioses, se alzaba Hroldgar, hijo de Thrain, el último de los lobos de Skand.
Su yelmo, abollado por cien batallas, brillaba
apenas bajo el sol sangriento del ocaso. Su barba, espesa como los bosques
antiguos, se enredaba con la mugre de la guerra, y sus ojos ardían con la
fiereza implacable de un hombre que ha visto el fin de su mundo y aún rehúsa
caer.
Hroldgar no hablaba. Sus palabras se habían perdido mucho tiempo atrás, ahogadas en el rugido de las espadas y en los gritos de los moribundos. Lo único que quedaba de él era el juramento: la sangre de sus hermanos sería vengada, y sus enemigos conocerían la furia de Skand antes de que la oscuridad reclamara su alma.
A lo lejos, las huestes de los hombres del sur se
reunían, una marea de acero y odio. Sabían que sólo un hombre les enfrentaba, y
reían. ¡Necios! No comprendían que enfrentaban a un espíritu más antiguo que
sus reinos, más endurecido que sus aceros.
El guerrero gruñó como una bestia herida, y
levantó su hacha mellada, una reliquia de tiempos donde los dioses aún
caminaban entre los hombres. Cada músculo de su cuerpo vibraba con la promesa
de violencia.
—¡Venid! —rugió, su voz era un trueno que retumbó
por la llanura—. ¡Venid a morir!
Y cuando cargaron hacia él, como una ola que
rompe contra las rocas, Hroldgar sonrió. Era la sonrisa de los condenados, la
sonrisa de quien no teme a la muerte, porque ya ha vivido más allá de ella.
Ese día, los campos del norte se tiñeron de rojo,
y las leyendas susurrarían, por siglos, el nombre del lobo que se negó a
arrodillarse.
domingo, 13 de abril de 2025
El Pecado Mortal de No Leer la Dragonlance
La fantasía moderna es como ese tipo de vino que se vende en botellas extremadamente sofisticadas, con etiquetas tan largas que necesitas una lupa para leerlas.
Ahora bien, cuando los jóvenes de hoy miran con desdén la saga de la Dragonlance —esa joya literaria que ha sido parte de la columna vertebral de la fantasía moderna desde que se decidió que los elfos no solo debían ser hermosos, sino también profundamente solemnes y trágicos—, no puedo evitar pensar que hay un cierto malentendido. Es como criticar una canción de los Beatles porque no suena lo suficientemente “experimental”.
Claro, la Dragonlance tiene esa apariencia de ser algo demasiado "fácil" o "anticuado". Los héroes son valientes, los villanos son malvados y los dragones... bueno, están ahí, volando sobre montañas y destruyendo aldeas. ¡Horror, horror! Pero si uno se detuviera a mirar más allá de los arcos y las espadas, descubriría que esta saga tiene más capas que un pastel de bodas, y algunas de esas capas tienen sabores deliciosamente complejos.
Los personajes, por ejemplo, no son solo estereotipos con capas de terciopelo. Raistlin Majere, por decir algo, no es solo un mago malvado. Es un hombre lleno de contradicciones, y ese pequeño detalle hace toda la diferencia. No se limita a ser un personaje simple con una túnica oscura y una risa malévola. Raistlin tiene inseguridades, ambiciones y una ironía que haría sonrojar al mismo Sauron.
¿Y qué hay de las batallas? Las batallas en la Dragonlance no solo son un lugar para ver a los héroes repartir espadazos y esperar que los dragones mueran dramáticamente. Las batallas son los vehículos para hablar sobre algo mucho más grande: el sacrificio, la lealtad y, sí, esa molesta costumbre de que los héroes no siempre ganan. Al final, la guerra en la Dragonlance no es solo un choque entre buenos y malos; es un recordatorio de que incluso en los momentos más oscuros, uno debe preguntarse: "¿Qué clase de persona quiero ser?".
Pero no. Hoy en día, la Dragonlance es percibida como algo casi "populista", como si fuera solo una historia sencilla sobre el bien contra el mal, cuando en realidad fue una de las series que ayudó a cimentar el moderno concepto de la fantasía épica. Y, ¿saben qué? A veces necesitamos un poco de "sencillez". A veces, no todo tiene que estar tan envuelto en capas de tristeza existencial y metaficción. A veces, solo necesitamos una buena espada, un buen dragón y un héroe lo suficientemente valiente como para decir: “¡Este es el momento en que me enfrento al mal y me siento bien al hacerlo!”
Así que, queridos lectores, la próxima vez que alguien diga que la Dragonlance es solo para aquellos que sienten nostalgia por las viejas fantasías o, peor aún, que es un simple "producto de la cultura de los 80s", sólo sonrían con indulgencia. Como si alguien les hubiera dicho que las novelas de Dickens son solo para leer en clases de literatura obligatorias.
En resumen, no dejen que los influencers de hoy les digan qué leer. Al final, la Dragonlance no es solo un testimonio de la fantasía de antaño; es una clase magistral sobre lo que significa ser humano. Y como todos sabemos, cualquier historia que nos haga cuestionar lo que significa ser humano, aunque esté llena de dragones y elfos, es una historia que vale la pena leer.
Así que saquen esos libros del estante polvoriento, vuelvan a ellos y digan a todo el mundo que Raistlin era el tipo más interesante en la sala. Porque, créanme, los dragones nunca fueron solo para asustar a los niños. También son para enseñarles algo.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
martes, 8 de abril de 2025
Tormenta de Carne y Hierro
El aire en el corredor era pesado, denso, como si la misma atmósfera hubiera sido corrompida. El eco de los pasos del marine resonaba con una cadencia lenta, monótona, un sonido que parecía estar ahogándose en la oscuridad que lo rodeaba. A su alrededor, la fortaleza de Forjaeterna crujía, quejándose como un viejo gigante moribundo. A cada instante, un estruendo retumbaba, un grito o un murmullo de voces que no deberían existir.
Korr, el último marine, avanzaba solo. Su armadura, mellada por la brutalidad de la guerra, reflejaba una luz cálida y pútrida que surgía de las paredes empapadas de sangre. La mayoría de sus compañeros ya habían caído, arrastrados por las hordas del abismo, convertidos en monstruos sedientos de carne. Unos pocos aún estaban vivos, pero habían sido consumidos por la locura. Él… él seguía en pie, no por valentía, sino por pura necesidad, por un hambre de venganza que ni siquiera la muerte podía extinguir.
En su pecho, su servo-motor goteaba un líquido espeso, como un llanto de metal. La armadura había recibido más de un golpe fatal, y sus sistemas no respondían bien. Pero no importaba. No iba a dejar que la oscuridad se tragara todo. No mientras pudiera sujetar un arma y cargar con el peso de su armadura.
¡Bang!
Una explosión sacudió el corredor. Korr giró instintivamente, su brazo derecho alzó su fusil de asalto modificado. La primera cosa que vio fue una masa viscosa, que se deslizaba por el techo como una corriente de alquitrán, con ojos diminutos brillando en la negrura. Un destello de ira recorrió su cuerpo. Sabía qué era. Sabía qué significaba.
Los horrores de las profundidades de la fortaleza no tenían forma. Eran sombras, criaturas que una vez fueron humanos, pero que ahora eran solo carne retorcida, mezclada con algo mucho más antiguo y malicioso. Aparecieron de las grietas, como cucarachas nacidas de la suciedad, sus rostros estaban desfiguradas por las cicatrices del abismo.
Korr descargó una ráfaga de fuego. Los disparos retumbaron en el pasillo, cortando el aire como cuchillos. Las criaturas cayeron, pero más surgían de la oscuridad, sin fin.
— ¡Cabrones! — rugió, su voz distorsionada por el modulador de su casco. Estaba perdiendo el control. Pero no importaba.
Saltó hacia adelante, sus botas chirriaron contra el suelo húmedo mientras avanzaba con furia ciega. La bestia más cercana se abalanzó hacia él, sus garras se extendieron como cuchillas. Korr la alcanzó en el aire y, con un giro brutal, le arrancó la cabeza con el filo de su cuchillo de combate, empapándose de un líquido espeso y pútrido. La cabeza cayó al suelo con un golpe sordo, mientras el cuerpo de la criatura caía a sus pies, todavía temblando.
No tuvo tiempo de celebrarlo. Algo aún peor se acercaba.
Desde las sombras surgió una figura mucho mayor. Una masa de carne putrefacta que apenas parecía humana. Su rostro, si es que aún podía llamarse rostro, estaba cubierto por una capa de carne podrida y ojos desorbitados. De su boca caía un fluido negro. Con un gruñido profundo, la criatura lanzó un grito desgarrador y se lanzó hacia él.
Korr se preparó. Aquel ser era grande, mucho más grande que él, pero no iba a detenerse. No podía. Alzó su rifle, pero no tenía tiempo de apuntar. Su única opción era la brutalidad.
Corrió hacia el monstruo, sin dudar, y con un giro violento, le clavó el cuchillo en el abdomen. La criatura chilló de dolor, pero su piel era gruesa, resistente. Korr, usando toda su fuerza, le dio un codazo en la mandíbula, haciendo que el monstruo retrocediera un paso, sólo para ser reemplazado por otro ataque. Sus garras rasgaron la armadura de Korr, dejando profundos surcos en su pecho, pero no fue suficiente para derribarlo.
Con un rugido feroz, el marine utilizó su último aliento de furia para dar un golpe mortal. Sujetó el cuello de la bestia y, usando la fuerza de su servo-motor, giró con una rapidez que apenas su cuerpo pudo soportar. El crujido de huesos rotos llenó el pasillo mientras arrancaba la cabeza del monstruo de su cuerpo. La sangre oscura salpicó su rostro, pero no se detuvo.
Se desplomó sobre las rodillas, jadeando. Su armadura era un amasijo de metal y carne, llena de abolladuras, pero aún estaba en pie. A lo lejos, un retumbar sacudió la fortaleza, como si el mismo infierno estuviera a punto de tragárselo todo.
Korr no sonrió. No lo haría. Sabía que no iba a ganar esta guerra. Lo único que quedaba era seguir luchando, hasta el último aliento, hasta que la oscuridad lo arrastrara al abismo con los demás.
— ¿Por qué sigues luchando? — la voz del comandante muerto resonó en su casco. — Ya está todo perdido.
Korr miró la carnicería que había dejado atrás, la fortaleza de Forjaeterna completamente rota y las criaturas cayendo una tras otra. Con una última mirada a la cámara que parecía absorberlo todo, sonrió, aunque el gesto estaba roto y lleno de rabia.
— Porque no me queda otra opción, hijo de puta.
lunes, 7 de abril de 2025
El Templo de los Anuros
El sol había caído como una piedra en el horizonte, tragado por la selva de Zarkheba. Una humedad ominosa flotaba en el aire, tan espesa que se podía cortar con cuchillo. La maleza gemía bajo el peso de alimañas invisibles, y entre los árboles, aves negras graznaban con tono de augurio oscuro.
Conan caminaba entre la espesura como si hubiera nacido en ella. La selva era enemiga de los débiles, pero él era del norte, de montañas donde el viento mordía como manada lobos. Nada en ese lugar verde y palpitante podía quebrar su voluntad. Detrás de él, los gritos del guía kushita que había huido horas antes, fueron apagados por algún depredador que no dejaba huellas. Conan no lamentó su pérdida: el hombre hablaba demasiado.
Frente al cimmerio, al fin, apareció el templo.
No era obra de humanos. Alzándose entre raíces milenarias y cubierto de líquenes, parecía más un tumor que una construcción. Sus piedras no habían sido cortadas, sino fundidas, como si una voluntad arcana las hubiera formado por medio de fuegos que ya no arden en este mundo. Había escalones desiguales, puertas demasiado bajas o demasiado altas, y estatuas desfiguradas que miraban hacia el suelo como si no pudieran soportar mirar el cielo.
La entrada era un arco de piedra en forma de boca abierta, flanqueado por pilares tallados con imágenes anfibias: sapos erguidos como hombres, hombres deformados como sapos. La piedra tenía un tono verdoso, aceitoso, como si transpirara.
Conan cruzó el umbral, y el hedor a cieno antiguo lo golpeó en el rostro como una bofetada húmeda. Dentro, la oscuridad reinaba. No una sombra cualquiera, sino una negrura viva, densa, casi líquida. Pero los ojos del bárbaro, acostumbrados a la penumbra de las cuevas y a la luz trémula de las hogueras, pronto distinguieron el interior.
Un salón enorme, de techo invisible. Estatuas de ídolos sin rostro. Vasijas rotas. Un altar ennegrecido. Y al fondo, un trono de piedra… sobre el que reposaba una figura grotesca.
El ídolo.
Un ídolo de jade y sangre. Representaba una criatura abotagada, con la cabeza de un sapo monstruoso, ojos engastados con rubíes y manos prensiles. Tenía colmillos, y algo en su sonrisa congelaba la sangre.
Conan sintió un cosquilleo en la nuca. Algo se movía. No una, ni dos… sino muchas presencias. Detrás de columnas, entre sombras líquidas, croaban. El sonido era enfermizo, como una burla del lenguaje humano.
Entonces salieron.
Criaturas batracias, erguidas sobre dos patas y piel cubierta de limo. Tenían dedos palmeados y lanzas de hueso, ojos blancos como perlas ciegas, y bocas llenas de colmillos.
El cimmerio no vaciló.
—¡Crom, mira esta danza infernal! —rugió, desenvainando su espada como si fuera a partir el mundo en dos.
El acero cantó al entrar en la carne. Una criatura croó con fuerza mientras su vientre se abría como fruta madura. Otra intentó clavarle la lanza, pero Conan se agachó, le cortó el tobillo y, mientras caía, lo decapitó en el aire.
Eran rápidos, pero no lo suficiente. Y no estaban preparados para un enemigo como él: ni demonio, ni espíritu, sino algo peor —un hombre libre con odio en el alma y fuerza en los brazos.
Los hombres-sapo atacaban en oleadas, como si fueran parte de un solo organismo. Lo empujaban hacia el altar, chillando nombres imposibles, invocando a un ser que dormía bajo las aguas de la tierra. Pero Conan no retrocedía.
Uno le arañó el pecho, desgarrando la carne. El cimmerio aulló, pateó a la criatura y la atravesó con la espada hasta clavarla contra una columna. La hoja se atascó, y sin perder tiempo, tomó una de las lanzas de hueso y siguió luchando como un dios furioso.
Otro le saltó a la espalda. Lo derribó y le partió el cráneo contra los escalones del altar.
Cuando al fin el último ser cayó gorgoteando entre espasmos, Conan quedó de pie, herido, cubierto de la sangre negra y fétida de sus enemigos. Su respiración era un trueno. Miró al ídolo.
—Tu manada ha muerto, demonio. ¿Vendrás tú ahora?
No hubo respuesta. Pero el ídolo parecía haber cambiado. Sus ojos brillaban más, y la sonrisa era ahora una mueca de hambre.
Conan avanzó, apoyando una mano ensangrentada en el altar. Arrancó los rubíes de los ojos del ídolo, y en ese instante... el templo tembló.
Una voz surgió, no del aire, sino de su mente. No eran palabras, sino emociones: rencor, venganza, hambre, promesas de abismos y mundos sumergidos. Algo se movía bajo las losas. Un rugido gutural surgió del interior de la tierra.
Conan se volvió, guardó los rubíes en el cinturón, y echó a correr por la selva. Tras él, el templo comenzó a derrumbarse, piedra por piedra, como si un corazón oscuro hubiese dejado de latir.
Cuando por fin la selva lo tragó de nuevo, el bárbaro se detuvo sobre un risco, mirando la humeante ruina a lo lejos. Había ganado.
Pero sabía que algo lo había marcado. Algo antiguo. Algo que quizás, en alguna noche futura, lo buscaría… en sueños.
Y mientras el sol nacía, Conan se echó a reír. No de alegría, sino con esa risa brutal que solo un hombre como él podía esgrimir frente a la maldición de un dios muerto.
miércoles, 2 de abril de 2025
La increíble pero cierta historia de Oberon Zell-Ravenheart
Si el mundo fuera un poco más sensato, Oberon Zell-Ravenheart habría sido bibliotecario o tal vez un profesor universitario excéntrico con una colección de bufandas coloridas. Pero el mundo no es sensato, y Oberon Zell-Ravenheart no nació para llevar una vida ordinaria.
En cambio, eligió ser mago.
En cualquier sociedad funcional, "mago" no es una opción de carrera que encuentres en los folletos de orientación vocacional. No hay una casilla en los formularios de impuestos para "hechicero autodidacta", y si le dices a tu banco que eres un druida, probablemente revisen dos veces tu solicitud.
Desde su infancia, este hombre se tomó la fantasía con una seriedad absoluta, como quien se pone un sombrero puntiagudo no solo porque hace juego con su túnica, sino porque es lo correcto. Mientras otros niños soñaban con ser astronautas o bomberos, él se preparaba para una vida de magia, misterio y revistas esotéricas que harían levantar una ceja incluso al bibliotecario más tolerante.
Nacido en 1942 como Timothy Zell (porque en esa época aún no le había llegado la inspiración para un nombre más épico), decidió que el mundo necesitaba urgentemente un poco más de misticismo. Inspirado por Stranger in a Strange Land de Robert A. Heinlein, fundó la Church of All Worlds, una comunidad espiritual donde la magia, la ecología y la reverencia por el agua eran pilares fundamentales.
¿Era una religión? ¿Un club de magos? ¿Un experimento social con tintes mitológicos? La respuesta es sí.
No contento con simplemente crear una religión, Oberon también decidió que la comunidad neopagana necesitaba su propio equivalente del Times, pero con menos noticias deprimentes y más rituales para conectar con la naturaleza. Así nació Green Egg, una revista dedicada a la magia, el misticismo y artículos ocasionales sobre cómo no incendiar tu sala de estar con velas rituales.
Desde sus páginas, Zell-Ravenheart ayudó a unir a magos, brujas, druidas y toda clase de personas que creían que el mundo era un poco más interesante si se miraba con los ojos adecuados.
Si te imaginas a Zell-Ravenheart como un anciano con barba blanca hasta la cintura y un aire de sabiduría críptica, estás parcialmente en lo cierto. Pero además de su innegable aspecto de mago clásico, tenía una fascinación por lo desconocido que lo llevó a estudiar de todo: desde alquimia hasta criptozoología.
Le encantaban los mitos y las leyendas, pero no de la forma en que la gente los disfruta en libros. No, Oberon quería traerlos a la realidad. ¿Dragones? Fascinantes. ¿Unicornios? ¿Por qué deberían existir solo en tapices medievales? ¿Dioses antiguos? Bueno, ¿qué tal si los veneramos con la misma devoción que tenían los antiguos, pero sin necesidad de hacer sacrificios incómodos?
También era un apasionado de la educación y la transmisión del conocimiento. Por eso fundó la Grey School of Wizardry, una institución online para quienes quisieran aprender de verdad sobre esoterismo, mitología y otros temas que la educación convencional suele descartar con un encogimiento de hombros.
Para la mayoría de la gente, la idea de abrir una escuela de magia suele quedarse en "sería divertido". Pero Oberon, siendo quien era, simplemente dijo: "¿Y si lo hacemos?"
Antes de que alguien se emocione demasiado, cabe aclarar que no es exactamente Hogwarts. Nadie se pasea con búhos mensajeros ni hay aulas llenas de adolescentes esperando que un hechizo salga mal y explote algo. Pero si lo que buscas es alquimia, astrología, herbología mágica y la sensación general de que la realidad es más flexible de lo que parece, este es tu sitio.
La escuela se convirtió en un refugio para todos aquellos que sentían que la magia no era solo propiedad de los cuentos de hadas, sino algo que podía (y debía) ser estudiado con la misma seriedad con la que uno estudia matemáticas… solo que con menos números y más encantamientos.
En toda buena historia de magos hay una figura fundamental: la poderosa hechicera, la sabia sacerdotisa, la compañera que convierte la magia en algo aún más real. Para Oberon, esa persona fue Morning Glory Zell-Ravenheart, su esposa, su musa y la co-creadora de muchos de sus proyectos más ambiciosos.
Morning Glory no era solo una mística de renombre, sino una visionaria en sí misma. Fue ella quien acuñó el término "poliamor", un concepto que hoy en día está en boca de todos, pero que en los años 70 sonaba más como el título de una novela de ciencia ficción. Su relación con Oberon no solo era mágica en el sentido romántico, sino también en el sentido literal: juntos exploraron mitos, rituales y formas de espiritualidad que trascendían cualquier categoría simple.
De hecho, si existiera una lista de "parejas legendarias de la historia", en algún lugar entre Tristán e Isolda y Mulder y Scully, estarían Oberon y Morning Glory, posiblemente rodeados de un aura mística y tal vez con un gato negro en el regazo.
Oberon Zell-Ravenheart no vivió como alguien que simplemente aceptaba la realidad tal como es. En cambio, insistió en que el mundo podía y debía ser más mágico. Su vida fue un recordatorio de que la fantasía no es solo para los libros, y que aquellos lo suficientemente audaces pueden encontrar la magia en los lugares más inesperados.
Así que la próxima vez que mires al cielo y te preguntes si los unicornios alguna vez caminaron por la Tierra, o si la magia realmente existe, recuerda: hay personas que nunca dejaron de buscarla. Y gracias a gente como Oberon Zell-Ravenheart, tal vez, solo tal vez, aún está ahí esperando a ser descubierta.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
sábado, 29 de marzo de 2025
El Equilibrio entre la Magia y la Tecnología: Una Historia de Conjuros, Engranajes y Confusión
Lo primero que debe entenderse sobre la magia y la tecnología es que no se llevan bien. Bueno, en realidad, nada se lleva bien con la magia, si uno es honesto. La magia es esa prima rara que nadie quiere invitar a la fiesta porque siempre termina creando un agujero en el espacio-tiempo o sacando de la chistera una criatura tan rara que ni siquiera los biólogos mágicos saben qué hacer con ella. Es como si fuera la vieja amiga excéntrica que en vez de traer una botella de vino, trae una bestia invulnerable con cara de sorpresa y una capacidad ilimitada para hacer desaparecer las llaves del coche.
La tecnología, por otro lado, es esa otra prima —la que, con una sonrisa satisfecha, dice: "Eso es simple, sólo tienes que apretar este botón". En su mayoría, la tecnología funciona. O, al menos, lo intenta. Claro, en el camino deja un reguero de humo y piezas sueltas, y las probabilidades de que el aparato que acaban de inventar explote en la cara de alguien son casi de 3 a 1, pero en general tiene más éxito que la magia, que tiende a funcionar de manera… ¿cómo decirlo? irregular.
La magia, por supuesto, no tiene ningún problema con el desastre. De hecho, cuanto más caótico, mejor. "Más espectacular" es la palabra que usan los magos cuando intentan describir lo que llamamos "un pequeño accidente". Mientras tanto, la tecnología tiene ese incomprensible propósito de funcionar. Quiere que las cosas se resuelvan sin mucho alboroto ni luces de colores. Si la magia es una tormenta con relámpagos y truenos, la tecnología es ese tipo de tormenta en la que te quedas atrapado bajo la lluvia y, aunque te empapa, al menos sabes que la tormenta acabará en algún momento.
¿Dónde deja esto a la sociedad? Es bastante simple: en un estado constante de confusión. Imagina una ciudad donde los habitantes tienen que decidir si usar magia o tecnología para hacer las cosas. Tienes a los magos, que insisten en que cualquier cosa que no involucre chispas o explosiones mágicas no vale la pena hacerlo. Tienes a los ingenieros, que se sienten cómodos con el funcionamiento del mundo en términos muy prácticos, pero no pueden evitar que sus invenciones terminen siendo increíblemente ruidosas. Los que están en el medio, los ciudadanos comunes, no saben si temer a la magia o a la máquina de vapor que se les acerca a gran velocidad.
El equilibrio entre la magia y la tecnología, por supuesto, es un asunto delicado. ¿Y quién lo mantiene? Bueno, nadie realmente. Es un tipo de paz tensa, como esa que mantienen los gatos y los perros que se miran fijamente desde lados opuestos de la habitación.
Porque, al final, uno de los mayores problemas con el equilibrio entre la magia y la tecnología es que, si bien ambas son tremendamente poderosas, ambas tienen un pequeño inconveniente. Si la magia puede causar desastres y cambios repentinos de la realidad, la tecnología tiene una capacidad muy humana para crear problemas inesperados por pura acumulación de piezas desordenadas. Por ejemplo, cuando un mago intenta ponerle una tapa a la olla de presión con un hechizo de levitación, la última cosa que quiere es ver cómo el hechizo falla y manda la olla por el aire. Pero por supuesto, lo que realmente pasa es que la olla desaparece, y entonces nadie sabe qué ha pasado con la comida, ni con el hechizo, ni con el cocinero.
Por otro lado, la tecnología siempre tiende a resolver las cosas de manera eficiente, pero en un mundo lleno de magia, la eficiencia tiene el mismo atractivo que un ladrillo en la cara. La magia, con todo su caos y grandeza, no tiene tiempo para la eficiencia. La magia es más como un ejército de insectos que invaden una ciudad; es caótica, divertida, y, por alguna razón, el que la usa se siente increíblemente bien al respecto.
Claro, la verdadera pregunta es: ¿pueden la magia y la tecnología vivir juntas en paz? En una sociedad ideal, podrían, pero para eso tendrían que aprender a respetarse mutuamente. Los magos tendrían que aprender a que no todo se resuelve con un hechizo (aunque eso no les hará felices), y los ingenieros tendrían que dejar de ver la magia como algo esotérico y ridículo. Claro, se podrían hacer muchas cosas con la magia, pero ¿quién quiere lidiar con una caldera mágica que explota en medio de una conversación importante?
El futuro podría traer una mezcla, una especie de magia tecnológica, en la que las dos fuerzas se unan para crear maravillas inalcanzables por sí solas. Pero, por supuesto, también es probable que las dos se peleen hasta que todo se convierta en un caos de engranajes, hechizos y artefactos ardiendo. Al final, los magos y los ingenieros se miran y piensan: "No, no está funcionando", y deciden tomar un descanso mientras el resto del mundo sigue explotando a su alrededor.
La conclusión, por supuesto, es que la magia y la tecnología pueden, en su forma más pura, ser fuerzas absolutamente contradictorias. Pero también son, al mismo tiempo, extremadamente útiles para crear historias divertidas y desastrosas, que es, después de todo, lo que realmente importa.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
lunes, 24 de marzo de 2025
Marcial Lafuente Estefanía: El Sheriff del Pulp Español
Si la literatura de quiosco tuviera su propio Saloon del Más Allá, uno en el que los escritores de pulp se reunieran a contar historias mientras beben whisky de papel barato, es casi seguro que Marcial Lafuente Estefanía estaría allí, en una mesa de honor, justo entre Louis L’Amour y Zane Grey, observando el panorama con la resignación tranquila del pistolero que ha disparado más palabras de las que otros han soñado.
Hablemos con propiedad: el pulp no es un género, es una actitud. Es la certeza de que la vida es demasiado corta para páginas innecesarias y que lo importante es la acción, la justicia y el tipo con el sombrero que, con un poco de suerte, no será el primero en desenfundar, pero sí el último en quedar en pie. En este sentido, Lafuente Estefanía fue un maestro absoluto. Para España y América Latina, fue el equivalente a lo que Dashiell Hammett fue para el noir o H.P. Lovecraft para el horror cósmico: el creador de un universo narrativo con sus propias reglas, sus propios códigos de honor y, sobre todo, su propia y adictiva cadencia.
Nacido en 1903 y con una formación en ingeniería que parecía augurarle un destino más ligado a los números que a los duelos al amanecer, Lafuente Estefanía sobrevivió a la Guerra Civil Española para encontrar su verdadera vocación: escribir. Y vaya si lo hizo. Se dice que publicó miles de novelas del Oeste, aunque una cifra exacta sería tan difícil de establecer como contar los caballos en una estampida. Lo que es seguro es que sus historias inundaron quioscos y librerías, convirtiéndose en la compañía inseparable de generaciones de lectores que, entre viaje y viaje en tren, entre descanso y descanso en la faena diaria, se sumergían en un mundo donde el bien y el mal se resolvían a punta de revólver y con frases lacónicas dignas de un Spaghetti Western de Sergio Leone.
El problema con el pulp es que, por su propia naturaleza, tiende a ser menospreciado. Se le tacha de literatura menor, de mero entretenimiento. Pero lo cierto es que hay más nobleza en la pluma de un autor que sabe mantener el interés de sus lectores sin artilugios innecesarios que en mil pretenciosas novelas que se ahogan en su propio ombligo. Lafuente Estefanía entendía la clave del pulp: una historia bien contada es una historia bien vivida. Sus héroes no eran meros clichés, eran arquetipos, forjados en la tradición de los grandes mitos. Y aunque sus villanos eran crueles y despiadados, siempre había justicia, aunque esta llegara envuelta en el aroma del plomo caliente.
Podría decirse que la literatura de Lafuente Estefanía es la versión española del western norteamericano, pero eso sería quedarse corto. En realidad, es la cristalización de algo más grande: el afán universal por la aventura, por la lucha contra la injusticia, por la búsqueda de la redención en tierras donde la ley se impone no por decreto, sino por convicción. El suyo era un Oeste imaginado, sí, pero tan real como cualquier otro en la mente de sus lectores.
Hoy, cuando los quioscos han sido desplazados por pantallas y los héroes del pulp parecen relegados a la nostalgia, conviene recordar que la esencia de Lafuente Estefanía sigue viva. Porque mientras haya alguien que necesite una historia rápida, un viaje a un mundo donde la verdad es tan afilada como un cuchillo de monte y la justicia es tan certera como un disparo bien apuntado, el pulp nunca morirá. Y cuando eso ocurra, en algún rincón de ese Saloon del Más Allá, Lafuente Estefanía sonreirá, se ajustará el sombrero y volverá a escribir otro western, porque algunos pistoleros nunca bajan el arma.
Después de todo, alguien tiene que mantener viva la ley en la frontera del olvido.
Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.
La Última Batalla del Rey de los Geats
El cielo ardía con el rojo de un sol poniente, y sobre las colinas grises el humo serpenteaba como dedos de un dios moribundo. El anciano re...

-
En el gran tapiz del Tiempo —esa alfombra mágica que siempre se desenrolla hacia donde menos lo esperas— hay personajes que envejecen como e...
-
Esas gloriosas y completamente incomprensibles construcciones lingüísticas que se encuentran en el corazón de los universos de elfos, enanos...
-
Por un crítico anónimo que insiste en que los efectos especiales no importan si la capa ondea lo suficiente. Hay algo maravillosamente recon...