jueves, 6 de noviembre de 2025

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda. No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un ladrón que se desliza entre las sombras; todos escuchan, en algún momento, ese llamado antiguo. Es un eco que comenzó mucho antes de que aprendiéramos a contar historias alrededor del fuego. Y aún resuena.

El Grial fue uno de los primeros nombres que dimos a ese eco. No era solo una copa. Era una promesa: de pureza, de redención, de sentido. Los caballeros de Arturo no perseguían un objeto, sino una ausencia. Buscaban aquello que faltaba en el mundo y, sobre todo, dentro de sí mismos. La búsqueda del Grial no trataba de poseer, sino de entender.




Arte - Sam Keiser.


Desde entonces, la literatura fantástica ha rehecho esa gesta una y otra vez. Cada vez que un mago busca una piedra de sabiduría, cada vez que un joven granjero se atreve a tocar una espada que no le pertenece, o que un ladrón intenta robar una lágrima de los dioses, el eco del Grial vuelve a sonar.

Los objetos poderosos —anillos, varas, grimorios, amuletos— no son meros artefactos. Son espejos. Muestran quiénes somos cuando creemos tener poder. Algunos destruyen a sus portadores, otros los revelan. El Anillo Único de Tolkien es un ejemplo tan claro como doloroso: no concede poder, sino que lo desnuda. Deja al descubierto la fragilidad del alma, el temblor que nos vuelve humanos.

En las historias más sabias, el objeto nunca es el fin. El verdadero viaje no está en encontrar el artefacto, sino en descubrir por qué lo deseamos. Porque el deseo, cuando se alza como una montaña, nos obliga a subirla o morir en el intento. Y en esa ascensión, algo cambia: la piel, el nombre, el corazón…

Quizás por eso seguimos contando estas historias. Porque todos, en algún rincón de la memoria, seguimos buscando nuestro propio Grial: una palabra que cure, una mirada que comprenda, una canción que devuelva el sentido al silencio. En el fondo, todos somos buscadores. No de poder, sino de significado.

Y aunque el objeto cambie —una copa, una piedra, una espada, un nombre verdadero—, la melodía sigue siendo la misma. Es un eco antiguo, imposible de acallar.

El eco de la búsqueda.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

La Novia de las Colinas (un cuento de miedo, humor y burocracia mágica)

Había una vez, en el pueblo de Hondonera de Arriba —que estaba, por pura lógica geográfica, justo encima de Hondonera de Abajo— una joven llamada Marina Tizón. Marina era pelirroja, zurda, y tenía la poco práctica costumbre de hacer demasiadas preguntas, lo que la convertía en una molestia para padres, maestros, y ocasionalmente para las gallinas.

Su abuela decía que la colina detrás del molino “tenía tratos”, y no del tipo que uno firma con un bolígrafo. Eran tratos de los que se sellan con música, luna llena y la clase de vino que brilla aunque lo tapes con un trapo. Pero Marina, que había heredado de su madre la testarudez y de su padre el escepticismo, decía que eso eran “supersticiones de pastores con insomnio”.
Marina Tizón no creía en tonterías. Si hubiera nacido en tiempos más civilizados, habría sido científica, o abogada, o peor aún, inspectora de impuestos. Pero nació en Hondonera, donde las únicas certezas eran el barro y las supersticiones. Y eso la aburría mortalmente.


-Arte de Brian Lee- 

Cuando su abuela le advirtió que “las colinas tienen hambre en octubre”, Marina rió y dijo:
—Pues que se hagan un bocadillo.
Su abuela la miró como si ya estuviera eligiendo flores para su tumba.
Las colinas, como todo el mundo sabe (o sabría si se molestara en escuchar a las abuelas), son lugares peligrosamente pacientes. A veces están durmiendo. A veces, esperando. Y a veces, planeando.
La Noche de Difuntos llegó con viento y un silencio raro. No era el silencio normal del campo, sino uno que parecía esperar.
Marina no planeaba subir la colina. Pero los perros ladraban hacia el monte, y las campanas del molino sonaron solas, y en el aire había música. Una música que se movía como el agua.
Así que, naturalmente, subió.
Llevaba una linterna, una barra de pan, y una libreta con la que planeaba “demostrar científicamente que no hay nada ahí arriba salvo humedad y mitología”. La ciencia tiene ese curioso hábito de comportarse como si el miedo fuera un malentendido.
La música la encontró antes de llegar al claro. Era una melodía hecha de cosas que no debían tener sonido: la savia subiendo por las raíces, el roce del musgo sobre la piedra, y algo más... algo que sonaba como la risa de un niño si uno no pensaba demasiado en ello.
Cuando Marina llegó, la tierra se abrió. No con violencia, sino como una puerta que ya te estaba esperando.
Bajó. (Sí, bajó; Marina tenía ese tipo de sentido práctico que solo aparece cuando la razón ya se ha ido a dormir).
Y abajo encontró una fiesta.
Había criaturas con ojos como monedas y sonrisas como cuchillos. El aire olía a miel, a polvo antiguo y a cosas que, si se nombran, vienen cuando las llamas. Y al fondo, sobre un trono de raíces, estaba el Rey de las Colinas.
Era hermoso, sí, pero de un modo que daba ganas de mirar a otro lado. Como un cuadro mal colgado: todo parecía correcto, y sin embargo, algo no encajaba. Su sombra no se movía con él y su sonrisa era demasiado lenta para llegar a los ojos.
—Marina Tizón, hija del hierro y del humo —dijo él—. Las colinas te reclaman. Serás mi reina.
Marina, que no estaba acostumbrada a que la tierra la reclamara, arqueó una ceja.
—¿Y si digo que no?
El rey sonrió. Fue la sonrisa de un depredador que acaba de descubrir el concepto del humor.
—Dirás que sí, más tarde. Todos lo hacen.
Chasqueó los dedos. Una copa apareció en su mano. El líquido brillaba como aurora atrapada en cristal.
—Bebe, y serás mía.
—¿Y si no quiero ser de nadie?
—Serás de las colinas.
El problema con los elfos (si queremos llamarlos así) es que no entienden el concepto de propiedad privada. Todo les pertenece por defecto: el aire, la música, los nombres… y ocasionalmente, las personas.
Marina tomó la copa. La miró. Sonrió con la misma sonrisa que su abuela usaba cuando iba a hacer algo impropio.
Y bebió.
El sabor era dulce, pero detrás había algo viejo. Algo con raíces.
Y en ese momento, Marina entendió: las colinas no querían esposa. Querían preservar la ofrenda. Convertirla en parte del suelo, en carne de piedra. El pueblo prosperaba porque cada siglo alguien se hundía en la tierra para no salir jamás.
Ella, sin embargo, había llevado una libreta. Y un bolígrafo. Y una pizca de sal (por razones científicas, decía).
—Muy bien, majestad —dijo, sacando el papel—. Antes de casarnos, necesito un contrato.
El Rey frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Un acuerdo formal. Nada de promesas poéticas. Firma aquí, con tu nombre.
Los elfos tienen una debilidad: les encantan las reglas. No las entienden, pero las respetan con devoción.
Así que firmó.
El aire cambió. Las luces se apagaron. Las raíces empezaron a retorcerse, y el Rey gritó un nombre que ya no era suyo.
Porque los nombres escritos en papel y sellados con sal pertenecen a quien los guarda. Y por primera vez en muchos siglos, las colinas obedecieron a otra voz.
—Creo que el matrimonio ha terminado —dijo Marina.
El suelo se abrió. Y esta vez, fue el Rey quien cayó.
Marina despertó al amanecer, sobre la hierba húmeda. Tenía la libreta en el regazo y, en el bolsillo, un papel con letras borrosas que parecían moverse si las mirabas demasiado.
El pueblo la dio por loca. Pero la cosecha fue abundante ese año. Y cada tanto, la colina suspiraba… no de hambre, sino de memoria.
Marina siguió con su vida. Abrió un pequeño despacho en la plaza donde ofrecía servicios de consultoría legal para lo sobrenatural. (Su lema era: “Leemos la letra pequeña del infierno para que usted no tenga que hacerlo.”)
Y cuando alguien mencionaba a los elfos, ella sonreía con cansancio y decía:
—Son encantadores. Hasta que intentan casarte.

jueves, 30 de octubre de 2025

En la era de los dados y los dragones: crónica de un arte heroico

Los años ochenta y noventa. Esa frontera dorada entre lo analógico y lo onírico, cuando el arte de la fantasía no era una industria aún, sino una especie de fe secreta. Un pacto entre soñadores. En aquel entonces, los pinceles parecían aún recordar la textura de las leyendas, y las portadas de los manuales de Dungeons & Dragons o de las viejas novelas de bolsillo eran portales más que ilustraciones. Si uno miraba lo suficiente, con la devoción debida, podía oír el viento entre las torres de un castillo inexistente, sentir el cuero curtido de una bota de aventurero, o el peso tembloroso de un hechizo recién aprendido.



-Arte de Jeff Easley-

Había algo profundamente romántico —en el sentido más antiguo y melancólico de la palabra— en aquellos cuadros de Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley… Nombres que, para los iniciados, eran casi conjuros. Cada uno tenía su alquimia particular: Elmore con sus luces suaves y sus héroes que parecían esculpidos por la esperanza; Parkinson con su majestuosidad casi litúrgica, como si pintara himnos más que escenas; Caldwell, con su teatralidad alegre, descaradamente ochentera, llena de cuero, brillo y poder. Y Easley… Easley era el que entendía el humo, la sombra, la historia detrás del acero.

No era “arte de fantasía” como hoy lo entendemos. Era una promesa visual. Las portadas no mostraban solo lo que había dentro del libro o del juego, sino lo que podría ser. Eran la antesala de la imaginación.

Lo que me fascina al mirar esas imágenes hoy no es solo su técnica (que era magnífica), sino su sinceridad. No había ironía, ni distancia cínica, ni un intento de ser “gracioso” o “meta”. Eran mundos donde lo heroico todavía tenía un peso moral. Donde un dragón era un dragón, no una metáfora de la inflación ni un guiño a los fans. Donde la aventura aún podía vivirse con el corazón abierto y la espada desenvainada.

Quizá por eso, aquel arte se siente tan vivo aún. No era perfecto, no era sutil. Pero era honesto. Tenía la textura del sueño compartido: esa fragilidad que solo se encuentra cuando un grupo de amigos se sienta alrededor de una mesa con dados de veinte caras y una pizza fría. Era un tiempo donde la fantasía no se compraba: se creaba, se contaba, se pintaba con devoción.

Hoy, en una era donde la ilustración digital puede lograr cualquier efecto imaginable, extraño un poco esa calidez. Esa sensación de que cada brochazo estaba hecho con amor, con fe en lo invisible. Porque lo que aquellos artistas pintaban —sin saberlo quizás— era el alma misma del juego: la posibilidad infinita de imaginar.

Quizá, en el fondo, eso es lo que sigue latiendo bajo cada dragón de Elmore o cada guerrera de Caldwell: el recordatorio de que la fantasía, antes que un género, fue siempre un gesto de amor. Un acto de resistencia contra lo gris del mundo. Una promesa que decía: sí, esto puede existir, si crees lo suficiente.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 29 de octubre de 2025

El Fuerte de las Rocas Quebradas

Lord Girion llevaba tres inviernos viendo morir hombres en aquel desfiladero.

El Fuerte de las Rocas Quebradas, decían los mapas. Pero en los mapas no se oía el viento. Ni el crujido de la madera podrida. Ni el eco de las flechas clavándose en la empalizada cada amanecer.

La guarnición —setenta hombres cuando llegó, menos de cuarenta ahora— era una colección de ruinas humanas: veteranos con la mirada opaca, reclutas que no sabían aún si temer más al enemigo o al hambre. Ninguno creía ya en los mensajes que prometían refuerzos desde el sur. En el desfiladero no llegaban ni las mentiras a tiempo.

Girion se movía entre ellos con el aire cansado de quien ha aprendido que el deber es un animal que devora lento. El blasón de su casa —una garza sobre campo de azur— colgaba descolorido sobre el portón del fuerte, manchado de humo y lluvia.
«Hasta la garza parece querer volar de aquí», solía decir el sargento Barne, un hombretón con un ojo de menos y mal humor de sobra.

—Mientras no lo haga usted, mi señor —añadía siempre, con una sonrisa torcida.



-Arte de Gary Chalk-

Los hostigadores llegaban cada noche: flechas negras, tambores en la oscuridad, gritos guturales que rebotaban entre las rocas. No eran solo bárbaros de las montañas; entre ellos se veían trasgos —piel ceniza, ojos amarillos— y algo peor: sombras que se movían como humo con forma.

Decían los exploradores que los comandaba un ser que no era del todo hombre. Un brujo, quizá. Un hechicero venido de las ruinas del norte. Lo llamaban El Que Susurra Bajo la Piedra. Nadie lo había visto de cerca, pero bastaba escuchar su voz entre los tambores para que hasta los más bravos apretaran la empuñadura de la espada con sudor frío.

Una noche de luna rota, cuando las antorchas del fuerte parecían titilar de puro miedo, Girion reunió a sus hombres en el patio.

—Nos quedan dos días de flechas y tres de pan —dijo sin alzar mucho la voz—. No vendrán refuerzos. Si alguien quiere marcharse, que lo diga ahora.

Nadie habló. Solo se oyó el viento. Era la clase de silencio que uno aprende en los cementerios y las trincheras.

Girion asintió.

—Bien. Entonces moriremos aquí, pero a nuestro modo.

El plan fue sencillo, casi desesperado. De madrugada, cuando los bárbaros bajaran del collado, abrirían las puertas y saldrían al encuentro. No por gloria ni por bandera, sino para que el fuerte no quedara como trofeo de nadie.

El amanecer llegó rojo y áspero. El desfiladero entero parecía rugir con tambores y aullidos.
Girion, montado en un caballo que había sobrevivido a base de corteza y obstinación, avanzó el primero.
La primera carga fue un infierno. Lanzas contra lanzas, hombres y trasgos mezclados en un barro de sangre. Barne cayó, riendo todavía. Los muros del fuerte ardieron detrás, envueltos en humo.

Entonces lo vio: entre el caos, una figura envuelta en pieles negras, moviéndose sin tocar el suelo. El Que Susurra Bajo la Piedra. Sus ojos eran pozos sin fondo, y su voz un rumor que parecía venir del mismo corazón de la roca.

Girion, sin pensarlo, espoleó su caballo.
La lanza se quebró al chocar contra aquel ser, pero el noble no se detuvo. Sacó su espada, una hoja vieja y mellada.

—Por mis muertos —murmuró, y arremetió.

Dicen los pocos que sobrevivieron que el aire se partió en dos, que el cielo se volvió gris como plomo, y que el brujo se deshizo en polvo oscuro al recibir la estocada.

Cuando todo acabó, el fuerte era ceniza y piedra.
Solo hallaron el estandarte de la garza, medio quemado, ondeando entre las ruinas.

Aún hoy, cuando sopla el viento en el desfiladero, los pastores aseguran escuchar una voz grave, cansada, que dice:

—A nuestro modo.

 



viernes, 10 de octubre de 2025

Por qué la fantasía medieval sigue siendo más real que las noticias

Hay quien dice que la fantasía es cosa de frikis que no pisan la calle, que los dragones y los caballeros son juguetes para adultos que temen la realidad. Los mismos que sueltan esa frase luego se tragan sin pestañear la política, los reality shows y las redes sociales, creyendo que ahí está “la vida real”.

Permíteme que me ría.

Los mitos no son mentiras, son la forma más seria de decir la verdad. La fantasía medieval —esa de espadas, reinos y profecías— no es evasión, es recordatorio. Nos devuelve, a bofetadas, la idea de que el bien y el mal existen, que la valentía tiene un precio, y que la belleza no se mide en likes sino en gestos que cambian el día a día de las personas.

Los castillos y los dragones no son decorado: son símbolos de lo que llevamos dentro. El dragón no está allá en la lejanía; está en tu soberbia, en tu miedo, en tu deseo de dominar. Y el caballero no es un tipo con armadura reluciente, sino el que decide enfrentarse al monstruo sabiendo que probablemente va a perder. Eso, amigo mío, es más real que el telediario.

La fantasía medieval tiene una cosa que el mundo moderno desprecia: honra. En esas historias hay juramentos que valen más que contratos, promesas que se cumplen aunque cueste la vida, reinos que se defienden no por poder, sino por deber. Y sí, puede sonar romántico, pero es que sin ese romanticismo —sin esa fe en algo más alto que el propio ombligo— todo esto se convierte en una oficina gris de almas cansadas.

Los mitos nos devuelven la visión perdida. Nos hacen ver el mundo como los niños y los santos lo ven: cargado de misterio. La fantasía medieval no huye de la realidad; la atraviesa, la despoja de su mugre y te la devuelve con sentido. Porque mientras tú te ríes del tipo que empuña una espada imaginaria, él está aprendiendo algo que tú has olvidado: que toda vida es una cruzada, y que todos llevamos un escudo, aunque el nuestro esté hecho de rutina y decepciones.



-Arte de Samwise Didier-

Es más fácil vivir anestesiado. Es más cómodo burlarse del caballero que cree en su causa que admitir que tú, con tu cinismo, has desertado. Pero al final, cuando la noche cae y se apagan las pantallas, lo que queda no es el sarcasmo, sino la pregunta que la fantasía siempre deja flotando:

¿De qué lado estás?

Porque sí, el mal existe, aunque hoy lo llamemos “pragmatismo”. Y el bien también, aunque lo disfracemos de ingenuidad. Y en medio, entre la espada y el dragón, estamos todos, buscando un sentido.

La fantasía medieval —bien entendida— no te aleja del mundo: te recuerda que aún vale la pena luchar por él.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

jueves, 2 de octubre de 2025

Herramientas viejas para contar historias nuevas

He estado pensando —como suelo hacer cuando debería estar haciendo algo más útil— en la manera en que contamos historias.

Y lo curioso es que, por más modernos que nos creamos, casi siempre volvemos a las mismas herramientas: el héroe que se lanza a una aventura, el dragón en la cueva, la caída del aprendiz, la búsqueda imposible.

Algunos me dirán que eso es pereza. Que estamos repitiendo los mismos cuentos de siempre. Que ya basta de espadas, ya basta de profecías. Y tienen razón… en parte.




Arte de N.C. Wyeth

Pero aquí está el secreto: las viejas herramientas no son un lastre. Son un lenguaje.

Piensa en un martillo. Lleva existiendo miles de años. No hemos dejado de usarlo porque alguien en el siglo XV dijera: “Ya está bien de golpear cosas con palos de metal. Inventa algo nuevo.” No. Seguimos usando martillos porque hacen el trabajo.

Con las historias pasa igual. Los mitos, las estructuras clásicas, los símbolos… Son martillos narrativos. La diferencia está en qué construyes con ellos.

El héroe puede seguir siendo el héroe… pero, ¿qué pasa si no quiere la aventura? ¿Qué pasa si fracasa? ¿O si descubrimos que la aventura nunca fue lo que parecía?

Ese giro, esa reinterpretación, es lo que mantiene vivas las historias. Porque la verdad es que no buscamos originalidad absoluta —eso es un espejismo— sino resonancia. Queremos sentir que la historia nos pertenece y, al mismo tiempo, que toca algo mucho más viejo que nosotros.

Por eso los dragones siguen ahí. Y los viajes. Y los nombres secretos.

No porque los escritores de fantasía seamos vagos (aunque lo somos). Sino porque esas herramientas son parte de cómo pensamos el mundo.

La innovación no está en inventar un martillo nuevo. Está en construir con él una casa que nunca habías visto, o mejor aún: una casa que creías imposible hasta que alguien se atrevió a poner el primer clavo.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

El caballero y los enanos

Sir Garreth de Mornhall había cabalgado durante días sin rumbo, siguiendo caminos que se bifurcaban como víboras en la maleza. Su caballo, Ceniza, estaba tan agotado como él. La armadura que vestía, antaño bruñida, colgaba ahora sucia, abollada y llena de polvo.

No había séquito, ni estandarte, ni propósito. Había partido con la idea de llegar a la capital, Travenne, en busca de una nueva causa a la cual prestar espada. Pero los caminos del reino de Ravess eran caprichosos, y él, cansado y medio hambriento, había dejado que la senda lo llevara donde quisiera.

Cuando el sol empezó a hundirse tras los encinares, escuchó un crujido. Luego, una piedra voló y golpeó el casco de su caballo. Ceniza relinchó y Garreth apenas pudo sujetarlo.

—¡Manos arriba, caballero! —gritó una voz áspera, demasiado grave para un niño, demasiado chillona para un hombre adulto.

De entre los matorrales surgieron figuras bajas, fornidas, con arcos improvisados y cuchillos oxidados. Enanos. No los orgullosos mineros de las viejas montañas, no; estos tenían ropas raídas, barbas desgreñadas y ojos encendidos por el hambre.

—Vaya, vaya —dijo el más cercano, con una sonrisa mellada—. Un pez gordo perdido en nuestro arroyo.

Garreth suspiró, alzó ambas manos, y dejó caer la espada al suelo.

—No llevo oro —dijo—. Apenas pan duro y vino agrio.

—Eso ya lo veremos —replicó otro, hurgando en sus alforjas—. Bah, ni siquiera eso. Este caballero es más pobre que nosotros.

La banda rió, mostrando dientes ennegrecidos.

Garreth los observó un momento, y después habló:

—Si pensáis matarme, hacedlo pronto. Si pensáis dejarme, dejadme con mi caballo. Pero escuchad: hay más provecho en mi brazo que en mis bolsas.

Los enanos se miraron entre sí.

—¿Y qué provecho puede darnos un caballero herrumbroso? —bufó el líder, que se hacía llamar Rukn el Tuerto.

Garreth sonrió, cansado.

—Conmigo, podréis asaltar más que aldeanos famélicos. Yo conozco los caminos a Travenne. Los mercaderes viajan en caravanas, cargados de seda, grano y especias. Conmigo podréis cazar presas mayores.

El silencio se hizo. Los enanos, hambrientos y desesperados, comprendieron que tal vez el hombre decía la verdad.

Rukn escupió al suelo y luego tendió la mano.

—Sea pues, caballero. Pero que quede claro: aquí mandamos nosotros.

Garreth tomó la mano callosa y asintió.

 



-Arte de Jim Holloway-

La extraña compañía se formó aquella noche. Aparte de Rukn el Tuerto, estaban Bregan Mano Negra, tan diestro con el hacha como con la trampa; Thimra de los Dientes Rotos, que reía mientras peleaba; y los gemelos Orrik y Dorrik, que hablaban poco y golpeaban mucho.

Eran salvajes, desconfiados, pero tenían hambre y sed de botín. Y Garreth, aunque un caballero caído, aún conservaba la astucia de la guerra.

—Si queréis sobrevivir —les dijo—, no basta con robar. Hay que elegir bien a quién, cuándo y cómo.

Y así, poco a poco, se convirtieron en algo más que una pandilla.

 

El primer asalto fue torpe pero sangriento. Una carreta de campesinos, cargada de harina. Garreth había planeado el ataque: bloquear el camino con un tronco, esperar ocultos y caer rápido. Funcionó.

El viejo campesino que conducía murió de un tajo en la garganta; su mujer gritó hasta que Thimra la calló de un golpe. Los niños huyeron al bosque.

Garreth no alzó la espada. Solo miró, con el rostro endurecido.

Cuando la harina llenó sus sacos, los enanos lo celebraron como si fuera oro.

—Pronto vendrán mejores presas —les prometió él.

Y cumplieron.

 

Semanas después, la caravana de Maeron Vey, un mercader gordo de la capital, cayó en sus manos. Allí hubo sangre, oro y fuego. Garreth luchó a su lado, cortando gargantas y desarmando guardias. Por primera vez en meses, sintió que la espada pesaba menos.

Los enanos empezaron a respetarlo.

—Brindemos por el Caballero de los Enanos —rió Thimra, con los labios manchados de vino robado—. Brindemos por Garreth, señor de los caminos.

El título prendió entre ellos, mitad burla, mitad verdad.

 

Pero todo reino de bandidos acaba manchado de traición.

Un día, tras un golpe particularmente sangriento contra la escolta de un noble menor, Garreth halló entre el botín un estandarte: el halcón azul de la casa Delorim.

Garreth palideció. Había jurado lealtad a esa casa en su juventud. Había luchado por ellos en los campos de Brathmoor.

Esa noche, mientras los enanos festejaban alrededor del fuego, él permaneció en silencio, mirando el estandarte chamuscado.

Rukn se le acercó.

—No me digas que tienes escrúpulos, caballero.

—Tengo recuerdos —respondió Garreth.

—Los recuerdos no llenan el estómago.

Garreth lo miró a los ojos.

—Tampoco la traición.

El silencio entre ambos fue más frío que la noche.

 

Pasaron más golpes, más muertes, más oro. Y con cada uno, Garreth se hundía más. La camaradería de los enanos era brutal, pero sincera: compartían vino, carne y sangre como hermanos.

Al final, Garreth comprendió una verdad amarga: nunca había sentido tal pertenencia en ningún castillo ni corte. Era entre ladrones y asesinos donde, por primera vez, alguien lo llamaba “hermano” sin desprecio.

 

Un invierno después, la noticia corrió por los caminos: la capital ofrecía una recompensa enorme por la cabeza del Caballero de los Enanos y su banda.

—Han puesto precio a nuestro nombre —rió Thimra, con los dientes roídos—. Ahora somos leyenda.

Pero Garreth sabía que las leyendas terminaban con sogas alrededor del cuello o cuchillos en la oscuridad.

Miró a sus compañeros, esos enanos desarrapados que lo habían emboscado un día cualquiera, y se preguntó qué era peor: morir con ellos en los caminos, o sobrevivir solo en un mundo que nunca lo había querido.

 

Un mes después, en el cruce de Ketherholt, los hombres del rey los alcanzaron.

La batalla fue breve, feroz, desesperada. Garreth luchó como en sus mejores días, hiriendo, sangrando, matando. Uno a uno, los enanos fueron cayendo: Orrik y Dorrik espalda con espalda, Bregan atravesado por lanzas, Thimra riendo hasta su último aliento.

Rukn el Tuerto murió a su lado, con una carcajada ronca.

Garreth quedó rodeado, espada en mano, la armadura rota y la boca llena de sangre. No se rindió.

Los hombres del rey decían después que el Caballero de los Enanos cayó como un demonio.

Pero en las tabernas, mucho tiempo después, se cantaba otra cosa: que Garreth de Mornhall no había muerto, que aún cabalgaba entre las sombras junto a cinco enanos fantasmales, asaltando las caravanas que se dirigían a Travenne.

Y que si alguien escuchaba una risa rota en los caminos oscuros, más valía rezar y soltar las riendas.


 

sábado, 20 de septiembre de 2025

Wargames de fantasía: jugar a inventar mundos

Hay quienes creen que un wargame es solo eso: un juego de guerra. Figuras de plástico alineadas, dados que ruedan, reglas que se consultan con aire solemne. Y sí, es eso. Pero también es algo más, si uno se detiene lo suficiente.

Un wargame es, en el fondo, un acto de contar historias.
No muy distinto de escribir un libro, aunque las armas sean pinceles diminutos y dados de veinte caras.

Cuando pintas a un caballero con la lanza en alto, no pintas solo metal y tela. Pintas la herida en su costado, el orgullo de su linaje, el miedo que tal vez le haga tiemblar bajo la armadura. Cuando colocas a un dragón en el campo de batalla, no colocas un trozo de metal: colocas el rumor de mil leyendas, el eco de canciones que nunca se escribieron.

Y cuando los ejércitos se enfrentan sobre la mesa, no es la estrategia lo que de verdad importa. Es la tensión en el aire antes de lanzar los dados. Es el silencio de dos jugadores que se inclinan sobre el tablero como si estuvieran leyendo el mismo poema.

Los wargames de fantasía nos dan algo que pocas cosas ofrecen hoy: un lugar donde imaginar juntos.
Podemos inventar ejércitos imposibles, ciudades fortificadas, héroes condenados… y, durante unas horas, todos aceptamos ese pacto tácito: que esas figuras diminutas son reales.



No importa que la mesa sea de madera gastada ni que el tapete sea un simple trozo de tela verde. En cuanto despliegas tu ejército, el mundo se abre.

Aquí está la colina donde resistirán tus lanceros. Aquí el río donde naufragará tu esperanza. Aquí, en la tirada improbable de un dado, el giro que ningún guionista hubiera osado escribir.

Lo hermoso de los wargames no es ganar. (Aunque a veces ganar se sienta como beber vino fuerte).
Lo hermoso es la historia que queda después. La anécdota que contarás años más tarde: “¿Recuerdas aquella batalla en que mi mago, con un solo hechizo, detuvo a toda tu caballería?”. Esas historias compartidas son las verdaderas cicatrices de la mesa, y brillan más que cualquier miniatura pintada con esmero.

La próxima vez que despliegues tus ejércitos, recuerda: no estás alineando figuras. Estás abriendo un libro que no existe todavía.
Un libro donde tú y tu oponente sois autores, lectores y personajes a la vez.

Y en ese libro, como en toda buena historia de fantasía, lo que de verdad importa no es quién gana la guerra.
Lo que importa es que, por unas horas, creímos en ella.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Cosas que recogí porque brillaban

Hay juegos que uno recuerda con ternura, no porque fueran perfectos —que rara vez lo son—, sino porque lograron algo más difícil: ser memorables.

Recuerdo que lo instalé en un pc que bufaba como un caballo asmático. El ventilador sonaba como si estuviera a punto de despegar y, sin embargo, en cuanto aparecía Ancaria en pantalla, el mundo dejaba de ser mi cuarto con paredes color crema y se transformaba en praderas, pantanos y montañas. Era un juego vasto. No “grande” como ahora dicen los muchachos cuando hablan de mapas abiertos, sino vasto como un armario que se abre y resulta ser un pasillo interminable lleno de puertas, cada una dando a un sitio inesperado.

Lo que más me atrapó no fue la historia (que, seamos sinceros, no habría ganado premios literarios) sino la sensación de libertad desordenada. Podías escoger un gladiador, una elfa o hasta un vampiro. Y sí, podías irte a matar goblins con entusiasmo juvenil o simplemente perderte en caminos secundarios.

Había un gozo particular en cómo el juego te arrojaba objetos brillantes con nombres absurdamente largos. Espadas con adjetivos tan grandilocuentes que parecía que alguien había bebido demasiado café antes de programar: Mandoble Abrasador del Caos Eterno. Uno recogía esas cosas con la misma devoción con que un cuervo junta chucherías. No porque las necesitara todas, sino porque brillaban.

Y claro, estaba el multijugador. Qué delicia tan extraña: Ancaria compartida. Eran tiempos en que conectarse con amigos requería más paciencia que talento, pero cuando funcionaba, el mundo se volvía otro. Había discusiones sobre quién recogía qué botín, sobre si valía la pena explorar ese pantano lleno de arañas gigantes (spoiler: nunca valía la pena, pero siempre lo hacíamos).

Hoy, con juegos que parecen diseñados por arquitectos de mundos en lugar de programadores insomnes, Sacred puede parecer tosco, incluso torpe. Pero creo que ahí está parte de su encanto: como esos viejos cuadernos de dibujo de la infancia, llenos de trazos mal hechos y colores fuera de línea, pero cargados de entusiasmo sincero.

Si me preguntan, Sacred no fue solo un juego. Fue una invitación a perderse. Y perderse —en mundos, en libros o en conversaciones— sigue siendo uno de los placeres más necesarios hoy en día.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

viernes, 29 de agosto de 2025

Muros que dividen, muros que prometen

Hay algo extraño en los muros. En apariencia son simples: piedras apiladas, hielo endurecido, madera trabajada por manos cansadas. Y sin embargo, desde que el ser humano aprendió a construirlos, los muros se convirtieron en una declaración de intenciones.

Un muro nunca es solo una frontera. Es un “hasta aquí”. Es un no más allá. Es una manera de hablar con piedras, de decir: “esto es lo nuestro, lo que amamos, lo que cuidamos… y todo lo demás queda al otro lado”.

En la literatura fantástica, los muros funcionan como espejos de esa necesidad ancestral. Nos fascina imaginar un borde, una línea que separa lo civilizado de lo salvaje, lo conocido de lo misterioso.

La literatura fantástica lo sabe, y por eso nos regala murallas que son algo más que piedra o hielo. En Krynn, el mundo de Dragonlance, tenemos dos: el Muro de Hielo y la fortaleza de Pax Tharkas. Y en Poniente, Martin nos ofrece el imponente Muro que separa a los Siete Reinos del frío y la muerte.

En las novelas de La Guerra de la Lanza, los héroes viajan hacia el sur y encuentran el Muro de Hielo. No hay soldados en sus almenas, ni runas en sus puertas. Es una frontera natural, hecha de glaciares y ventiscas, un recordatorio de que el mundo es vasto y no todo está bajo control humano o élfico.

Narrativamente, no protege nada: lo oculta. Detrás de él esperan dragones blancos, tribus bárbaras y secretos congelados. Es menos un baluarte y más un telón, una cortina de hielo que dice: “el mapa acaba aquí, lo que sigue es un misterio”.

Muy distinto es Pax Tharkas, que aparece desde la primera novela de Las Crónicas. Construido por enanos y elfos, su propósito era claro: garantizar que la guerra entre ellos jamás regresara. Su nombre es literal: La Paz de Tharkas.



Arte-Matt Stawicki

Pero en la historia, esa paz se tuerce. La fortaleza, en tiempos de la Guerra de la Lanza, no es un refugio sino una prisión donde los ejércitos dracónicos encierran esclavos. Los héroes no la encuentran como símbolo de unidad, sino como advertencia de lo fácil que la paz puede volverse opresión.

Si el Muro de Hielo marca el límite de lo conocido, Pax Tharkas marca el límite de la confianza.

El Muro de Canción de Hielo y Fuego parece, a primera vista, el más similar al de Dragonlance. Gigantesco, implacable, también hecho de hielo. Pero cumple otra función.

Martin lo convierte en mito. No es solo frontera, es reliquia de otra era. Es un muro que no solo separa a los hombres de los salvajes, sino que guarda un secreto mucho más oscuro: lo que acecha más allá de la noche.

Si Pax Tharkas es un pacto y el Muro de Hielo es un misterio, el Muro de Martin es una advertencia. Un recordatorio de que lo que olvidamos termina regresando. La tentación de comparar es humana. Pero más que preguntarnos quién lo escribió primero, quizá lo interesante es preguntarnos por qué ambos autores sintieron la necesidad de levantar un muro en sus mundos.



felix-sotomayor-the-wall

Y la respuesta, creo, es que los muros son puertas disfrazadas. Un muro no es un final: es una invitación. Cuando un lector ve un muro en un mapa o en una historia, no piensa: “qué bien, aquí se acaba todo”. Piensa: “qué habrá detrás”.

Nacen del mismo deseo humano de darle forma al misterio. De dibujar una frontera para poder transgredirla después.

Porque un muro sin un más allá es inútil. Porque lo que realmente queremos no es estar seguros tras las piedras, sino sentir que en cualquier momento podemos reunir valor, levantar una antorcha y cruzar al otro lado.

Yo no creo que nos fascinen los muros porque protegen. Creo que nos fascinan porque prometen.

Y esa promesa, en la literatura, es irresistible.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

 

martes, 26 de agosto de 2025

Sobre gnolls, hienas y otras bestias que ríen demasiado

De vez en cuando me encuentro pensando en criaturas que nunca fueron, pero que aun así viven entre nosotros con más terquedad que algunos parientes incómodos. Me refiero a esos monstruos que no tienen linaje antiguo, ni un pie hundido en el barro húmedo de la mitología griega o en los cuentos de hadas nórdicos. Seres que aparecieron tarde a la fiesta, inventados por un escritor distraído o por un diseñador de juegos de rol que, quizá, solo necesitaba un nuevo enemigo para que sus jugadores pudieran apuñalar con tranquilidad.

Los gnolls, por ejemplo.


La primera vez que los encontré fue en un manual de Dungeons & Dragons. Allí se me presentaban como lo que uno esperaría de un monstruo de segunda categoría: desgarbados, con las orejas de una hiena y una afición malsana por masacrar aldeanos. No tenían el porte solemne de un dragón ni el halo melancólico de un elfo. No tenían un pasado trágico como los orcos de Tolkien, ni elegantes como un vampiro decimonónico. Eran… otra cosa. Algo entre lo grotesco y lo práctico.

Pero cuando rascas un poco la superficie descubres que el gnoll no nació en una caverna medieval, ni siquiera en un oscuro códice olvidado. Nació, de manera distraída, en la pluma de Lord Dunsany a principios del siglo XX. Y, como suele suceder con Dunsany, no nos dio demasiados detalles. Y eso fue suficiente para que, décadas después, el bestiario arcano de Dungeons & Dragons decidiera que aquel hueco en el mundo bien podía llenarse con un hombre-hiena demoníaco.

Lo curioso es que, si uno lo piensa, los gnolls tienen un pie en el mundo real. No en las sagas escandinavas ni en las leyendas artúricas, sino en el desdén ancestral por las hienas. En algunas culturas se les temía como criaturas brujeriles; en otras, se les acusaba de robar niños. Así que cuando alguien decidió que el gnoll debía tener cara de hiena, todo encajó con sospechosa perfección.

Y aquí es donde, si me pongo un poco sentimental —y a veces lo hago, lo admito— me da pena el gnoll. Porque a diferencia del dragón, que en unas culturas es símbolo de sabiduría y en otras de destrucción, el gnoll nunca tuvo una oportunidad de redimirse. Nació tarde, sin abolengo ni poesía. Condenado a ser carne de espada, a aparecer como bulto número cuatro en la cueva del jefe final.

Tal vez eso explique por qué algunos autores modernos intentan rescatarlo. Pathfinder, por ejemplo, les da culturas más ricas, tradiciones propias, un atisbo de dignidad. Incluso en Warcraft aparecen como bribones torpes y algo entrañables. Es como si, en secreto, no quisiéramos que todas las hienas de la fantasía estuvieran destinadas a morir por dos dados de daño cortante.

Quizá ahí hay una enseñanza, aunque sea pequeña: incluso las criaturas inventadas, esas que llegaron tarde a la mitología, merecen un lugar en el banquete de la imaginación. Porque a veces el monstruo más improvisado puede decir mucho sobre nosotros: nuestra necesidad de enemigos claros, de risas malévolas que podamos odiar sin remordimientos y de villanos sin historia que justifiquen nuestras victorias.

Los gnolls, al final, son un espejo. Y no siempre uno halagador.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 22 de agosto de 2025

El precio de la eternidad

Siempre me preguntan por qué reímos...

La verdad es que no lo sabemos. Reímos como los ríos fluyen, como el viento rompe las ramas, como la ceniza olvida al fuego.
Vosotros, los humanos, pensáis que nos reímos de vosotros. A veces sí. Sois criaturas torpes, hermosas en vuestra torpeza, como copas de cristal al borde de una mesa. No podéis evitar caer. Y nosotras no podemos evitar mirar.
Pero otras veces reímos porque sentimos lo que vosotros teméis nombrar. Vuestra muerte late en nuestras alas. Vuestro olvido arde en nuestra lengua. Vuestra fugacidad es el espejo en que nos contemplamos.
¿No os dais cuenta? Somos eternas, y eso nos marchita. Vivir siempre es morir muy despacio, gota a gota, hasta que ya no queda ni sed. Vosotros en cambio ardéis de golpe, os consumís en unas pocas estaciones. Sois brasas en la nieve, luciérnagas que apenas alumbran… pero qué dulce es esa luz breve.
Una vez, un niño me preguntó si podía quedarse en nuestro reino. Su voz era pura, su risa limpia, y por un instante lo envidié. Le dije la verdad:
—Si te quedas, no crecerás. No amarás. No llorarás. Nunca morirás.
El niño me miró con los ojos grandes y dijo:
—Entonces no viviré.
Y se marchó. Me dejó sola con mi risa. Y todavía río, aunque cada vez suena más hueca.

-Arte de Brian Froud-



lunes, 4 de agosto de 2025

Bajo la Muralla

Osric enterró la pala dentro de la tierra húmeda y sacó una nueva carga de barro oscuro. Tenía los antebrazos entumecidos, y cada movimiento era una protesta de músculos agotados. La humedad goteaba del techo del túnel y formaba charcos que le empapaban las botas desde hacía horas.

No se había sentido tan cansado desde la primavera en que su padre murió aplastado por una viga de roble.

—¡Pasa el cesto! —gritó alguien detrás de él. Era Thurstan, el hijo del molinero, con la voz ronca y llena de irritación.

Osric giró y le tendió el capazo lleno de tierra. El túnel era angosto, apenas lo bastante alto para trabajar de rodillas, con el techo sostenido por vigas mal ajustadas y tablones que crujían más y más con cada palada de tierra.

"Si esta madera cede, no tendremos tiempo de rezar", pensó. Aunque hacía meses que no rezaba nada. Ni siquiera cuando cayó enferma su hermana pequeña. La guerra no dejaba tiempo para la fe.

Thurstan tiró del capazo y comenzó a arrastrarlo hacia la entrada del túnel. El muchacho no hablaba mucho desde que se encontró un cráneo bajo la tierra, a unos veintiocho codos de la muralla. Era de un viejo intento de asedio, quizás una generación atrás.

Arriba, el viento traía el olor del campamento: humo, sudor y orina. A Osric le gustaba más el olor de allí abajo. Era más honesto.

—¿Cuánto falta? —preguntó Ralph, al cantero que los dirigía.

Osric levantó la cabeza, sudando.

—Cinco codos, tal vez menos. Ya se oye el eco de la piedra.

Ralph asintió. Tenía la cara cubierta de polvo y los ojos inyectados en sangre por las lámparas de aceite. Llevaba días sin dormir bien. Los rumores decían que el conde estaba impaciente, que quería hacer saltar la torre sur antes de la cosecha, antes de que el rey mirara hacia otro lado.

Un golpe seco los detuvo.

La madera crujió.

Los tres se miraron, conteniendo el aliento. El túnel pareció respirar con ellos. Luego, un segundo crujido. Más agudo. Más cercano.

—¡Salid! —gritó Ralph.

Osric se empujó hacia atrás con las palmas embarradas. Thurstan dejó caer el capazo. Unas piedras pequeñas cayeron del techo. Luego tierra suelta.

Pero no colapsó.

—Ha cedido un poco, nada más —dijo Osric, jadeando—. Aún aguanta.

—Hoy sí —murmuró Ralph—. Pero si no colocamos refuerzos, mañana tal vez no.

Osric asintió, pero no volvió a coger la pala enseguida. Miró el suelo bajo sus rodillas, la humedad, la oscuridad, el aire espeso.

Sabía que si moría allí, lo haría sin ver la muralla caer. Sin saber si su trabajo había servido para algo.

Pero volvió a tomar la pala. Porque no había otra opción. Porque había hombres esperando allí arriba, con espadas limpias y escudos relucientes, y él no era uno de ellos.

 

lunes, 28 de julio de 2025

La Física No Explica el Encantamiento del Bosque, Gracias a Dios (Ni debería. Para eso están las buenas historias.)

En los viejos tiempos —antes de que la humanidad descubriera que podía prender fuego a cosas, y mucho antes de descubrir que podía prender fuego a otras personas— los cuentos eran lo único que impedía que las noches fueran totalmente oscuras. Literalmente. Porque si no había cuento, lo único que quedaba era mirar fijamente al fuego y escuchar cómo se quejaban los árboles.

Y aquí estamos ahora: en un mundo donde puedes imprimir una taza de té en 3D, pero no puedes recordar la última vez que te emocionaste con una historia que incluía hadas, dragones o una tetera encantada. Lo cual es trágico. No tanto por la tetera —ella está bien, se jubiló en 1998— sino porque los cuentos de hadas son el último lugar donde la lógica se inclina educadamente, se quita el sombrero y se retira para tomar un café caliente.

Vivimos inmersos en una maquinaria bien engrasada llamada “la vida real”, una especie de telar mágico que teje días grises con puntualidad británica y la elegante crueldad de un contable con alma de reloj de pulsera. Pero hay una puerta —una pequeña, generalmente de madera torcida, con una cerradura que sólo abre si todavía recuerdas cómo se sentía tener cinco años y estar convencido de que tu osito de peluche hablaba cuando no mirabas.

Esa puerta lleva a los cuentos de hadas.




-Thomas Blackshear-


No esos cuentos que Disney convirtió en musicales de orquesta con moralejas empaquetadas como galletas chinas. No. Me refiero a los cuentos con espinas. Con brujas que no son lo que parecen, lobos que tienen argumentos válidos, y hadas que probablemente fumen en pipa y lleven botas de combate porque ya han visto suficientes guerras mágicas como para no impresionarse por un simple unicornio fluorescente.

Los mejores cuentos de hadas, los verdaderos, tienen una especie de gravedad emocional que te arrastra, como una marea suave pero inexorable. Están llenos de ese tipo de tristeza que no es realmente tristeza, sino algo más... un anhelo por lo que pudo haber sido, por lo que aún podría ser si tan solo recordáramos cómo se llega al claro del bosque sin ser devorados por la rutina.

Es esa extraña mezcla de nostalgia y maravilla. Como mirar un atardecer de otoño mientras sabes que ya es hora de volver a casa, pero sigues ahí, porque ese último rayo de sol parece saber tu nombre. Es lo más parecido a un éxtasis religioso sin necesidad de ser creyente ni entrar a ningún templo.

Y lo necesitas. Nosotros lo necesitamos. Porque la ciencia nos ha dado respuestas a muchas preguntas importantes, pero no tiene ni idea de cómo responder a preguntas como: “¿por qué siento que el mundo era más brillante cuando tenía siete años?”

Los cuentos de hadas sí saben. No responden con fórmulas, sino con símbolos. Con metáforas. Con espadas que sólo cortan cuando es realmente necesario. Con mapas que sólo se dibujan cuando ya has dado el primer paso.

Así que, la próxima vez que te sientas atrapado entre la lógica de los semáforos y el zumbido de la fotocopiadora, abre un cuento. Cualquiera. Y si no lo tienes a mano, inventa uno. Porque en algún lugar entre el “Érase una vez” y el “vivieron felices para siempre”, hay un rincón para tu alma. Y en ese rincón, con suerte, hay una tetera que todavía canta.

Y te está esperando.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

viernes, 25 de julio de 2025

El ocaso de la fantasía otoñal: cuando el barro, el hierro viejo y la melancolía se desvanecen

Hay una cualidad difícil de describir que muchos lectores y espectadores asociamos con la fantasía medieval más poderosa: un tono crepuscular cargado de nostalgia. Un mundo donde el aire huele a cuero curtido, a leña y a la lana húmeda de las capas; donde los héroes pisan barro y hojas secas bajo un cielo plomizo, conscientes de que las grandes eras de la magia y el mito ya se han extinguido o se están desvaneciendo poco a poco.

Hoy, en buena parte de la fantasía contemporánea, esa atmósfera parece haberse diluido.
¿Qué ha pasado?

En las páginas de Tolkien, uno podía sentir la bruma que se colaba entre las ramas de los árboles, el lento ocaso de las grandes eras y la nostalgia de los elfos mientras contemplaban los mares que los separaban de Valinor. Las tierras de Terramar de Ursula K. Le Guin estaban marcadas por un ritmo pausado, como de mareas que avanzan y retroceden, dejando tras de sí restos de viejas magias, susurros de dragones que ya no alzan el vuelo y magos que saben demasiado bien que todo poder se agota. En estas historias, la fantasía era un territorio crepuscular, un otoño perpetuo en el que cada hoja caída parecía un recuerdo de lo que se había perdido. No había prisa en sus relatos, ni urgencia por deslumbrar al lector: solo un lento y triste desvanecerse de la maravilla.


Arte - John Howe

Incluso en las sagas más terrenales, la suciedad y el desgaste eran compañeros constantes. En las páginas de Sapkowski, los caminos estaban plagados de bandidos harapientos, y los castillos desprendían un tufo a humedad y a hoguera. Los personajes no eran héroes de póster: eran hombres y mujeres con dedos ennegrecidos por la escarcha, con cicatrices mal cerradas y una mirada que parecía siempre al borde de la resignación. En Canción de Hielo y Fuego, los inviernos eran más que un recurso narrativo: eran una amenaza palpable de muerte, con vientos helados que arrastraban el hedor de mil cadáveres olvidados en campos de batalla anegados por la lluvia.

Hoy, en cambio, la fantasía que domina las pantallas y buena parte de las estanterías tiene otra textura. Sus mundos son brillantes, ordenados como maquetas de un arquitecto meticuloso. Las ciudades parecen recién salidas de un render, con muros inmaculados y mercados donde no se oye el zumbido de las moscas sobre la carne en descomposición. Los castillos relucen y la atmósfera es más épica y luminosa, menos sombría y nostálgica.

Este cambio se debe en parte a la “Marvelización” del tono, diálogos rápidos, colores saturados y mundos más accesibles para el gran público. Muchos de estos entornos parecen diseñados como niveles de un RPG. La suciedad y el desgaste son sustituidos por un brillo digital y un acabado estilizado.

Tal vez lo que echamos de menos no es solo una estética, sino una sensación más profunda: la de habitar un mundo que ya ha conocido su auge y ahora se adentra en el crepúsculo, donde los grandes días de gloria son apenas un murmullo en las canciones de los bardos y las generaciones presentes viven entre ruinas, sin saber muy bien si son los guardianes de un legado o los últimos testigos de su extinción. Un mundo donde cada otoño se siente como un recordatorio de que nada es eterno, ni siquiera la magia. Recuperar ese tono no es cuestión de volver a ensuciar a los personajes o añadir barro a los caminos; es una forma de narrar en la que el tiempo, la pérdida y la memoria se convierten en los verdaderos protagonistas.

Y así, quizá, podríamos volver a sentirlo: el olor a cuero viejo, el crujido de la leña en la chimenea, el viento arrastrando hojas y cenizas sobre piedras milenarias. La fantasía que huele a tierra y a humo, que se respira como un aire frío y pesado, esa que no necesita grandes fuegos artificiales para ser inolvidable. Solo necesita silencio, penumbra… y un mundo que, aunque ficticio, parezca más real que el nuestro.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

 

 

 

 

miércoles, 16 de julio de 2025

El Templo de las Estatuas Sangrantes

Había oído rumores en las tabernas de Nidya, palabras susurradas entre tragos de vino agrio y miradas esquivas. Hablaban de un templo perdido en la Selva de Zylarin, construido en eras tan antiguas que los mismos dioses parecían haberlo olvidado. Decían que sus pilares de basalto negro estaban labrados con runas que ningún erudito se atrevía a descifrar, y que en el sanctasanctórum aguardaban ídolos de piedra con ojos vacíos y bocas que goteaban sangre fresca bajo la luna.

Lo encontré tras días de abrirme paso entre lianas y hojas tan grandes como escudos. La jungla era sofocante, y un silencio ominoso se extendía como un sudario, roto sólo por los gemidos de criaturas invisibles. Finalmente, allí estaba: una mole ciclópea de columnas corroídas, coronadas con grotescas figuras cuyos rostros humanos se retorcían en muecas de éxtasis o tormento. La piedra estaba caliente al tacto, como si conservara un calor infernal ajeno al sol.

Arte-Marty-Manlutac

Al entrar, un hedor dulzón de hierro y muerte me golpeó con la fuerza de un mazo. El suelo era de losas pulidas, manchadas con vetas oscuras que el tiempo no había podido borrar. Las estatuas se alineaban a ambos lados de la sala, figuras humanas y semihumanas, con músculos tensos como si fueran a romper su prisión pétrea en cualquier momento. Sus ojos vacíos parecían seguir cada uno de mis pasos.

Y entonces lo vi: un reguero carmesí que corría desde la boca entreabierta de un ídolo, un coloso con cabeza de serpiente y torso humano, cuyos colmillos de granito aún destilaban sangre fresca, brillante bajo el fulgor mortecino de antorchas agonizantes. Gotas densas se estrellaban contra la piedra, formando charcos que palpitaban como si tuvieran vida propia.

Sentí cómo un escalofrío de horror y fascinación me atravesaba. Las leyendas hablaban de sacrificios eternos, de almas atrapadas en la roca, condenadas a sangrar por toda la eternidad para aplacar a dioses olvidados. Tal vez era verdad. Tal vez aquellos ídolos no eran simples estatuas, sino prisiones para entidades que se revolvían, buscando carne y libertad.

Un susurro sibilante se alzó desde las sombras, tan bajo que dudé de mi cordura. Las estatuas parecían inclinarse hacia mí, las bocas entreabiertas formaban palabras en un idioma que ningún hombre debería oír. La sangre fluyó con mayor ímpetu, corriendo como riachuelos a lo largo de las grietas, y el templo mismo pareció latir como un corazón vivo.

Sabía que debía huir, pero mis pies se negaban a moverse. Comprendí entonces que el templo no era un lugar de adoración, sino un ente devorador, y yo era el siguiente tributo destinado a alimentar sus insaciables ídolos de piedra.

 

miércoles, 9 de julio de 2025

Forja de Piedra y Sangre: diseñando mazmorras para aventureros dignos

El hombre que diseña una mazmorra no es un arquitecto. No es un ingeniero ni un artista. Es un herrero del destino, un brujo de las profundidades que moldea piedra y sombras con la intención de probar el temple de los hombres y mujeres que osen poner un pie en su creación.

Olvida planos y simetría, olvida los diagramas pulcros y las listas de verificación. Una mazmorra no es un museo subterráneo; es un campo de batalla envuelto en oscuridad. Es un lugar donde los cobardes lloran y los fuertes se curten.

Cada mazmorra debe tener un corazón. No un órgano literal (aunque ¿por qué no?), sino un propósito primario que la impregne. No basta con que sea “un lugar lleno de monstruos y tesoros”. No. Tiene que nacer de algo más:

·         ¿Es la tumba maldita de un rey que gobernó con puño de hierro hasta que los dioses mismos lo enterraron bajo toneladas de roca?

·         ¿Es un templo profanado, donde las estatuas sangran y los ecos de plegarias olvidadas desgarran las almas?

·         ¿Es la fortaleza de un tirano que aún vigila desde un trono de huesos, siglos después de su muerte?

Sin ese corazón, la mazmorra será un cascarón hueco. Con él, cada piedra rezumará historia y cada sombra tendrá colmillos.

El combate no es un concurso de matemáticas. Es un acto brutal, primitivo, donde el filo de una espada decide más que cualquier hechizo o tirada de dados. Diseña encuentros que hagan que los jugadores sientan el peso de cada golpe:

·         Un corredor estrecho donde no cabe un espadón a dos manos.

·         Un puente colgante donde cada flecha puede significar la caída al abismo.

·         Una cámara donde el aire es tan pesado que incluso el más valiente siente sus rodillas temblar.

Los enemigos no son sacos de puntos de golpe: son depredadores hambrientos, soldados despiadados, demonios que ansían carne y almas. Haz que los jugadores los teman. Haz que cada combate importe.

Una trampa bien hecha no es una curiosidad; es una amenaza. No basta con un hoyo oculto bajo un tapete raído. No. Piensa en lanzas que surgen del suelo como dientes de piedra, muros que se cierran con un rugido de muerte, o glifos que convierten la carne en ceniza en un parpadeo.

Y recuerda: una trampa no está ahí “para ser encontrada”. Está ahí para matar. Que la paranoia se convierta en la única compañera fiel de los aventureros.



Arte - Carlos Castilho

Toda mazmorra necesita un jefe final, no porque lo dicte un manual, sino porque los grandes relatos siempre terminan con un choque de voluntades. Un enfrentamiento donde no hay escapatoria ni negociación posible.

Pero ese enemigo debe ser algo más que músculo y magia. Dale un pasado, una razón para defender el lugar hasta la última gota de sangre. Quizá es un rey-lobo que sobrevive en la frontera entre la carne y la leyenda. O un hechicero que se ha fundido con las piedras mismas, cuya voz resuena en cada grieta.

Que el enfrentamiento sea algo que los jugadores recordarán como si ellos mismos hubieran sentido el filo frío en el cuello.

No llenes las cámaras de oro sin fin ni de baratijas sin alma. Cada tesoro debe tener una historia:

·         Una espada mellada que mató a tres reyes y aún susurra sus nombres.

·         Un collar de ónix que encierra el espíritu de una amante traicionada.

·         Un tomo prohibido que tiembla como si latiera con un corazón propio.

Haz que los jugadores se peleen por ellos. Haz que teman las consecuencias de usarlos. Porque en mundos donde la magia es real, nada es gratuito.

Diseñar una mazmorra no es un entretenimiento. Es un reto para probar el valor de los vivos y dar sentido a la muerte de los que no lo tenían. No se trata de números ni equilibrios; se trata de leyendas.

El mundo ya está lleno de pasillos vacíos y enemigos sin alma. Haz que el tuyo sea diferente. Haz que cuando los aventureros salgan de tu mazmorra —si es que salen— no puedan mirar al horizonte sin oír el eco de espadas chocando en la oscuridad.

Porque ahí, en la piedra y la sangre, es donde nacen los héroes. O donde encuentran su tumba.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda . No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un l...