sábado, 20 de septiembre de 2025

Wargames de fantasía: jugar a inventar mundos

Hay quienes creen que un wargame es solo eso: un juego de guerra. Figuras de plástico alineadas, dados que ruedan, reglas que se consultan con aire solemne. Y sí, es eso. Pero también es algo más, si uno se detiene lo suficiente.

Un wargame es, en el fondo, un acto de contar historias.
No muy distinto de escribir un libro, aunque las armas sean pinceles diminutos y dados de veinte caras.

Cuando pintas a un caballero con la lanza en alto, no pintas solo metal y tela. Pintas la herida en su costado, el orgullo de su linaje, el miedo que tal vez le haga tiemblar bajo la armadura. Cuando colocas a un dragón en el campo de batalla, no colocas un trozo de metal: colocas el rumor de mil leyendas, el eco de canciones que nunca se escribieron.

Y cuando los ejércitos se enfrentan sobre la mesa, no es la estrategia lo que de verdad importa. Es la tensión en el aire antes de lanzar los dados. Es el silencio de dos jugadores que se inclinan sobre el tablero como si estuvieran leyendo el mismo poema.

Los wargames de fantasía nos dan algo que pocas cosas ofrecen hoy: un lugar donde imaginar juntos.
Podemos inventar ejércitos imposibles, ciudades fortificadas, héroes condenados… y, durante unas horas, todos aceptamos ese pacto tácito: que esas figuras diminutas son reales.



No importa que la mesa sea de madera gastada ni que el tapete sea un simple trozo de tela verde. En cuanto despliegas tu ejército, el mundo se abre.

Aquí está la colina donde resistirán tus lanceros. Aquí el río donde naufragará tu esperanza. Aquí, en la tirada improbable de un dado, el giro que ningún guionista hubiera osado escribir.

Lo hermoso de los wargames no es ganar. (Aunque a veces ganar se sienta como beber vino fuerte).
Lo hermoso es la historia que queda después. La anécdota que contarás años más tarde: “¿Recuerdas aquella batalla en que mi mago, con un solo hechizo, detuvo a toda tu caballería?”. Esas historias compartidas son las verdaderas cicatrices de la mesa, y brillan más que cualquier miniatura pintada con esmero.

La próxima vez que despliegues tus ejércitos, recuerda: no estás alineando figuras. Estás abriendo un libro que no existe todavía.
Un libro donde tú y tu oponente sois autores, lectores y personajes a la vez.

Y en ese libro, como en toda buena historia de fantasía, lo que de verdad importa no es quién gana la guerra.
Lo que importa es que, por unas horas, creímos en ella.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Cosas que recogí porque brillaban

Hay juegos que uno recuerda con ternura, no porque fueran perfectos —que rara vez lo son—, sino porque lograron algo más difícil: ser memorables.

Recuerdo que lo instalé en un pc que bufaba como un caballo asmático. El ventilador sonaba como si estuviera a punto de despegar y, sin embargo, en cuanto aparecía Ancaria en pantalla, el mundo dejaba de ser mi cuarto con paredes color crema y se transformaba en praderas, pantanos y montañas. Era un juego vasto. No “grande” como ahora dicen los muchachos cuando hablan de mapas abiertos, sino vasto como un armario que se abre y resulta ser un pasillo interminable lleno de puertas, cada una dando a un sitio inesperado.

Lo que más me atrapó no fue la historia (que, seamos sinceros, no habría ganado premios literarios) sino la sensación de libertad desordenada. Podías escoger un gladiador, una elfa o hasta un vampiro. Y sí, podías irte a matar goblins con entusiasmo juvenil o simplemente perderte en caminos secundarios.

Había un gozo particular en cómo el juego te arrojaba objetos brillantes con nombres absurdamente largos. Espadas con adjetivos tan grandilocuentes que parecía que alguien había bebido demasiado café antes de programar: Mandoble Abrasador del Caos Eterno. Uno recogía esas cosas con la misma devoción con que un cuervo junta chucherías. No porque las necesitara todas, sino porque brillaban.

Y claro, estaba el multijugador. Qué delicia tan extraña: Ancaria compartida. Eran tiempos en que conectarse con amigos requería más paciencia que talento, pero cuando funcionaba, el mundo se volvía otro. Había discusiones sobre quién recogía qué botín, sobre si valía la pena explorar ese pantano lleno de arañas gigantes (spoiler: nunca valía la pena, pero siempre lo hacíamos).

Hoy, con juegos que parecen diseñados por arquitectos de mundos en lugar de programadores insomnes, Sacred puede parecer tosco, incluso torpe. Pero creo que ahí está parte de su encanto: como esos viejos cuadernos de dibujo de la infancia, llenos de trazos mal hechos y colores fuera de línea, pero cargados de entusiasmo sincero.

Si me preguntan, Sacred no fue solo un juego. Fue una invitación a perderse. Y perderse —en mundos, en libros o en conversaciones— sigue siendo uno de los placeres más necesarios hoy en día.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

viernes, 29 de agosto de 2025

Muros que dividen, muros que prometen

Hay algo extraño en los muros. En apariencia son simples: piedras apiladas, hielo endurecido, madera trabajada por manos cansadas. Y sin embargo, desde que el ser humano aprendió a construirlos, los muros se convirtieron en una declaración de intenciones.

Un muro nunca es solo una frontera. Es un “hasta aquí”. Es un no más allá. Es una manera de hablar con piedras, de decir: “esto es lo nuestro, lo que amamos, lo que cuidamos… y todo lo demás queda al otro lado”.

En la literatura fantástica, los muros funcionan como espejos de esa necesidad ancestral. Nos fascina imaginar un borde, una línea que separa lo civilizado de lo salvaje, lo conocido de lo misterioso.

La literatura fantástica lo sabe, y por eso nos regala murallas que son algo más que piedra o hielo. En Krynn, el mundo de Dragonlance, tenemos dos: el Muro de Hielo y la fortaleza de Pax Tharkas. Y en Poniente, Martin nos ofrece el imponente Muro que separa a los Siete Reinos del frío y la muerte.

En las novelas de La Guerra de la Lanza, los héroes viajan hacia el sur y encuentran el Muro de Hielo. No hay soldados en sus almenas, ni runas en sus puertas. Es una frontera natural, hecha de glaciares y ventiscas, un recordatorio de que el mundo es vasto y no todo está bajo control humano o élfico.

Narrativamente, no protege nada: lo oculta. Detrás de él esperan dragones blancos, tribus bárbaras y secretos congelados. Es menos un baluarte y más un telón, una cortina de hielo que dice: “el mapa acaba aquí, lo que sigue es un misterio”.

Muy distinto es Pax Tharkas, que aparece desde la primera novela de Las Crónicas. Construido por enanos y elfos, su propósito era claro: garantizar que la guerra entre ellos jamás regresara. Su nombre es literal: La Paz de Tharkas.



Arte-Matt Stawicki

Pero en la historia, esa paz se tuerce. La fortaleza, en tiempos de la Guerra de la Lanza, no es un refugio sino una prisión donde los ejércitos dracónicos encierran esclavos. Los héroes no la encuentran como símbolo de unidad, sino como advertencia de lo fácil que la paz puede volverse opresión.

Si el Muro de Hielo marca el límite de lo conocido, Pax Tharkas marca el límite de la confianza.

El Muro de Canción de Hielo y Fuego parece, a primera vista, el más similar al de Dragonlance. Gigantesco, implacable, también hecho de hielo. Pero cumple otra función.

Martin lo convierte en mito. No es solo frontera, es reliquia de otra era. Es un muro que no solo separa a los hombres de los salvajes, sino que guarda un secreto mucho más oscuro: lo que acecha más allá de la noche.

Si Pax Tharkas es un pacto y el Muro de Hielo es un misterio, el Muro de Martin es una advertencia. Un recordatorio de que lo que olvidamos termina regresando. La tentación de comparar es humana. Pero más que preguntarnos quién lo escribió primero, quizá lo interesante es preguntarnos por qué ambos autores sintieron la necesidad de levantar un muro en sus mundos.



felix-sotomayor-the-wall

Y la respuesta, creo, es que los muros son puertas disfrazadas. Un muro no es un final: es una invitación. Cuando un lector ve un muro en un mapa o en una historia, no piensa: “qué bien, aquí se acaba todo”. Piensa: “qué habrá detrás”.

Nacen del mismo deseo humano de darle forma al misterio. De dibujar una frontera para poder transgredirla después.

Porque un muro sin un más allá es inútil. Porque lo que realmente queremos no es estar seguros tras las piedras, sino sentir que en cualquier momento podemos reunir valor, levantar una antorcha y cruzar al otro lado.

Yo no creo que nos fascinen los muros porque protegen. Creo que nos fascinan porque prometen.

Y esa promesa, en la literatura, es irresistible.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

 

martes, 26 de agosto de 2025

Sobre gnolls, hienas y otras bestias que ríen demasiado

De vez en cuando me encuentro pensando en criaturas que nunca fueron, pero que aun así viven entre nosotros con más terquedad que algunos parientes incómodos. Me refiero a esos monstruos que no tienen linaje antiguo, ni un pie hundido en el barro húmedo de la mitología griega o en los cuentos de hadas nórdicos. Seres que aparecieron tarde a la fiesta, inventados por un escritor distraído o por un diseñador de juegos de rol que, quizá, solo necesitaba un nuevo enemigo para que sus jugadores pudieran apuñalar con tranquilidad.

Los gnolls, por ejemplo.


La primera vez que los encontré fue en un manual de Dungeons & Dragons. Allí se me presentaban como lo que uno esperaría de un monstruo de segunda categoría: desgarbados, con las orejas de una hiena y una afición malsana por masacrar aldeanos. No tenían el porte solemne de un dragón ni el halo melancólico de un elfo. No tenían un pasado trágico como los orcos de Tolkien, ni elegantes como un vampiro decimonónico. Eran… otra cosa. Algo entre lo grotesco y lo práctico.

Pero cuando rascas un poco la superficie descubres que el gnoll no nació en una caverna medieval, ni siquiera en un oscuro códice olvidado. Nació, de manera distraída, en la pluma de Lord Dunsany a principios del siglo XX. Y, como suele suceder con Dunsany, no nos dio demasiados detalles. Y eso fue suficiente para que, décadas después, el bestiario arcano de Dungeons & Dragons decidiera que aquel hueco en el mundo bien podía llenarse con un hombre-hiena demoníaco.

Lo curioso es que, si uno lo piensa, los gnolls tienen un pie en el mundo real. No en las sagas escandinavas ni en las leyendas artúricas, sino en el desdén ancestral por las hienas. En algunas culturas se les temía como criaturas brujeriles; en otras, se les acusaba de robar niños. Así que cuando alguien decidió que el gnoll debía tener cara de hiena, todo encajó con sospechosa perfección.

Y aquí es donde, si me pongo un poco sentimental —y a veces lo hago, lo admito— me da pena el gnoll. Porque a diferencia del dragón, que en unas culturas es símbolo de sabiduría y en otras de destrucción, el gnoll nunca tuvo una oportunidad de redimirse. Nació tarde, sin abolengo ni poesía. Condenado a ser carne de espada, a aparecer como bulto número cuatro en la cueva del jefe final.

Tal vez eso explique por qué algunos autores modernos intentan rescatarlo. Pathfinder, por ejemplo, les da culturas más ricas, tradiciones propias, un atisbo de dignidad. Incluso en Warcraft aparecen como bribones torpes y algo entrañables. Es como si, en secreto, no quisiéramos que todas las hienas de la fantasía estuvieran destinadas a morir por dos dados de daño cortante.

Quizá ahí hay una enseñanza, aunque sea pequeña: incluso las criaturas inventadas, esas que llegaron tarde a la mitología, merecen un lugar en el banquete de la imaginación. Porque a veces el monstruo más improvisado puede decir mucho sobre nosotros: nuestra necesidad de enemigos claros, de risas malévolas que podamos odiar sin remordimientos y de villanos sin historia que justifiquen nuestras victorias.

Los gnolls, al final, son un espejo. Y no siempre uno halagador.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 22 de agosto de 2025

El precio de la eternidad

Siempre me preguntan por qué reímos...

La verdad es que no lo sabemos. Reímos como los ríos fluyen, como el viento rompe las ramas, como la ceniza olvida al fuego.
Vosotros, los humanos, pensáis que nos reímos de vosotros. A veces sí. Sois criaturas torpes, hermosas en vuestra torpeza, como copas de cristal al borde de una mesa. No podéis evitar caer. Y nosotras no podemos evitar mirar.
Pero otras veces reímos porque sentimos lo que vosotros teméis nombrar. Vuestra muerte late en nuestras alas. Vuestro olvido arde en nuestra lengua. Vuestra fugacidad es el espejo en que nos contemplamos.
¿No os dais cuenta? Somos eternas, y eso nos marchita. Vivir siempre es morir muy despacio, gota a gota, hasta que ya no queda ni sed. Vosotros en cambio ardéis de golpe, os consumís en unas pocas estaciones. Sois brasas en la nieve, luciérnagas que apenas alumbran… pero qué dulce es esa luz breve.
Una vez, un niño me preguntó si podía quedarse en nuestro reino. Su voz era pura, su risa limpia, y por un instante lo envidié. Le dije la verdad:
—Si te quedas, no crecerás. No amarás. No llorarás. Nunca morirás.
El niño me miró con los ojos grandes y dijo:
—Entonces no viviré.
Y se marchó. Me dejó sola con mi risa. Y todavía río, aunque cada vez suena más hueca.

-Arte de Brian Froud-



lunes, 4 de agosto de 2025

Bajo la Muralla

Osric enterró la pala dentro de la tierra húmeda y sacó una nueva carga de barro oscuro. Tenía los antebrazos entumecidos, y cada movimiento era una protesta de músculos agotados. La humedad goteaba del techo del túnel y formaba charcos que le empapaban las botas desde hacía horas.

No se había sentido tan cansado desde la primavera en que su padre murió aplastado por una viga de roble.

—¡Pasa el cesto! —gritó alguien detrás de él. Era Thurstan, el hijo del molinero, con la voz ronca y llena de irritación.

Osric giró y le tendió el capazo lleno de tierra. El túnel era angosto, apenas lo bastante alto para trabajar de rodillas, con el techo sostenido por vigas mal ajustadas y tablones que crujían más y más con cada palada de tierra.

"Si esta madera cede, no tendremos tiempo de rezar", pensó. Aunque hacía meses que no rezaba nada. Ni siquiera cuando cayó enferma su hermana pequeña. La guerra no dejaba tiempo para la fe.

Thurstan tiró del capazo y comenzó a arrastrarlo hacia la entrada del túnel. El muchacho no hablaba mucho desde que se encontró un cráneo bajo la tierra, a unos veintiocho codos de la muralla. Era de un viejo intento de asedio, quizás una generación atrás.

Arriba, el viento traía el olor del campamento: humo, sudor y orina. A Osric le gustaba más el olor de allí abajo. Era más honesto.

—¿Cuánto falta? —preguntó Ralph, al cantero que los dirigía.

Osric levantó la cabeza, sudando.

—Cinco codos, tal vez menos. Ya se oye el eco de la piedra.

Ralph asintió. Tenía la cara cubierta de polvo y los ojos inyectados en sangre por las lámparas de aceite. Llevaba días sin dormir bien. Los rumores decían que el conde estaba impaciente, que quería hacer saltar la torre sur antes de la cosecha, antes de que el rey mirara hacia otro lado.

Un golpe seco los detuvo.

La madera crujió.

Los tres se miraron, conteniendo el aliento. El túnel pareció respirar con ellos. Luego, un segundo crujido. Más agudo. Más cercano.

—¡Salid! —gritó Ralph.

Osric se empujó hacia atrás con las palmas embarradas. Thurstan dejó caer el capazo. Unas piedras pequeñas cayeron del techo. Luego tierra suelta.

Pero no colapsó.

—Ha cedido un poco, nada más —dijo Osric, jadeando—. Aún aguanta.

—Hoy sí —murmuró Ralph—. Pero si no colocamos refuerzos, mañana tal vez no.

Osric asintió, pero no volvió a coger la pala enseguida. Miró el suelo bajo sus rodillas, la humedad, la oscuridad, el aire espeso.

Sabía que si moría allí, lo haría sin ver la muralla caer. Sin saber si su trabajo había servido para algo.

Pero volvió a tomar la pala. Porque no había otra opción. Porque había hombres esperando allí arriba, con espadas limpias y escudos relucientes, y él no era uno de ellos.

 

lunes, 28 de julio de 2025

La Física No Explica el Encantamiento del Bosque, Gracias a Dios (Ni debería. Para eso están las buenas historias.)

En los viejos tiempos —antes de que la humanidad descubriera que podía prender fuego a cosas, y mucho antes de descubrir que podía prender fuego a otras personas— los cuentos eran lo único que impedía que las noches fueran totalmente oscuras. Literalmente. Porque si no había cuento, lo único que quedaba era mirar fijamente al fuego y escuchar cómo se quejaban los árboles.

Y aquí estamos ahora: en un mundo donde puedes imprimir una taza de té en 3D, pero no puedes recordar la última vez que te emocionaste con una historia que incluía hadas, dragones o una tetera encantada. Lo cual es trágico. No tanto por la tetera —ella está bien, se jubiló en 1998— sino porque los cuentos de hadas son el último lugar donde la lógica se inclina educadamente, se quita el sombrero y se retira para tomar un café caliente.

Vivimos inmersos en una maquinaria bien engrasada llamada “la vida real”, una especie de telar mágico que teje días grises con puntualidad británica y la elegante crueldad de un contable con alma de reloj de pulsera. Pero hay una puerta —una pequeña, generalmente de madera torcida, con una cerradura que sólo abre si todavía recuerdas cómo se sentía tener cinco años y estar convencido de que tu osito de peluche hablaba cuando no mirabas.

Esa puerta lleva a los cuentos de hadas.




-Thomas Blackshear-


No esos cuentos que Disney convirtió en musicales de orquesta con moralejas empaquetadas como galletas chinas. No. Me refiero a los cuentos con espinas. Con brujas que no son lo que parecen, lobos que tienen argumentos válidos, y hadas que probablemente fumen en pipa y lleven botas de combate porque ya han visto suficientes guerras mágicas como para no impresionarse por un simple unicornio fluorescente.

Los mejores cuentos de hadas, los verdaderos, tienen una especie de gravedad emocional que te arrastra, como una marea suave pero inexorable. Están llenos de ese tipo de tristeza que no es realmente tristeza, sino algo más... un anhelo por lo que pudo haber sido, por lo que aún podría ser si tan solo recordáramos cómo se llega al claro del bosque sin ser devorados por la rutina.

Es esa extraña mezcla de nostalgia y maravilla. Como mirar un atardecer de otoño mientras sabes que ya es hora de volver a casa, pero sigues ahí, porque ese último rayo de sol parece saber tu nombre. Es lo más parecido a un éxtasis religioso sin necesidad de ser creyente ni entrar a ningún templo.

Y lo necesitas. Nosotros lo necesitamos. Porque la ciencia nos ha dado respuestas a muchas preguntas importantes, pero no tiene ni idea de cómo responder a preguntas como: “¿por qué siento que el mundo era más brillante cuando tenía siete años?”

Los cuentos de hadas sí saben. No responden con fórmulas, sino con símbolos. Con metáforas. Con espadas que sólo cortan cuando es realmente necesario. Con mapas que sólo se dibujan cuando ya has dado el primer paso.

Así que, la próxima vez que te sientas atrapado entre la lógica de los semáforos y el zumbido de la fotocopiadora, abre un cuento. Cualquiera. Y si no lo tienes a mano, inventa uno. Porque en algún lugar entre el “Érase una vez” y el “vivieron felices para siempre”, hay un rincón para tu alma. Y en ese rincón, con suerte, hay una tetera que todavía canta.

Y te está esperando.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

viernes, 25 de julio de 2025

El ocaso de la fantasía otoñal: cuando el barro, el hierro viejo y la melancolía se desvanecen

Hay una cualidad difícil de describir que muchos lectores y espectadores asociamos con la fantasía medieval más poderosa: un tono crepuscular cargado de nostalgia. Un mundo donde el aire huele a cuero curtido, a leña y a la lana húmeda de las capas; donde los héroes pisan barro y hojas secas bajo un cielo plomizo, conscientes de que las grandes eras de la magia y el mito ya se han extinguido o se están desvaneciendo poco a poco.

Hoy, en buena parte de la fantasía contemporánea, esa atmósfera parece haberse diluido.
¿Qué ha pasado?

En las páginas de Tolkien, uno podía sentir la bruma que se colaba entre las ramas de los árboles, el lento ocaso de las grandes eras y la nostalgia de los elfos mientras contemplaban los mares que los separaban de Valinor. Las tierras de Terramar de Ursula K. Le Guin estaban marcadas por un ritmo pausado, como de mareas que avanzan y retroceden, dejando tras de sí restos de viejas magias, susurros de dragones que ya no alzan el vuelo y magos que saben demasiado bien que todo poder se agota. En estas historias, la fantasía era un territorio crepuscular, un otoño perpetuo en el que cada hoja caída parecía un recuerdo de lo que se había perdido. No había prisa en sus relatos, ni urgencia por deslumbrar al lector: solo un lento y triste desvanecerse de la maravilla.


Arte - John Howe

Incluso en las sagas más terrenales, la suciedad y el desgaste eran compañeros constantes. En las páginas de Sapkowski, los caminos estaban plagados de bandidos harapientos, y los castillos desprendían un tufo a humedad y a hoguera. Los personajes no eran héroes de póster: eran hombres y mujeres con dedos ennegrecidos por la escarcha, con cicatrices mal cerradas y una mirada que parecía siempre al borde de la resignación. En Canción de Hielo y Fuego, los inviernos eran más que un recurso narrativo: eran una amenaza palpable de muerte, con vientos helados que arrastraban el hedor de mil cadáveres olvidados en campos de batalla anegados por la lluvia.

Hoy, en cambio, la fantasía que domina las pantallas y buena parte de las estanterías tiene otra textura. Sus mundos son brillantes, ordenados como maquetas de un arquitecto meticuloso. Las ciudades parecen recién salidas de un render, con muros inmaculados y mercados donde no se oye el zumbido de las moscas sobre la carne en descomposición. Los castillos relucen y la atmósfera es más épica y luminosa, menos sombría y nostálgica.

Este cambio se debe en parte a la “Marvelización” del tono, diálogos rápidos, colores saturados y mundos más accesibles para el gran público. Muchos de estos entornos parecen diseñados como niveles de un RPG. La suciedad y el desgaste son sustituidos por un brillo digital y un acabado estilizado.

Tal vez lo que echamos de menos no es solo una estética, sino una sensación más profunda: la de habitar un mundo que ya ha conocido su auge y ahora se adentra en el crepúsculo, donde los grandes días de gloria son apenas un murmullo en las canciones de los bardos y las generaciones presentes viven entre ruinas, sin saber muy bien si son los guardianes de un legado o los últimos testigos de su extinción. Un mundo donde cada otoño se siente como un recordatorio de que nada es eterno, ni siquiera la magia. Recuperar ese tono no es cuestión de volver a ensuciar a los personajes o añadir barro a los caminos; es una forma de narrar en la que el tiempo, la pérdida y la memoria se convierten en los verdaderos protagonistas.

Y así, quizá, podríamos volver a sentirlo: el olor a cuero viejo, el crujido de la leña en la chimenea, el viento arrastrando hojas y cenizas sobre piedras milenarias. La fantasía que huele a tierra y a humo, que se respira como un aire frío y pesado, esa que no necesita grandes fuegos artificiales para ser inolvidable. Solo necesita silencio, penumbra… y un mundo que, aunque ficticio, parezca más real que el nuestro.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

 

 

 

 

miércoles, 16 de julio de 2025

El Templo de las Estatuas Sangrantes

Había oído rumores en las tabernas de Nidya, palabras susurradas entre tragos de vino agrio y miradas esquivas. Hablaban de un templo perdido en la Selva de Zylarin, construido en eras tan antiguas que los mismos dioses parecían haberlo olvidado. Decían que sus pilares de basalto negro estaban labrados con runas que ningún erudito se atrevía a descifrar, y que en el sanctasanctórum aguardaban ídolos de piedra con ojos vacíos y bocas que goteaban sangre fresca bajo la luna.

Lo encontré tras días de abrirme paso entre lianas y hojas tan grandes como escudos. La jungla era sofocante, y un silencio ominoso se extendía como un sudario, roto sólo por los gemidos de criaturas invisibles. Finalmente, allí estaba: una mole ciclópea de columnas corroídas, coronadas con grotescas figuras cuyos rostros humanos se retorcían en muecas de éxtasis o tormento. La piedra estaba caliente al tacto, como si conservara un calor infernal ajeno al sol.

Arte-Marty-Manlutac

Al entrar, un hedor dulzón de hierro y muerte me golpeó con la fuerza de un mazo. El suelo era de losas pulidas, manchadas con vetas oscuras que el tiempo no había podido borrar. Las estatuas se alineaban a ambos lados de la sala, figuras humanas y semihumanas, con músculos tensos como si fueran a romper su prisión pétrea en cualquier momento. Sus ojos vacíos parecían seguir cada uno de mis pasos.

Y entonces lo vi: un reguero carmesí que corría desde la boca entreabierta de un ídolo, un coloso con cabeza de serpiente y torso humano, cuyos colmillos de granito aún destilaban sangre fresca, brillante bajo el fulgor mortecino de antorchas agonizantes. Gotas densas se estrellaban contra la piedra, formando charcos que palpitaban como si tuvieran vida propia.

Sentí cómo un escalofrío de horror y fascinación me atravesaba. Las leyendas hablaban de sacrificios eternos, de almas atrapadas en la roca, condenadas a sangrar por toda la eternidad para aplacar a dioses olvidados. Tal vez era verdad. Tal vez aquellos ídolos no eran simples estatuas, sino prisiones para entidades que se revolvían, buscando carne y libertad.

Un susurro sibilante se alzó desde las sombras, tan bajo que dudé de mi cordura. Las estatuas parecían inclinarse hacia mí, las bocas entreabiertas formaban palabras en un idioma que ningún hombre debería oír. La sangre fluyó con mayor ímpetu, corriendo como riachuelos a lo largo de las grietas, y el templo mismo pareció latir como un corazón vivo.

Sabía que debía huir, pero mis pies se negaban a moverse. Comprendí entonces que el templo no era un lugar de adoración, sino un ente devorador, y yo era el siguiente tributo destinado a alimentar sus insaciables ídolos de piedra.

 

miércoles, 9 de julio de 2025

Forja de Piedra y Sangre: diseñando mazmorras para aventureros dignos

El hombre que diseña una mazmorra no es un arquitecto. No es un ingeniero ni un artista. Es un herrero del destino, un brujo de las profundidades que moldea piedra y sombras con la intención de probar el temple de los hombres y mujeres que osen poner un pie en su creación.

Olvida planos y simetría, olvida los diagramas pulcros y las listas de verificación. Una mazmorra no es un museo subterráneo; es un campo de batalla envuelto en oscuridad. Es un lugar donde los cobardes lloran y los fuertes se curten.

Cada mazmorra debe tener un corazón. No un órgano literal (aunque ¿por qué no?), sino un propósito primario que la impregne. No basta con que sea “un lugar lleno de monstruos y tesoros”. No. Tiene que nacer de algo más:

·         ¿Es la tumba maldita de un rey que gobernó con puño de hierro hasta que los dioses mismos lo enterraron bajo toneladas de roca?

·         ¿Es un templo profanado, donde las estatuas sangran y los ecos de plegarias olvidadas desgarran las almas?

·         ¿Es la fortaleza de un tirano que aún vigila desde un trono de huesos, siglos después de su muerte?

Sin ese corazón, la mazmorra será un cascarón hueco. Con él, cada piedra rezumará historia y cada sombra tendrá colmillos.

El combate no es un concurso de matemáticas. Es un acto brutal, primitivo, donde el filo de una espada decide más que cualquier hechizo o tirada de dados. Diseña encuentros que hagan que los jugadores sientan el peso de cada golpe:

·         Un corredor estrecho donde no cabe un espadón a dos manos.

·         Un puente colgante donde cada flecha puede significar la caída al abismo.

·         Una cámara donde el aire es tan pesado que incluso el más valiente siente sus rodillas temblar.

Los enemigos no son sacos de puntos de golpe: son depredadores hambrientos, soldados despiadados, demonios que ansían carne y almas. Haz que los jugadores los teman. Haz que cada combate importe.

Una trampa bien hecha no es una curiosidad; es una amenaza. No basta con un hoyo oculto bajo un tapete raído. No. Piensa en lanzas que surgen del suelo como dientes de piedra, muros que se cierran con un rugido de muerte, o glifos que convierten la carne en ceniza en un parpadeo.

Y recuerda: una trampa no está ahí “para ser encontrada”. Está ahí para matar. Que la paranoia se convierta en la única compañera fiel de los aventureros.



Arte - Carlos Castilho

Toda mazmorra necesita un jefe final, no porque lo dicte un manual, sino porque los grandes relatos siempre terminan con un choque de voluntades. Un enfrentamiento donde no hay escapatoria ni negociación posible.

Pero ese enemigo debe ser algo más que músculo y magia. Dale un pasado, una razón para defender el lugar hasta la última gota de sangre. Quizá es un rey-lobo que sobrevive en la frontera entre la carne y la leyenda. O un hechicero que se ha fundido con las piedras mismas, cuya voz resuena en cada grieta.

Que el enfrentamiento sea algo que los jugadores recordarán como si ellos mismos hubieran sentido el filo frío en el cuello.

No llenes las cámaras de oro sin fin ni de baratijas sin alma. Cada tesoro debe tener una historia:

·         Una espada mellada que mató a tres reyes y aún susurra sus nombres.

·         Un collar de ónix que encierra el espíritu de una amante traicionada.

·         Un tomo prohibido que tiembla como si latiera con un corazón propio.

Haz que los jugadores se peleen por ellos. Haz que teman las consecuencias de usarlos. Porque en mundos donde la magia es real, nada es gratuito.

Diseñar una mazmorra no es un entretenimiento. Es un reto para probar el valor de los vivos y dar sentido a la muerte de los que no lo tenían. No se trata de números ni equilibrios; se trata de leyendas.

El mundo ya está lleno de pasillos vacíos y enemigos sin alma. Haz que el tuyo sea diferente. Haz que cuando los aventureros salgan de tu mazmorra —si es que salen— no puedan mirar al horizonte sin oír el eco de espadas chocando en la oscuridad.

Porque ahí, en la piedra y la sangre, es donde nacen los héroes. O donde encuentran su tumba.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 2 de julio de 2025

Elric de Melniboné: Un albino y una espada con el apetito de un gato después de la siesta

En el multiverso de la literatura fantástica —ese vasto buffet libre de clichés, dragones y tipos con capas que nunca parecen necesitar ir al baño— hay figuras memorables. Algunos cabalgan nobles corceles, otros derrotan al mal con valor y palabras inspiradoras. Y luego está Elric de Melniboné, quien probablemente se olvidó de desayunar porque estaba demasiado ocupado vendiendo su alma a una espada.

Elric es emperador de una civilización decadente construida sobre esclavitud, pactos demoníacos y arquitectura gótica con más pinchos que sentido estructural. Y, como buen emperador de una sociedad que básicamente es Mordor con mejores modales, pasa sus días lidiando con demonios, asesinando a sus amigos por accidente (o por hobby) y hablando con una espada que grita cuando corta a la gente. Una espada que, además, te roba el alma con la eficiencia de un banco cobrando comisiones.

Stormbringer. Sí, así se llama la espada. Es el tipo de arma que uno no pone en un estante sobre la chimenea porque probablemente se comería a la chimenea y luego a tu gato. Y a ti. Y después diría que fue tu culpa por no estar “lo suficientemente épico”.

Lo curioso de Elric es que, a pesar de ser un antihéroe, es muy… educado. Es el tipo de persona que te cortaría por la mitad y luego lamentaría sinceramente haberlo hecho. “Oh, lo siento, viejo amigo. Pero mi espada lo quiso, y ya sabes cómo se pone si no la dejo jugar”. Uno imagina que las reuniones sociales en Melniboné eran un poco tensas.

“¿Quieres vino o cerveza?”
“¿Y tú, quieres seguir teniendo alma?”




Arte-KamyuDigitalArtworks


Lo más extraordinario es que Elric, a diferencia de muchos héroes de fantasía con mandíbulas cuadradas y motivaciones planas como una tabla de planchar, es trágicamente autoconsciente. Él sabe que está siendo manipulado. Por su espada. Por los dioses del Caos. Por su propio autor, Michael Moorcock, quien probablemente tuvo una adolescencia interesante. Pero en vez de rebelarse, Elric se encoge de hombros filosóficamente y se lanza de cabeza a su próximo error épico, como quien se arroja a una piscina sin verificar si tiene agua.

Y sin embargo, Elric perdura. ¿Por qué? Porque en el fondo, es honesto. Es la encarnación de la duda, el dolor, la búsqueda de redención en un mundo donde incluso los conejos probablemente estén poseídos por demonios. Es la cara pálida del hombre que quiere hacer lo correcto, pero cuyo destino se ríe de él con dientes afilados y voz de espada demoníaca.

Elric de Melniboné es como si Hamlet se metiera a un grupo de metal, consiguiera una espada satánica, y decidiera salvar el mundo destruyéndolo un poquito primero. No es un héroe convencional. No es un modelo a seguir. Pero es, sin duda, inolvidable.

Y si alguna vez lo encuentras en una taberna, por favor no lo invites a beber. Lo más probable es que termine invocando una tormenta, destruyendo la realidad y disculpándose por todo mientras Stormbringer te mastica el alma con entusiasmo.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Nota del autor: Este artículo contiene trazas de sarcasmo, ironía y ocasionales menciones a espadas con opiniones propias. No se recomienda leerlo cerca de artefactos mágicos o bibliotecas que se quejen en voz alta.

lunes, 16 de junio de 2025

La Última Batalla del Rey de los Geats

El cielo ardía con el rojo de un sol poniente, y sobre las colinas grises el humo serpenteaba como dedos de un dios moribundo. El anciano rey caminó hacia la entrada maldita, espada en mano, con la calma de quien ha caminado ya muchas veces al filo de la muerte. Beowulf, hijo de Ecgtheow, Señor de los Geats, se adentró en la oscuridad con la resolución de un hombre que ha vivido como guerrero y no teme morir como tal.
El túmulo del dragón era una cicatriz en la tierra: un montículo partido por una grieta ardiente, de donde emergía el aliento sulfúrico del infierno mismo. En las entrañas de esa grieta dormía el Wyrm: más antiguo que los hombres, más rico que un imperio saqueado. Había despertado por la codicia de un ladrón, y el fuego de su furia arrasaba aldeas, convertía las torres en antorchas y los ríos en vapor.
—Es aquí —gruñó Beowulf, y su voz era como un cuerno roto en la niebla—. Aquí ha de medirse el último aliento de mi linaje.
Y entonces el suelo tembló.
Del abismo surgió el dragón, vasto como una tormenta. Su cuerpo
era un vendaval de escamas bruñidas, su cola se agitaba como un látigo que podía partir árboles, y sus ojos, dos carbones infernales, destellaban con inteligencia y odio. Las alas se desplegaron con el rugido de mil estandartes al viento. Y luego, el fuego.
Beowulf no esquivó. No era su modo. Se alzó contra la ola ígnea como una roca contra la marea. El escudo se encendió en sus manos, ardiendo como una hoja seca, pero él cargó. Naegling cantó su canción de guerra al chocar contra las escamas del monstruo, una y otra vez, como el tambor de una tempestad. Cada golpe era un eco de los dioses antiguos, cada choque un clamor del destino.
El dragón rugía, la tierra se abría, el cielo lloraba cenizas.
Wiglaf gritó, quiso unirse, pero fue derribado por una embestida de viento ardiente. Sólo Beowulf quedó, quemado, sangrando, jadeante. Naegling, rota. Las costillas crujían bajo su propia respiración. Pero no se arrodillaba. No sabía hacerlo.
Entonces, cuando la bestia se alzó para dar el golpe final, Beowulf, con el brazo que aún respondía, sacó el cuchillo corto que llevaba al cinto. Un arma sin nobleza, sin nombre. Y la hundió en el vientre del Wyrm, bajo una escama rota.
Un chillido antinatural desgarró los cielos. El dragón se estremeció como si la misma montaña estuviera muriendo. Cayó sobre Beowulf, su aliento final era un torrente de humo y azufre. El viejo rey gritó, no de miedo, sino de rabia, de una furia que no cabía en un solo hombre.
Cuando Wiglaf se arrastró hasta él, encontró a su señor sepultado bajo la sombra del dragón, pero vivo aún. Sus labios sangraban, pero sonreían.
Beowulf, estaba cubierto de cenizas y sangre. Sus ojos miraban el horizonte, donde el mar entonaba canciones antiguas. Con voz quebrada, susurró:
—He matado al Wyrm —murmuró, mientras la vida lo abandonaba como el sol en un invierno eterno—. Que canten sobre esto. Que lo recuerden. Fui rey. Fui guerrero. Y hoy... soy leyenda.
Y así, Beowulf, último de su estirpe, yacía sobre las piedras calientes, coronado por la sangre y el fuego, con los ojos abiertos hacia un cielo que ya no vería. No con lágrimas, sino con orgullo.
Como mueren los reyes.
Como nacen las leyendas.




Arte de -Andrew Howat-

lunes, 9 de junio de 2025

Event Horizon

Por alguien que ha visto cosas que no creerías. Y que probablemente debería haber mirado menos películas de ciencia ficción a medianoche. O más. No estoy seguro.

 



Pocas películas han conseguido reunir en una sola nave espacial la claustrofobia de una consulta dental sin anestesia, el entusiasmo arquitectónico de un gótico con complejo de Frankenstein, y el pequeño detalle de que el universo puede, efectivamente, odiarte con una pasión casi literaria.

Imaginad, si podéis —aunque si no podéis, mejor—, una nave que viaja más rápido que la luz no doblando el espacio, como hacen los buenos muchachos en Star Trek, sino perforándolo como quien atraviesa una cortina de ducha con una barra de hierro oxidada. Una nave que va más allá, y luego regresa. Y como buen turista dimensional, no regresa sola.

Sí, claro, hay agujeros negros. Hay científicos con miradas intensas y cabello cuidadosamente despeinado, lo que en el cine siempre es señal de que las cosas van a terminar mal. Y hay a bordo un capitán que, en un admirable ejemplo de economía narrativa, dice frases como “El infierno está en esta nave” con la serenidad de quien ofrece galletas.



Como todo relato verdaderamente humano disfrazado de ciencia ficción, Event Horizon no trata realmente sobre el espacio, sino sobre el vacío interior. El agujero negro en el alma. Ese sentimiento al abrir el refrigerador y descubrir que alguien se ha comido el último pastel de carne. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Fue usted mismo? ¿Y si lo fue… quién lo observaba mientras lo hacía?

Recuerdo verla por primera vez, a finales de los 90. Una época extraña, con más chaquetas de cuero que sentido común, y donde el horror tenía una cualidad granulada, como si estuviera siendo transmitido directamente desde una dimensión paralela con mala señal. Event Horizon encajaba perfectamente. Era como una carta de amor escrita con sangre a Hellraiser, 2001: Odisea del espacio, y ese rincón oscuro del cerebro donde guardamos los sueños que no contamos a nadie.

Por supuesto, no todo el mundo la entendió. “Demasiado confusa”, dijeron algunos. “Demasiado gore”, dijeron otros. “¡Esí no es cómo funciona la física!”, gritaron los ingenieros, justo antes de ser absorbidos por un portal interdimensional con gritos digitalmente distorsionados.



Pero quienes la amaron, la amaron con la clase de devoción que se tiene por un gato tuerto y psicópata: porque sabías que, en el fondo, te estaba enseñando algo importante. Algo sobre ti mismo. Algo que probablemente requería terapia. O una taza de café muy, muy fuerte.

En fin. Event Horizon sigue ahí, flotando en el tiempo cinematográfico, como un eco de advertencia. Una nota manuscrita que dice: “Si vas a jugar con el tejido del universo, al menos asegúrate de tener una linterna, un crucifijo, y un contrato que diga claramente que no se admiten portales al infierno.”

Y si después de todo eso, aún decides subir a bordo…

Bueno. Que los dioses —o lo que quede de ellos— se apiaden de tu alma.

Nota final: Nunca confíes en una nave espacial que parece diseñada por alguien que soñó con catedrales y despertó gritando. Especialmente si el diseñador también era un físico cuántico con tendencias góticas. Nunca termina bien.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 30 de mayo de 2025

El Tiempo es Relativo, Especialmente si Eres un Brujo con Resaca

En el gran tapiz del Tiempo —esa alfombra mágica que siempre se desenrolla hacia donde menos lo esperas— hay personajes que envejecen como el vino, y otros como la leche. Y luego está Geralt de Rivia, quien, a pesar de haber nacido literariamente en los años 80 (cuando el mayor acto de brujería era grabar una cinta sin que se cortara), hoy camina entre nosotros como si nada. Con su espada, su sarcasmo y su inexplicable capacidad para sobrevivir en una economía medieval que claramente no tiene sentido.

Creado en 1986 por Andrzej Sapkowski, Geralt es un brujo mutante cínico, estoico, y con una voz interior que claramente fuma en silencio. De alguna manera, logró escapar de su contexto ochentero —donde uno esperaba hombreras, no grifos gigantes— y convertirse en un icono de la cultura pop actual.


-Arte de Bogusław Polch-

Es decir, ¿cómo es posible que un tipo con la expresión emocional de una piedra mojada y un peinado de heavy metal siga siendo relevante en 2025?

Respuesta corta: Porque es genial.
Respuesta larga: Porque los héroes cansados del mundo tienen una forma de resonar con generaciones que también están cansadas del mundo.

Y no hablemos solo de Geralt. Consideremos por un momento a ese otro fenómeno atemporal: "Juego de Tronos" (o A Song of Ice and Fire, si quieres sonar como alguien que compra ediciones de tapa dura y corrige a los demás en Twitter).

Publicado por primera vez en 1996, la saga de George R.R. Martin llegó en una época en la que los móviles eran ladrillos, el CGI daba miedo, y nadie se esperaba que un autor tardara más en terminar una novela que un dragón en alcanzar la madurez fiscal.

Y, sin embargo, hoy seguimos hablando de Invernalia como si fuera una ciudad turística con reseñas en TripAdvisor.

 

¿Por qué siguen vivos?

1.      Ambigüedad Moral:
Ni Geralt ni Tyrion ni Jon Nieve son héroes de brillante armadura. Son hombres rotos, sarcásticos, a veces borrachos. Como uno mismo, pero con espadas.

2.      Crítica Social Disfrazada de Espadas y Magia:
Estos mundos fantásticos se sienten extrañamente familiares. Corrupción, guerra, desigualdad, dragones que no pagan impuestos… lo de siempre.

3.      El Arte de No Explicarlo Todo:
Parte del encanto es que ni Sapkowski ni Martin se molestan en darte todas las respuestas. Solo las preguntas. Y, a veces, un mapa incompleto.

 

Lo curioso es que estas obras se sienten más modernas que algunas novelas escritas la semana pasada. Y eso es porque los buenos cuentos, como los buenos brujos, aprenden a adaptarse.

Hoy Geralt vive en Netflix, en videojuegos con presupuesto de película, y en memes de internet donde se queja de tener que hacer "otra maldita misión secundaria". Tyrion es un GIF. Daenerys es un tatuaje que ahora muchos lamentan. La fantasía se ha digitalizado, comercializado, serializado… pero el corazón sigue ahí: un puñado de personajes enfrentándose al caos, con sarcasmo, acero y cero ganas de ser leyendas.

Así que sí: Geralt es de los 80. Tyrion es de los 90. Y tú, lector, probablemente también te sientas un poco fuera de época. Pero eso es parte del encanto. En el fondo, la buena fantasía no caduca. Solo espera su momento para reaparecer, con una nueva capa de polvo, una nueva adaptación... y la misma vieja verdad:

“El mundo está mal hecho. Lo único que puedes hacer es seguir adelante, matar monstruos, y procurar que te paguen.”

Y si eso no es eternamente actual, no sé qué lo es.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

martes, 20 de mayo de 2025

Fuego en la noche eterna

 

Zona de conflicto: LV-871, sector delta. Fecha estimada: perdida entre registros distorsionados por la radiación. Unidad: Escuadra Charlie, 4° de Infantería Colonial. Estado: comprometido.

 

El bunker apestaba a sudor rancio, aceite de armas y sangre coagulada. Y aún así, era lo más cercano al paraíso que les quedaba. Fuera, entre las trincheras fangosas y el alambre de púas oxidado, esperaban los hijos de la oscuridad. Los Xenomorfos. Demonios negros nacidos de una pesadilla biomecánica.

El sargento Briggs se pasó el brazo por la frente, dejando una mancha de tierra y mugre en lugar de alivio. Su brazo temblaba. No de miedo. De rabia contenida.

—Carguen esas putas torretas —escupió, mientras le daba una patada al generador auxiliar para que dejara de parpadear como un maldito árbol de Navidad.

—¿Y si no vienen esta noche, sargento? —preguntó Becker, el más joven del pelotón, el único que aún tenía voz para hacer preguntas estúpidas.

Briggs lo miró. No respondió. Sólo señaló las paredes del bunker. Garras. Cortes. Ácido derretido en el blindaje como si fuera mantequilla. “Si no vienen esta noche”, pensó, “es porque están esperando que bajemos la guardia. No lo haré. No otra vez.”

Los otros cinco marines no hablaban. Revisaban los cargadores. Revisaban los sensores. Construían barricadas improvisadas con los cuerpos de sus compañeros caídos. Cada uno de ellos con su propia herida, su propio infierno en la mirada. Perkins había perdido un brazo y seguía allí, con el muñón envuelto en vendas sucias, cargando munición con los dientes. Chao fumaba algo que ni Dios podría identificar. Algo que traía de su planeta natal y que olía como si estuviera hecho de goma quemada y muerte.

Cuando el primer chillido rompió el silencio, el sonido pareció salir de todas partes a la vez. Como si el mismo aire estuviera pariendo monstruos. Perkins se santiguó con el muñón, mientras Chao murmuraba en cantonés lo que parecía una oración o una maldición.

Briggs no esperó. Dio la orden.

—Encended las luces. ¡Ahora!

Los focos exteriores, montados sobre estacas con cinta adhesiva, vomitaron un halo amarillento y tembloroso sobre la tierra encharcada. Y allí estaban. Cientos. Tal vez miles. Las sombras negras avanzando entre la niebla ácida. Corriendo como animales, como dioses caídos. Sin armas. No las necesitaban.

Las torretas automáticas rugieron. Las armas de los marines chisporrotearon como fuegos de artificio de un funeral maldito. La tierra se llenó de casquillos, ácido y gritos. Un xenomorfo cayó en la zanja, estallando en un chorro de fluido verde que derritió la pierna de Vargas. Gritó, pero siguió disparando hasta que su cuerpo quedó sin balas ni carne que lo sostuviera.

Briggs vio cómo uno de ellos —un bastardo con doble mandíbula y garras como guadañas— trepaba por la pared lateral. Le metió una ráfaga entera en la cabeza. No bastó. Siempre parecían necesitar más balas de las que uno tenía.

Dentro del bunker, la sangre corría por los pasillos. Chao fue arrastrado por el conducto de ventilación. Becker murió protegiendo la retaguardia, con las tripas colgando pero los dedos aún apretando el gatillo. Perkins rió como un loco, su último cigarro colgaba de los labios, antes de hacer explotar una carga C-12 y llevarse a una docena de criaturas con él.

Al final, sólo quedó Briggs.

Sólo. Sentado contra una pared que ya no era pared sino un colador humeante. Con la pierna destrozada, sin más balas, sin más nombres que recordar. Sólo el sonido de su respiración. Sólo los chillidos que llegaban de todas partes, esperando el momento justo para acabar con lo poco que quedaba.

Y entonces, en medio del silencio, encendió su grabadora de campaña.

—Informe final de la escuadra Charlie. Posición comprometida. No hay supervivientes. Los xenomorfos no son una amenaza. Son el fin. No envíen refuerzos. No los maten. Quemen el planeta.

Sonrió. Una sonrisa con dientes rotos y alma en carne viva.

Luego, cuando escuchó el sonido de las garras arañando el metal, dejó de grabar.

Y esperó.

 


martes, 13 de mayo de 2025

El Juramento de la Elfa

El olor a hueso seco y podredumbre flotaba en el aire como un manto invisible. Liria no lo notaba. Había aprendido a no respirar cuando el hedor de la muerte era tan denso que podía quedar atrapado en los recuerdos. En su mano, el bastón vibraba con una luz blanca, pálida como la luna, pura como la ira de una mujer traicionada.

Los esqueletos crujían con cada paso. No gemían, no gritaban, pero sus espadas oxidadas hablaban por ellos. Liria los conocía bien: guerreros caídos, marionetas de un nigromante cobarde que jugaba a ser dios desde la seguridad de sus criptas.

—¿Otra vez los muertos, Valtax? —susurró, más para sí que para ellos—. ¿Nunca aprendes?

El primero se abalanzó. Un corte rápido, de arriba abajo. Fácil. Como cortar ramas secas en otoño. Pero no había espacio para el descuido. No cuando los muertos no sienten miedo, ni dolor, ni cansancio. Otro llegó por su flanco derecho, y con un gesto seco de la mano izquierda, una descarga de luz lo redujo a ceniza. El cráneo rodó por el suelo como una burla muda.

No estaba luchando para sobrevivir. Eso lo había hecho en otras guerras, en otros siglos. Esta vez peleaba por algo más viejo y más ardiente: la redención. La de su gente. La suya propia.

—¡Valtax! —gritó al cielo encapotado, al círculo de runas flotantes que marcaban la cúpula de poder desde donde el mago miraba—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Mira en qué los has convertido!

Solo obtuvo silencio. Él no bajaría. Nunca lo hacían.

Una docena más. Quizá veinte. No importaba. Las runas en su muñeca brillaron con un fulgor dorado mientras murmuraba palabras que harían sangrar a un sacerdote. Y entonces el suelo tembló. La luz brotó de su bastón como un torrente divino. Los esqueletos se detuvieron. Uno a uno, se deshicieron en polvo, como si el tiempo los hubiera alcanzado de pronto.

Liria cayó de rodillas. No por agotamiento. Por rabia. Por lo que había hecho. Por lo que aún haría.

—Uno por uno, Valtax —dijo con voz ronca, mirando la cúpula—. Uno por uno los devolveré a la tierra.

Y se levantó, con la furia aún latiendo en sus venas, envuelta en la luz de la magia antigua, la que no se canta, la que no se enseña, la que solo conocen los que han perdido demasiado.

martes, 6 de mayo de 2025

Personajes Marginales en la Fantasía: Un Mundo a Medio Camino Entre la Luz y la Oscuridad

Cuando hablamos de héroes en la literatura de fantasía, todos imaginamos a un caballero de brillante armadura, o una doncella con una espada mágica que puede dividir la oscuridad en dos. Pero, y si te dijera que, en realidad, los personajes más interesantes suelen estar en los márgenes. Y no hablo solo de los márgenes de un mapa de fantasía, esos oscuros y misteriosos territorios donde nadie se atreve a ir, sino de los márgenes de las historias mismas. Esos personajes que no se ajustan a los roles predefinidos, que no encajan en la categoría de "héroe" o "villano" y que a menudo nos hacen preguntarnos: ¿qué demonios estoy leyendo?

Esos, mis queridos lectores, son los personajes marginales, esos seres que desafían las expectativas, que caminan en el borde de la moralidad, que están lo suficientemente lejos de la línea recta como para parecer que están fuera de foco.

Lo primero que hay que aclarar es que el personaje marginal no es ni bueno ni malo. Es algo intermedio, algo que está en el limbo de la indecisión. Estos personajes no tienen el lujo de la claridad moral que acompaña a un héroe clásico ni la maldad obvia que caracteriza a un villano de opereta. Son las personas que, si te los encuentras en la calle, probablemente no sabrías si invitarlos a tomar un té o correr en dirección contraria.

Pero esa ambigüedad es lo que los hace tan fascinantes. Pensemos en personajes como Rincewind, el mago de El color de la magia de Terry Pratchett. No es un héroe. No es un villano. Es un individuo cuya mayor habilidad es escapar de situaciones en las que ni siquiera el viento quiere meterse. Sin embargo, lo que lo convierte en un personaje memorable no es su falta de valentía, sino su constante voluntad de sobrevivir a toda costa, sin importar a quién tenga que arrastrar consigo en el proceso.

A lo largo de la historia de la fantasía, el atractivo de los personajes marginales ha sido evidente. ¿Quién no disfruta de los matices de personajes como Tyrion Lannister en Juego de Tronos o los complejos y humanos personajes de la trilogía de Lyonesse de Jack Vance? Hay algo hipnótico en aquellos que no se ajustan a las etiquetas sencillas, algo que invita a la reflexión: ¿qué haríamos nosotros en su lugar?



-Arte para la novela El Jardín de Suldrun de Jack Vance por Enrique Corominas-

Y ahí está la clave: los personajes marginales son un espejo de la humanidad misma. No todo es blanco o negro, no todo es de una sola pieza. La vida es más bien una gama de grises, y los marginales nos muestran cómo navegar por este espectro. Son la prueba de que no es necesario ser completamente bueno ni completamente malo para ser interesante.

En este punto, podemos pensar en el personaje marginal como un explorador entre el claro y el oscuro. Mientras que los héroes típicos brillan como un faro de luz (y no, no me refiero a ese tipo de luz, esa que te deja ciego), y los villanos se esconden en las sombras con planes oscuros, los marginales viven en el delicado espacio intermedio. Un buen ejemplo sería el temible (y ocasionalmente entrañable) Snufkin de Moomin de Tove Jansson. No es un villano, ni un héroe, pero su independencia y su actitud errante lo convierten en una figura que escapa de cualquier clasificación sencilla.

Y, por supuesto, volvemos a Terry Pratchett, quien perfeccionó el arte del marginal con personajes como el propio Muerte, quien siempre parece tener un toque de simpatía por los mortales, pero nunca deja de ser la representación de lo inevitable. La muerte misma en la obra de Pratchett es tan marginal como puede serlo un personaje.

Los personajes marginales existen para recordarnos que la vida no es una cuestión de "blanco y negro". A veces, las decisiones más importantes se toman sin un claro sentido de lo correcto o incorrecto. Por ejemplo, el ladronzuelo que roba un pan, pero que lo hace para alimentar a su familia, ¿es un villano? Tal vez un héroe, tal vez un superviviente, pero, en muchos casos, simplemente un ser humano con sus propios principios.

Los marginales no solo son una herramienta narrativa, sino que son reflejos de nuestros propios dilemas. Nos recuerdan que, a veces, el bien no es tan claro como una espada brillante. A veces, ser "bueno" significa tomar decisiones difíciles, y ser "malo" puede ser simplemente una cuestión de perspectiva.

Tal vez no llevan espadas ni coronas, pero los personajes marginales poseen algo igual de poderoso: la libertad de ser impredecibles. Y eso, en cualquier mundo, es pura magia.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

Sir Quejote y el Gran Desgaste

Sir Quejote no era un caballero como los de antes. De hecho, ni siquiera era caballero oficialmente. Solo se hacía llamar así porque había encontrado una armadura oxidada en un mercado de pulgas y le gustaba cómo sonaba cuando caminaba: clonk-clink-crack. Era, según él, un “guerrero del alma”, lo cual no significaba absolutamente nada, pero sonaba bien en sus discursos.

Acompañado por su fiel escudero, Sancho Uno—un maniquí de tienda atado a una carretilla oxidada que usaba como burro—Sir Quejote vagaba por los campos post-apocalípticos del Reino de Mediavacía, buscando injusticias que se dejaran corregir o al menos conversar.

—¡Sancho, mira! —exclamó una mañana, señalando tres figuras sentadas al borde de una trinchera olvidada—. ¡Tres caballeros caídos por el peso del deber! ¡Vamos a levantarlos con poesía!

Los tres soldados no se movieron. Porque eran estatuas. De hormigón. Parte de una vieja instalación artística titulada “Dolor y presupuesto militar”. Pero eso no detuvo a Quejote.

—¡Ánimo, hermanos del acero emocional! Yo también lucho contra gigantes invisibles: la burocracia, el tedio, y esa señora del archivo que nunca encuentra mi expediente.

—No te oyen —murmuró una voz. Era un cuervo que llevaba un casco de latón y olía vagamente a sarcasmo.

—¿Tú qué sabes? —replicó Quejote, ofendido—. No todos los héroes necesitan ser escuchados. Algunos solo necesitan hablar mucho hasta que alguien se rinda y les dé una medalla.

El cuervo lo miró largo rato, luego soltó un graznido que sonó sospechosamente como una risa.

—¿Y cuál es tu misión real, Sir Quejote?

—Salvar el mundo, claro.

Esa noche, bajo un cielo donde las estrellas parecían tener resaca, Quejote se sentó frente a los soldados de piedra. Sacó su flauta desafinada. Tocó algo que podría haber sido música si las leyes de la acústica fueran más tolerantes.

—A veces, Sancho —le dijo al maniquí—, uno no pelea por ganar. Pelea para no oxidarse por dentro.

El viento no respondió. Pero si lo hubiera hecho, seguro se habría burlado un poco y luego le habría ofrecido un cigarro.



Wargames de fantasía: jugar a inventar mundos

Hay quienes creen que un wargame es solo eso: un juego de guerra. Figuras de plástico alineadas, dados que ruedan, reglas que se consultan c...