Había oído rumores en las tabernas de Nidya, palabras susurradas entre tragos de vino agrio y miradas esquivas. Hablaban de un templo perdido en la Selva de Zylarin, construido en eras tan antiguas que los mismos dioses parecían haberlo olvidado. Decían que sus pilares de basalto negro estaban labrados con runas que ningún erudito se atrevía a descifrar, y que en el sanctasanctórum aguardaban ídolos de piedra con ojos vacíos y bocas que goteaban sangre fresca bajo la luna.
Lo encontré tras días de abrirme paso entre lianas y hojas tan grandes como escudos. La jungla era sofocante, y un silencio ominoso se extendía como un sudario, roto sólo por los gemidos de criaturas invisibles. Finalmente, allí estaba: una mole ciclópea de columnas corroídas, coronadas con grotescas figuras cuyos rostros humanos se retorcían en muecas de éxtasis o tormento. La piedra estaba caliente al tacto, como si conservara un calor infernal ajeno al sol.
Al entrar, un hedor dulzón de hierro y muerte me golpeó con la fuerza de un mazo. El suelo era de losas pulidas, manchadas con vetas oscuras que el tiempo no había podido borrar. Las estatuas se alineaban a ambos lados de la sala, figuras humanas y semihumanas, con músculos tensos como si fueran a romper su prisión pétrea en cualquier momento. Sus ojos vacíos parecían seguir cada uno de mis pasos.
Y entonces lo vi: un reguero carmesí que corría desde la boca entreabierta de un ídolo, un coloso con cabeza de serpiente y torso humano, cuyos colmillos de granito aún destilaban sangre fresca, brillante bajo el fulgor mortecino de antorchas agonizantes. Gotas densas se estrellaban contra la piedra, formando charcos que palpitaban como si tuvieran vida propia.
Sentí cómo un escalofrío de horror y fascinación me atravesaba. Las leyendas hablaban de sacrificios eternos, de almas atrapadas en la roca, condenadas a sangrar por toda la eternidad para aplacar a dioses olvidados. Tal vez era verdad. Tal vez aquellos ídolos no eran simples estatuas, sino prisiones para entidades que se revolvían, buscando carne y libertad.
Un susurro sibilante se alzó desde las sombras, tan bajo que dudé de mi cordura. Las estatuas parecían inclinarse hacia mí, las bocas entreabiertas formaban palabras en un idioma que ningún hombre debería oír. La sangre fluyó con mayor ímpetu, corriendo como riachuelos a lo largo de las grietas, y el templo mismo pareció latir como un corazón vivo.
Sabía que debía huir, pero mis pies se negaban a moverse. Comprendí entonces que el templo no era un lugar de adoración, sino un ente devorador, y yo era el siguiente tributo destinado a alimentar sus insaciables ídolos de piedra.
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