Yelmogris se yergue, indómita y enigmática, sobre su propia historia sepultada. Cualquiera que pase por sus plazas, observe los muros de piedra gris que desafían los siglos y escuche el murmullo inquieto del Brumandé, siente que Yelmogris es más que una ciudad. Bajo sus calles y plazas, bajo las pisadas de mercaderes, cortesanas y rufianes, descansan las catacumbas: un laberinto subterráneo de piedra y silencio, vestigio de una época oscura de la que pocos desean hablar.
Las catacumbas fueron excavadas en un oscuro período en el que la ciudad estaba gobernada por el Consejo de los Tres: un triunvirato de tiranos y hechiceros que sometieron a Yelmogris a sus caprichos y deseos más retorcidos. Era una época de sacrificios y ritos que los clérigos contemporáneos prefieren omitir en sus crónicas, pero que algunos viejos en la ciudad todavía recuerdan con terror. En aquella época, las catacumbas fueron construidas como tumbas de las víctimas del Consejo, pero también como último destino de los condenados, aquellos que jamás volverían a ver la luz del sol.
Con el paso de los siglos, tras la caída del Consejo de los Tres, las catacumbas cambiaron de propósito. Las familias nobles comenzaron a utilizarlas como lugar de eterno reposo, pues creían que el silencio y la piedra fría preservaban el alma de las fauces de la muerte. Algunos relatos apuntan que bajo el manto de respeto a los difuntos había un miedo supersticioso: las familias creían que el subsuelo de Yelmogris, tocado por la magia oscura del Consejo, podía protegerlos de males peores que la muerte.
Las catacumbas no son solo galerías y criptas: son un espacio donde el tiempo parece detenerse y la oscuridad se siente como una presencia palpable, casi viva. Hay quienes aseguran que entre las paredes húmedas de esos pasadizos todavía se escucha el eco de las súplicas de las víctimas del Consejo de los Tres. Los sepultureros y exploradores, gente curtida en lo macabro, han relatado que han visto sombras que se mueven por voluntad propia, o luces que aparecen en la distancia como si las mismas catacumbas respiran. Muchos lo atribuyen a la magia antigua que aún palpita en las piedras. Otros, a algo peor: dicen que las almas de los caídos en tiempos del triunvirato aún rondan, atrapadas en un ciclo de agonía interminable, incapaces de encontrar la paz.
A lo largo de los años, las catacumbas han sido saqueadas y exploradas por cazadores de tesoros y magos que buscan objetos de poder, pero pocos salen de allí con vida y menos aún con algo de valor. Entre los que han regresado, circulan rumores sobre una tumba olvidada, un lugar donde se dice que yace el último de los miembros del Consejo de los Tres, un hechicero conocido solo como “El Errante”. Según estos relatos, el cuerpo del Errante permanece incorrupto, envuelto en ropas de seda negra y guardado por runas de protección que ningún mago moderno ha sido capaz de descifrar. Se dice que su sepulcro oculta un grimorio, un libro de magia antigua que contiene los secretos de su oscuro poder. Sin embargo, nadie ha podido corroborar la existencia de tal objeto de poder. Quizás sea mejor así, pues los supersticiosos creen que quien ose despertar al Errante atraerá la corrupción y la calamidad de tiempos pasados a la ciudad. No sería la primera vez que un aventurero irrumpe en los pasadizos oscuros de las catacumbas solo para no regresar jamás, o peor aún, volver con los ojos vacíos y la lengua hinchada de palabras sin sentido, balbuceando cosas sobre “sombras hambrientas” y “silencio que rasga el alma.”
Pocos se atreven a bajar a las catacumbas sin protección. Aunque algunos tuneleros y ladrones experimentados conocen caminos seguros, la mayoría de los mortales no tienen tal privilegio. Cuentan las leyendas que en las profundidades más oscuras habita una criatura conocida como “el Pálido”. Esta figura, que recuerda a un hombre pero que se mueve con el retorcido andar de una bestia herida, se alimenta del miedo de aquellos que se pierden en los laberintos. Dicen que, cuando alguien está al borde de la desesperación y ya no puede encontrar la salida, aparece el Pálido y les ofrece un pacto: libertad a cambio de su alma.
Para algunos, sin embargo, los horrores de las catacumbas no son suficientes para impedir su descenso. Los cazadores de fortuna, guiados por las promesas de tesoros ocultos, descienden cada año. Incluso magos renegados y alquimistas desesperados han buscado en sus profundidades respuestas a sus propias ambiciones. No obstante, pocos logran regresar. Los que sí lo hacen son hombres rotos, sus mentes hechas trizas y sus cuerpos marcados por cicatrices invisibles, balbuceando sobre “cosas” en la penumbra, como si los secretos que habían buscado los hubieran alcanzado primero a ellos.
Hoy, las catacumbas de Yelmogris siguen siendo territorio de lo desconocido. Las familias nobles, temerosas de que sus propios muertos se vean atrapados en un ciclo de sufrimiento, han dejado de enterrar a sus fallecidos allí y prefieren ceremonias sencillas fuera de la ciudad. Pero algunos pobres siguen siendo llevados a las catacumbas, como ofrendas de una ciudad que, de algún modo, paga su deuda con los horrores de sus raíces.
Los magos de la Hermandad, en especial aquellos del Círculo de Hierro, sostienen que algo oscuro ha comenzado a brotar de las profundidades. Hay noches en que las calles se llenan con el eco de extraños gemidos que ascienden desde las entrañas de la ciudad. La gente se persigna al pasar por las entradas de las catacumbas, lanzando una moneda como tributo a los muertos. Y aquellos que han descendido recientemente cuentan que, si uno afina el oído en ciertas cavidades, es capaz de escuchar algo más allá del eco de sus propios pasos.
Dicen que la oscuridad está despertando.
Así, las catacumbas de Yelmogris no son solo tumbas. Son el reflejo de una ciudad que oculta horrores y secretos, un laberinto que, como su historia, no está dispuesto a quedarse en el olvido.
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