El paso suave y continuo de la montura acorazada hacía que los ojos de la doncella de la espada se cerraran a intervalos, abriéndose de forma brusca cuando el robusto caballo tenía que sortear algún obstáculo. Hacía dos días que dejara atrás las tierras Trurias. Ahora, con cansancio, dirigía a su montura de forma perezosa, manteniendo siempre a la vista el Río Esmeralda en dirección al este, camino a la casa familiar. Había pasado dos meses sirviendo con los jinetes elegidos en las montañas verdes de Gurdiae, manteniendo seguros los caminos y asegurando el libre ir y venir de comerciantes, viajantes y trabajadores. Fue un trabajo sencillo e incluso agradable, salvo por algunas incursiones de poca importancia llevadas a cabo por grupos aislados de orcos, humanos y guirrias. Le vendría bien el dinero ahorrado, podría costear la mano de obra necesaria para sembrar la tierra y asegurar así el siempre cercano invierno, y las oscuras criaturas que a veces lo acompañaban.
Poco a poco comenzó a ver a lo lejos la Ciudad de los Túmulos, hogar eterno de hombres y otras razas, colinas enormes artificiales, muchas de ellas recubiertas con extrañas estatuas en piedra o madera, emulando a sus moradores en diferentes poses, o simplemente columnas talladas o construcciones pétreas que recordaban vagamente a puertas. Tales colinas se encontraban rodeadas por castaños en su mayoría, los cuales para extrañeza de la doncella de la espada Allania, se encontraban desnudos, sin hojas, aunque sí recubiertos de una gruesa capa de musgo y hongos de diferentes colores y tamaños. El astro rey Baekhalis llevaba ya hecho casi más de la mitad de su recorrido en el horizonte, y un grueso manto de fría y húmeda niebla comenzaba a cubrir la Ciudad de los Túmulos, dando la impresión de ser islas suspendidas en la nada, y no colinas ancladas en tierra firme.
Allania continuó su recorrido ahora dirección sureste, bordeando los túmulos sin mirar atrás, aunque en más de una ocasión creyó sentir miradas frías y acusadoras en su perlada nuca. Se sentía ridícula ante los sentimientos casi infantiles, de terror a lo sobrenatural, que comenzaban a invadirle, terrores abundantes en cuentos para asustar a los niños en las noches de invierno. Era ella una doncella de la espada, había probado su valor en no pocas ocasiones, y su temple se había conservado férreo e inamovible ante los numerosos adversarios que intentaron arrebatarle la vida. En algún momento de la noche y sin ella quererlo, sus ojos se cerraron sumiéndola en un torbellino de sueños lúcidos e inenarrablemente oscuros y tenebrosos.
Allania se despertó en un suelo fangoso y con olor a cenagal pútrido. No logró ver dónde se encontraba su montura, ni comprendía cómo había acabado en el suelo, recubierta de un sudor frío e intranquilizador. A unos diez metros, sobresaliendo del fango, pudo ver lo que parecía ser los restos de una testera y una capizana oxidada sobresaliendo ligeramente del suelo, pero sin rastro alguno de la montura en su interior. Buscó con excitación y vehemencia sus armas, pero solo pudo encontrar el estilete que llevaba enfundado en su vaina, colgado de uno de sus cintos. Su gola y hombrera izquierda estaban medio sueltas y dedicó unos minutos a recolocarlas, intentando reorganizar sus pensamientos y dirigió su mirada al cielo en busca de algún astro con el que guiarse. No vio nada, pues el cielo estaba totalmente envuelto en una negrura perpetua. Con paso titubeante avanzó renqueando y atenta a cualquier sonido que pudiera llegarle, o algún elemento natural que le resultara familiar y con el que poder guiarse. No tardó en vislumbrar frente a ella un camino flanqueado por oscuras casas de piedra negra, terminadas en elevadas cúpulas de crucería, envueltas en una fina niebla gris y maloliente. Siguió intranquila el camino, sumida casi en una somnolencia inconsciente y con su mano derecha enfundada en acero apoyada en su estilete. Al término del camino se alzaban imponentes muros grises con gárgolas de terrible mampostería negruzca y diabólica a intervalos de veinte metros. Bajo ellas se ocultaban entre légamo verde poternas hechas de un concienzudo entrelazado de herrumbroso bronce. En medio de estas extrañas construcciones, unas anchas escaleras serpenteaban de forma delirante por el entramado de torres negras, túneles y cornamentas de acero negro, recubiertos de extraños símbolos que revestían prácticamente toda la construcción. Una visión heló su cuerpo y le cortó la respiración: una estatua gris y negra, la cual exudaba extraños efluvios de color parduzco y espeso, se erigía de forma imperial en lo que parecía ser la plaza principal de la extraña ciudadela. La estatua representaba a un deforme ser titánico de largos miembros ganchudos, su caja torácica y abdomen se abrían terminando en garfios, y sin ningún tipo de órgano en su interior; de él emanaban los extraños efluvios que habían llamado la atención de la doncella de la espada. La estatua hizo que su memoria rememorara las extrañas historias contadas por las matronas en las noches más frías, y en las tabernas, por los parroquianos más ancianos. Un lugar así solo podía ser la ciudad muerta de Motzhreal, pero, ¿cómo era posible que hubiera acabado ahí? Un lugar sobrenatural y demoníaco, que no aparece en los mapas…
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