jueves, 2 de enero de 2025

Un Queso Bajo el Árbol

En una vieja casa de madera, en el corazón de un pueblo donde los relojes parecían atrasarse en invierno, vivía la familia Ratón. Bueno, “vivía” puede ser una palabra muy fuerte para lo que hacían los ratones en esa casa. Se podría decir que existían justo al margen de la percepción de los humanos, como sombras silenciosas con bigotes nerviosos. Pero este cuento no trata de cómo sobrevivían los ratones; trata de cómo celebraban la Navidad.

Mientras los humanos abajo decoraban un árbol en el salón (que los ratones consideraban una pérdida de buen espacio para guardar migas), la familia Ratón estaba ocupada en el desván planeando SU fiesta navideña.

Mauricio, el patriarca ratón, se subió a una vieja caja de galletas para dar un discurso.
—¡Atención, roedores!—dijo, elevando su diminuta voz mientras el resto de los ratones cuchicheaban entre sí, distraídos por una nuez que alguien había dejado rodar por ahí.
—Hoy es Nochebuena, y como bien sabéis, es nuestra oportunidad anual para demostrar que los humanos no tienen el monopolio de la felicidad navideña. ¿Qué tienen ellos que no tengamos nosotros?

Hubo un silencio incómodo mientras todos miraban a su alrededor, evaluando las telarañas, el polvo y una sospechosa pila de cáscaras de pipas. Finalmente, Rita, la ratona más perspicaz del grupo, alzó una pata.
—Bueno, para empezar, un árbol.
—¡Exacto!—Mauricio golpeó la caja con su cola—. ¡Nosotros también podemos tener un árbol! ¡Ratoncitos! ¡Traedme una ramita de abeto de esas que dejan caer al suelo cuando meten su monstruoso arbusto por la puerta!

Los ratones más jóvenes corrieron a cumplir la orden mientras el resto del grupo seguía con los preparativos. Estaban decididos a tener la mejor Navidad de todas.

Mientras abajo los humanos colocaban delicados adornos de cristal en su árbol, los ratones desenterraron un botón brillante, un clip y una canica que habían encontrado en su última expedición al escritorio de la niña. El "árbol" de los ratones —una ramita ligeramente torcida— quedó decorado con tal esplendor que todos estuvieron de acuerdo en que hacía que el árbol de los humanos pareciera "insultantemente ostentoso".

Luego estaba la comida. Rita, con su fino olfato, había conseguido robar una miga de tarta de frutas del mantel de la cocina. Fue colocada con reverencia en el centro de la mesa, que era en realidad un carrete de hilo dado la vuelta.

Por último, llegó la música. Jaime, el ratón más joven, había improvisado un instrumento usando un peine y un trozo de papel, y pronto todos estaban cantando un villancico titulado "Ratatatatá en el Heno".

Todo iba de maravilla hasta que llegó el momento de intercambiar regalos. Mauricio, siempre visionario, había conseguido un trozo de hilo dorado que pensaba entregar a Rita como símbolo de gratitud por su labor en la comunidad roedora. Pero en cuanto lo sacó de su escondite, apareció el gato.

El gato, llamado Pomelo, era grande, gordo y tenía la personalidad de un inspector de impuestos particularmente irritable. Nadie sabía cómo había llegado al desván, pero allí estaba, mirando a los ratones como si fueran aperitivos envueltos en papel de regalo.

—¡CORRED!—gritó Mauricio, olvidándose en el pánico de que los ratones eran famosos por correr sin necesidad de que se lo recordaran.

En el caos, el árbol cayó, el trozo de tarta de frutas voló y el carrete de hilo rodó hasta el otro lado del desván. El gato se lanzó, pero en su entusiasmo resbaló con una canica que algún ratón había dejado tirada. Con un elegante "miau" de sorpresa, Pomelo cayó al suelo, y los ratones escaparon a su agujero.

Una hora después, los ratones estaban todos amontonados en su escondite, jadeando y temblando, mientras Mauricio trataba de pensar en algo inspirador que decir.

—Bueno—comenzó—, quizá nuestra fiesta no salió exactamente como lo planeamos, pero...

En ese momento, la niña de la casa apareció en el desván. Había venido en busca de Pomelo, pero al ver el pequeño caos —el árbol caído, la canica, el trozo de tarta mordisqueado—, algo pareció hacer clic en su cabeza.

La niña bajó a la cocina, regresó con una pequeña bandeja y dejó sobre el suelo una galleta, un trozo de queso y un poquito de leche. Luego miró alrededor, como si buscara algo.
—Felices fiestas, ratoncitos—susurró, y se fue.

Los ratones, todavía escondidos, salieron uno por uno y observaron el festín. Mauricio, con los ojos brillando de emoción, dijo:
—¿Veis? ¡Eso es el verdadero espíritu navideño! Los humanos no son tan malos. Aunque quizá deberíamos esconder mejor las canicas la próxima vez.

Y así, entre bocados de queso y risas nerviosas, los ratones celebraron su Navidad, no con lujo, pero sí con la calidez que solo surge en los momentos más simples y genuinos.

Al final, hasta Pomelo fue invitado a unirse al festín, porque, como dijo Rita, "Navidad es tiempo de perdonar... aunque tengas bigotes y te guste perseguirnos".

 


(Ilustración - Chris Dunn)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los elfos: De dioses menores a ayudantes de Papá Noel

Durante siglos, la humanidad ha demostrado una admirable capacidad para olvidar que los elfos no siempre fueron pequeños, amigables y afines...