sábado, 21 de diciembre de 2024

En las fronteras del Reino de las Hadas

Los cuentos de hadas han salvado más almas que cualquier doctor de la moraleja moderna. Esto no es un juicio, sino un hecho. Después de todo, ¿qué puede un sermón comparado con una puerta oculta entre raíces que murmuran, o con la promesa de un puente hecho de niebla que aparece justo cuando más lo necesitas?

Las leyes del reino de las hadas no son ni suaves ni misericordiosas. Son estrictas, peligrosas y absolutamente ajenas a nuestra lógica terrenal. Pero, ¡ah!, dentro de esa extraña lógica hay un orden que resuena con el alma humana como la cuerda de un laúd bien afinado. Sus fronteras son tan terribles como hermosas, absurdas en apariencia pero precisas como un reloj encantado que siempre marca la hora exacta para un corazón dispuesto a escuchar.

Las buenas historias, las de verdad, no se preocupan por ser útiles. No se sientan contigo a darte una tutoría mística sobre el sentido de la vida, no te deslizan un panfleto de autoayuda camuflado bajo un poco de magia. No, las buenas historias hacen algo mucho más atrevido y subversivo: te encuentran. Quizá no en el momento más cómodo, pero sí en el más necesario.

Imagina que estás en tu cama, arropado con la sensatez de tu rutina, cuando de repente, oyes un golpecito en tu ventana. No es un cuervo, no es el viento, y, por supuesto, no es un vecino con mal tino. Es la historia. Está ahí fuera, envuelta en la bruma que cubre bosques y colinas, ofreciéndote su mano.

No te explica adónde va. Solo te lleva. Y antes de que te des cuenta, estás en una encrucijada. Hay caminos que no conducen a ningún sitio que conozcas y, en el aire, el aroma de contratos sobrenaturales. Aquí es donde ocurre el verdadero trato: no un acuerdo verbal, sino algo más profundo. Es un pacto silencioso entre tú y el narrador, el mago que conjuró esta fábula. Tú aceptas lo que te muestra, pero no como un alumno resignado. Lo aceptas con la dócil curiosidad de quien sabe que, de alguna manera, lo que está frente a ti es exactamente lo que necesitabas ver.

Porque eso hacen las historias. No enseñan, no predican, no regañan. Llaman, invitan, desafían. Y en ese desafío, salvan. No de una manera grandiosa ni inmediata, pero sí de una forma que deja raíces.

El reino de las hadas no es solo un lugar donde suceden cosas mágicas. Es un lugar donde lo imposible se vuelve imprescindible, donde las reglas no son menos ciertas por ser misteriosas, y donde lo más importante que puedes llevar contigo no es un mapa, sino un corazón dispuesto a perderse.

Y, si tienes suerte, puede que encuentres algo más que la salida. Puede que, por el camino, encuentres una parte de ti que olvidaste que estabas buscando.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se dejó caer por este baldío.

 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Los Dragones Nunca Tienen Resfriados (Y Otras Mentiras de la Fantasía Medieval)

La fantasía medieval es un género que nos ha dado cosas maravillosas: caballeros que rescatan princesas (sin preguntar si querían ser rescatadas), magos con sombreros ridículos y, por supuesto, dragones. Los dragones son el corazón palpitante de cualquier mundo fantástico. Sin ellos, la fantasía medieval sería como una sopa sin sal, o una taberna sin bardos molestos.

Sin embargo, hay un problema fundamental con los dragones, y es este: nunca tienen resfriados.

Piensa en ello. Los dragones son criaturas gigantescas, con un metabolismo más complejo que la trama de una ópera espacial. Viven en cavernas húmedas y oscuras, llenas de corrientes de aire y, probablemente, montones de esporas de moho. Pero nunca, jamás, se les ve estornudar. No hay un solo relato heroico en el que el valiente caballero se enfrente a un dragón que, en lugar de escupir fuego, expulse una nube de estornudos flamígeros y luego tenga que disculparse entre toses.

Esto plantea una pregunta importante: ¿Por qué no hay dragones con resfriados?


                                                          Ilustración -Richard Bennett-


Algunos dirán que esto se debe a la magia. Los dragones son criaturas mágicas, inmunes a enfermedades mundanas. Pero esto no tiene sentido. Si la magia protegiera de los resfriados, los magos nunca tendrían problemas de salud, y, sin embargo, todos sabemos que los magos son básicamente coleccionistas de achaques.

Otros podrían argumentar que los dragones tienen sistemas inmunológicos impresionantes, pero incluso los mejores sistemas inmunológicos necesitan algo de ayuda. ¿Acaso los dragones toman suplementos vitamínicos? ¿Tienen dietas balanceadas? Porque si la dieta consiste únicamente en caballeros enlatados y princesas secuestradas, no parece particularmente rica en vitamina C.

Ahora, imaginemos un mundo donde los dragones sí se enferman. Visualiza a un dragón enorme y temible, acurrucado en su cueva, rodeado de pañuelos gigantes hechos con las túnicas de los héroes derrotados. Su aliento no lanza llamas, sino un sonido ronco acompañado de una leve nube de vapor tibio. Las aldeas cercanas no están aterrorizadas por su ferocidad, sino porque nadie quiere acercarse y atrapar el "virus draconiano".

Por supuesto, los caballeros tendrían que adaptarse a este cambio. En lugar de entrar a la cueva del dragón con espadas y escudos, entrarían con pociones de hierbas y una sopa de pollo bien caliente. Y aquí es donde las historias épicas toman un giro inesperado, porque curar a un dragón enfermo probablemente requiera más valentía que matarlo.

Además, si aceptamos que los dragones pueden enfermarse, debemos aceptar que algunos de ellos podrían ser hipocondríacos. Imagínate a un dragón insistiendo en que tiene fiebre, a pesar de que está ardiendo todo el tiempo, literalmente. O pidiéndole a un mago que revise su colección de tesoros porque está seguro de que los antiguos artefactos están "llenos de gérmenes".

Por supuesto, habría dragones paranoicos que empezarían a evitar a los humanos por completo, lo cual sería un golpe devastador para los aventureros. Sin dragones a los que cazar, ¿qué harían los héroes? ¿Atender la taberna familiar? ¿Abrir un pequeño negocio de herrería? El colapso económico de la industria de los caballeros sería monumental.

Al final, el hecho de que los dragones nunca tengan resfriados dice menos sobre los dragones y más sobre nosotros. Los autores de fantasía medieval parecen pensar que agregar un dragón enfermo rompería la inmersión. Pero, ¿por qué? Este es un género donde la gente viaja durante meses con una sola muda de ropa sin sufrir de sarpullidos, donde las espadas mágicas no necesitan afilarse y donde los bardos siempre saben la canción correcta para el momento.

Si podemos aceptar todo eso, ¿por qué no podemos aceptar un dragón que necesita un buen té de hierbas y un poco de descanso?

Quizás, al final, necesitamos dragones con resfriados para recordar que incluso las criaturas más poderosas tienen días malos. Y quizás, solo quizás, el próximo héroe no necesitará una espada mágica para derrotar a un dragón, sino un frasco de jarabe para la tos.

Porque, como diría cualquier mago sensato: "No hay nada más peligroso que un dragón enfermo… excepto un dragón enfadado porque le has dado el jarabe equivocado."


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

lunes, 16 de diciembre de 2024

De Templos y Timadores: La Desventura de Berus

En los límites del reino de Kalboroth, donde el sol ardía más de lo necesario y las promesas de redención valían tanto como una moneda de cobre oxidada, se alzaba el Templo del Divino Radnarth. Su arquitectura pretendía grandeza, pero su fachada era tan falsa como la sonrisa de un mercader al ofrecer un trato "justo". Columnas de mármol hueco, estatuas de dioses inexistentes, y un altar que, bajo la capa de oro brillante, escondía madera carcomida.

En ese templo servía el hermano Berus, un monje cuya devoción no era nada en comparación con su habilidad para contar historias. Historias que hacían llorar a las viudas, donar oro a los mercaderes, y vaciar las arcas de los aldeanos que buscaban la bendición del inexistente Radnarth. El hermano Berus no era tonto; sabía que Radnarth era un invento de algún poeta borracho, pero también sabía que mientras los feligreses creyeran, él podría vivir cómodamente con una dieta a base de vino caro y pan bien horneado.


Ilustración -Tyler Brailey-

Sin embargo, su plácida existencia se vio perturbada una mañana cuando un sonido gutural, como un cerdo siendo estrangulado por un oso, resonó por los pasillos del templo. Los orcos habían llegado. Un grupo de criaturas verdes y corpulentas, cuya idea de diplomacia consistía en golpear primero y preguntar después, entró al templo con mazas y espadas de aspecto amenazador.

Berus, quien había estado organizando las joyas de las donaciones en sacos de tela fina (porque los cofres eran demasiado pesados para llevarlos al hombro), entendió que su momento había llegado. "El Divino Radnarth te bendiga", murmuró, no a los orcos, sino a sí mismo, mientras deslizaba el saco sobre su hombro y escapaba por una puerta trasera.

El paisaje al que huyó era un mosaico de colinas y matorrales espinosos. Berus corría como si el mismísimo Radnarth lo estuviera persiguiendo, aunque en realidad lo único tras él era su mala conciencia, y esta rara vez corría rápido. Cada paso era una sinfonía de metáforas desafortunadas: los espinos se aferraban a su túnica como la cerveza reseca en una mesa de taberna, el sol lo golpeaba como un acreedor impaciente, y su respiración era tan descompuesta como un poema mal rimado.

Tras horas de huida, Berus se encontró en un claro rodeado de encinas retorcidas. Exhausto, dejó caer el saco al suelo y se sentó sobre una piedra, que tenía la decencia de ser menos incómoda que su conciencia. "Bueno", se dijo, "si Radnarth no existe, al menos estas joyas sí". Abrió el saco con una sonrisa ladina, esperando encontrar oro reluciente y gemas que reflejaran los rayos del sol.

Pero lo que encontró fue otra cosa. Entre las joyas y monedas, había reliquias imposibles de identificar y pequeños ídolos que parecían el trabajo de un artesano con más entusiasmo que talento. Había, además, una figurilla particularmente grotesca: una estatua de Radnarth, cuya expresión tallada parecía decir "¿De verdad creíste que saldrías ganando?". Al moverla, un resorte saltó, y una nube de polvo dorado lo cubrió de pies a cabeza. Era polvo de cúrcuma, usado para bendecir, y también para teñir la ropa.

Berus estornudó tan fuerte que no escuchó el sonido de pasos acercándose. Cuando levantó la vista, se encontró rodeado por los orcos, quienes no habían venido solo por el saqueo, sino porque, según ellos, Radnarth era su dios ancestral. "¡Ese saco pertenece al Divino Radnarth!" rugió el líder orco, un ser con cicatrices suficientes como para tener su propia epopeya.

Berus, amarillo como una yema de huevo y con las joyas dispersas a su alrededor, levantó las manos. "Todo esto es... un malentendido. Yo solo intentaba proteger estas donaciones en nombre de Radnarth."

"¿Protegerlas? ¿De quién? ¿De ti mismo?" gruñó otro orco, cuya armadura parecía haber sido confeccionada por un herrero con un gusto cuestionable por los pinchos.

La ironía colgaba en el aire como una nube de tormenta lista para explotar. Finalmente, el líder orco, aparentemente más listo de lo que parecía, se rió con un gruñido. "Lleváoslo al templo. Si Radnarth lo perdona, nosotros también."

Horas después, Berus fue devuelto al templo, donde, bajo la mirada de los orcos que habían regresado tras el saqueo de la aldea, fue nombrado "gran sacerdote". La cúrcuma seguía pegada a su piel, y cada sermón que daba era acompañado de risas mal disimuladas de los orcos.

Radnarth, ese dios falso y burlesco, quizá nunca existió, pero Berus aprendió algo importante: las ironías divinas tienen un gusto amargo... y huelen a cúrcuma.

 

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Krynn y la Magia: El Equilibrio entre Luz, Oscuridad y Neutralidad

La magia es el alma de muchos mundos fantásticos, y Krynn, no es la excepción. En este mundo de caballeros, dragones y grandes conflictos, la magia no solo influye en las historias, sino que también define el equilibrio y el destino de sus habitantes. Cuando era un muchacho lampiño me maravillé observando la intrincada estructura mística de Krynn y cómo difiere de otras ambientaciones. Permítanme explorar estas diferencias y destacar cómo la magia insufla vida a este mundo.



Su magia surge del equilibrio entre tres deidades: Solinari, Lunitari y Nuitari. Estos dioses, vinculados a las tres lunas de Krynn, representan la magia de la luz, la neutralidad y la oscuridad, respectivamente. Su influencia no solo define la naturaleza de los conjuros y habilidades de los hechiceros, sino también establece un delicado balance que refleja el conflicto central entre el bien, el mal y la neutralidad.

En Krynn, la presencia de tres dioses distintos crea una sensación de elecciones permanentes y caminos separados para los practicantes de la magia. Cada mago debe elegir una de estas sendas al completar su prueba en la Torre de Alta Hechicería, un rito tanto de iniciación como de definición.

La magia no es un regalo que se otorga sin esfuerzo. Los aspirantes a magos deben enfrentar la Prueba de Alta Hechicería, un desafío que no solo evalúa su habilidad, sino también su corazón y su lealtad al arte arcano. Fallar en la prueba puede significar la muerte, mientras que el éxito asegura un lugar en la orden mágica correspondiente al dios elegido.

Este sistema no solo da forma a la narrativa personal de cada mago, sino que también subraya el sacrificio y el compromiso necesarios para dominar la magia. En un mundo donde la magia está intrínsecamente ligada a los dioses, ningún mago es verdaderamente independiente de sus influencias divinas.

Las lunas de Krynn no son simples adornos celestiales; su posición en el cielo afecta directamente el poder de los magos. Cuando la luna correspondiente a un mago está llena, su poder está en su apogeo. Cuando mengua, también lo hace su magia. Este cíclico cambio introduce una dinámica fascinante, obligando a los magos a planificar cuidadosamente sus acciones según el estado del cielo.

La magia lunar, por el contrario, conecta a los magos no solo con sus deidades, sino también con el propio tejido del cosmos. Esta conexión refuerza la idea de que la magia es algo vivo y en constante cambio.

Los magos enfrentan una mezcla de reverencia y desconfianza. Las Guerras de la Alta Hechicería y los eventos que siguieron dejaron cicatrices profundas en el mundo, haciendo que muchos miren a los practicantes de la magia con recelo.

Los magos de Krynn, especialmente aquellos de la Orden de Nuitari, deben actuar en las sombras, mientras que los de Solinari y Lunitari a menudo luchan por demostrar que su poder puede usarse para el bien. Este conflicto interno y externo enriquece las historias y resalta cómo la magia puede ser tanto un regalo como una carga.

La magia en Dragonlance es un espejo del mundo mismo: un delicado equilibrio entre fuerzas opuestas, siempre a punto de colapsar. Como narrador y amante de los mundos fantásticos, admiro cómo Margaret Weis y Tracy Hickman han entrelazado la magia en el corazón de Krynn, haciendo que sea más que una herramienta, un personaje en sí misma.

En su mundo, la magia no es solo un poder que se ejerce; es una filosofía, una elección y, a menudo, un destino. Los magos caminan por un sendero estrecho, uno que exige sacrificio y recompensas a partes iguales. Y es este equilibrio, esta tensión constante, lo que convierte a la magia de Dragonlance en algo verdaderamente inolvidable.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 


martes, 10 de diciembre de 2024

El Señor de los Anillos de Ralph Bakshi en Podcast Gorrion

Una vez más, el archicanciller del podcast Gorrion, Javier Carbonell y un servidor nos reunimos (jarra en mano) para charlar sobre un anime que está dando mucho de qué hablar, basado en la obra de Tolkien...

El Señor de los Anillos de Ralph Bakshi!






Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío!

viernes, 29 de noviembre de 2024

Garrasombría

La fortaleza de Garrasombría se alzaba como un nudo en la garganta del imperio, justo en la frontera con las tierras salvajes de Rorgath. Su ubicación era estratégica: controlaba el paso montañoso conocido como el Cuello del Dragón, una vía vital entre los valles fértiles de Varesha y las estepas indómitas del sur. Más allá de las murallas, el mundo era un caos sin ley, poblado por tribus orcas, bandas de merodeadores y bestias que el hombre apenas se atrevía a nombrar.

Construida mayormente en piedra oscura de las montañas circundantes, la fortaleza estaba remendada con madera, un testamento de los incontables ataques sufridos. Esas tablas y vigas, algunas tan viejas como la fortaleza misma, cubrían brechas y parches donde los muros habían cedido bajo el peso de arietes o el embate de catapultas primitivas. Los soldados las llamaban "las cicatrices de la roca".

Sin embargo, no era solo una guarnición. Garrasombría era una ciudadela autosuficiente, un centro de comercio, producción y vigilancia. Era sostenida por la sangre, el sudor y el oro que fluía por el Cuello del Dragón, en forma de caravanas mercantes que pagaban generosos peajes para atravesar la peligrosa frontera.

En su interior, la vida era una danza extraña entre la rutina de los soldados y la bulliciosa actividad de los civiles. Los veteranos, endurecidos por años de combates, patrullaban las murallas con miradas de acero, mientras observaban los campos más allá de la fortaleza, ahora teñidos de un inquietante color rojizo bajo el crepúsculo. Los forjadores trabajaban en sus talleres, el golpeteo de martillos sobre el hierro llenaban el aire, mientras carpinteros y curtidores reparaban armaduras y barriles con igual intensidad.

En la taberna, una construcción de madera reforzada con vigas rescatadas de una torre caída, los civiles y soldados compartían sus historias bajo la luz de linternas titilantes. Se llamaba El Ojo Vigilante, y su dueña, Thressa Manoferrea, era una mujer con más cicatrices en sus brazos que muchos soldados. Su voz resonaba por encima del ruido:

—¡Bebed ahora, malditos! ¡Mañana tal vez no tengamos taberna!

Todos rieron, pero la tensión se palpaba. Los rumores habían llegado al amanecer: una horda de orcos avanzaba desde el norte. Las avanzadillas nunca regresaron. Ahora solo quedaba esperar.

El centro de la fortaleza, el templo del Vigilante Eterno, era un remanso de calma. Su sacerdote, un hombre delgado de barba encanecida llamado Domendral, caminaba entre los feligreses encendiendo velas y susurrando oraciones. Los soldados inclinaban la cabeza por respeto, aunque pocos creían realmente en los dioses; el sacerdote, por su parte, los miraba con compasión.

—El Vigilante está con nosotros —aseguraba, pero sus ojos traicionaban una pizca de duda.

Cuando el sol terminó de caer y la luna se alzó entre jirones de nubes, los cuernos de los vigías sonaron. Tres notas largas, dos cortas. La señal. La horda había sido avistada.

Desde las murallas, el espectáculo era aterrador. A lo lejos, bajo la luz pálida de la luna, una marea de sombras se agitaba como un mar oscuro. Los orcos eran numerosos, demasiado numerosos. Llevaban antorchas y lanzas, y sus rugidos eran un trueno que hacía temblar incluso las piedras de la fortaleza.

El capitán Garvick, un hombre robusto con un rostro surcado de cicatrices y una voz que podría partir madera, se alzó sobre las almenas, mirando a sus hombres.

—¡Escuchadme, perros! ¡Esta no es la primera vez que nos atacan, y no será la última! ¡Ellos tienen el número de su parte, pero nosotros tenemos estas malditas! ¡Que esos bastardos choquen contra nuestra roca y se rompan los dientes!

Los soldados rugieron en respuesta, levantando sus armas. La fortaleza vibraba con la energía de la preparación.

En los talleres, los herreros ajustaban los últimos cascos y afilaban espadas con un frenesí controlado. Los arqueros preparaban flechas en haces ordenados mientras los carpinteros reforzaban puertas interiores con barras de hierro. En la taberna, Thressa entregaba botellas de licor fuerte a los más desesperados mientras murmuraba:

—No os lo bebáis todo... Puede que necesitéis algo para quemar.

El primer embate llegó como un aluvión. Los orcos corrieron hacia las murallas, sus rugidos se mezclaban con el aullido del viento nocturno. Flechas llovieron desde las almenas, algunas prendidas con aceite y fuego. Las llamas iluminaron las caras deformes y salvajes de los atacantes mientras escalaban las paredes con ganchos y cuerdas.

Los veteranos esperaron con frialdad hasta que las primeras cabezas asomaron sobre las almenas, y entonces descargaron su furia. Espadas y martillos cayeron sobre los orcos, empujándolos de vuelta al vacío. Sin embargo, la marea era incesante.

En el interior, los civiles no eran meros espectadores. Thressa lideró a un grupo de curtidores y herreros en la creación de armas improvisadas: picas de madera, barriles llenos de piedras y aceite hirviendo que derramaban desde los matacanes.

Domendral, con la túnica empapada de sudor, sostenía un símbolo del Vigilante mientras gritaba:

—¡El Vigilante no abandona a quienes luchan por proteger su hogar!

La batalla se prolongó durante lo que parecieron horas. La fortaleza resistió, pero no sin heridas. Algunas de las partes de madera cedieron, dejando pequeñas brechas por donde se infiltraron orcos, pero los defensores, en su desesperación, combatieron con ferocidad.

Cuando el amanecer finalmente asomó en el horizonte, los campos alrededor de la Garrasombría estaban cubiertos de cuerpos. Los orcos se retiraban, derrotados pero no vencidos, mientras los defensores, exhaustos, se sentaban donde podían, mirando al cielo con ojos llenos de gratitud y dolor.

Garvick, cubierto de sangre pero aún de pie, miró a sus hombres y a los civiles que habían luchado con ellos.

—Lo hicimos. —Su voz era un susurro, pero resonó en el silencio. Luego, con una sonrisa cansada, añadió—: Ahora arreglad esos malditos muros.

Garrasombría había resistido una vez más. Pero todos sabían que no sería la última vez que sus muros se enfrentarían al rugido de la guerra.

 

martes, 26 de noviembre de 2024

La Balada del Arpista y el Venado

Alerdine, el arpista, era dueño del arpa más extraordinaria de las Siete Provincias, tan maravillosa que la gente a veces se preguntaba si no cantaba ella sola. Dedicado a tocar y a cantar, Alerdine había recorrido prácticamente cada taberna, posada, y venta a lo largo y ancho del Gran Río Ducal. Su vida consistía en música, cerveza gratis (cuando podía) y aventuras accidentales.

Una tarde, justo cuando el sol empezaba a hacer su discreta retirada tras las colinas, Alerdine llegó a una encrucijada. Y, allí mismo, al otro lado del camino, apareció un venado. Pero no era cualquier venado. Era un venado blanco. Radiante. Tan pulcramente blanco que en un universo justo, pensó Alerdine, estaría cubierto de barro. Pero allí estaba, mirándolo, con esa dignidad que solo poseen los venados de los cuentos.

“¡Por los acordes del cosmos!”, exclamó Alerdine, que a veces decía cosas así cuando estaba sorprendido. “¿Eres tú el Venado Blanco de las leyendas? El que aparece solo a los dignos, sabios, y ocasionalmente a los que andan un poco despistados?”

El venado lo observó largamente, y luego respondió con voz grave, que, si te fijabas bien, sonaba un poquito sarcástica. “Yo soy.”


Alerdine decidió que no había tiempo que perder. “Si eres tan sabio como hermoso,” dijo, porque era un artista y los artistas saben decir las cosas bien cuando quieren, “¿me cederías un pedacito de tu sabiduría? Nada ostentoso, solo... un poco de inspiración, quizás.”

“Nadie es dueño de la sabiduría,” respondió el venado, “ni siquiera aquellos que piensan que lo son. Y a veces los que menos saben son los más seguros de que lo tienen todo muy claro. Pero te concedo una parte, que al fin y al cabo, ya lo has pedido y esto ahorrará una conversación aún más larga.”

Así fue como Alerdine recibió del Venado Blanco una pizca de sabiduría, envuelta como una especie de melodía que solo él podía oír. Con ella, compuso canciones que hicieron llorar a reinas, emperadores, y hasta al gato de un duque muy severo. Pronto fue llamado a todas las cortes y fiestas importantes, y su éxito fue tan grande que sus bolsillos se abultaron y, honestamente, también su ego.

Ya no tocaba por necesidad, y pronto tampoco por placer. La música era ahora un negocio, y si alguien le recordaba aquella primera encrucijada, se reía con la típica carcajada del que ha olvidado las cosas importantes.

Entonces, un verano, en medio de un paseo a caballo, seguido por criados que le traían bebidas, tapices, y probablemente una biografía de sí mismo, Alerdine volvió a la encrucijada. Y allí estaba de nuevo el Venado Blanco, aunque esta vez parecía más oscuro y con una mirada inquietante.

“¿Eres tú,” preguntó el venado, “el arpista que ha vendido lo que no le pertenece?”

“Ejem,” respondió Alerdine, incómodo y algo menos elocuente de lo usual, “yo soy, creo.”

“No se mercadea con la sabiduría como con pescado en el mercado,” dijo el venado. “Un regalo no se puede comprar ni vender. Ahora, como prueba de tu respeto por el conocimiento y la inspiración que se te dio gratuitamente, tendrás que llevarme a mí, y a mi considerable peso, al otro lado del bosque.”

Alerdine intentó explicarle que eso era muy poco práctico, que llevaba puesta su ropa buena y que el lodo le ponía los nervios de punta, pero el venado ya había asumido una postura de “ni se te ocurra discutir conmigo”. Así que, bajo la mirada incrédula de sus criados, Alerdine se colocó al venado al hombro y comenzó su pesada travesía.

El bosque parecía infinito y el venado era más pesado de lo que uno esperaría de un ser tan elegante. Alerdine sudaba, jadeaba, y por momentos se preguntaba si realmente había valido la pena todo aquello de la sabiduría. Justo cuando la luz del bosque comenzaba a anunciar el final del camino, Alerdine cayó, exhausto y cubierto de barro, con el venado aún sobre sus hombros.

Fue en ese momento, con mucha paciencia, que el venado se bajó y volvió a su forma original, blanco y esbelto como si nada.

“Ve ahora,” le dijo el venado con voz firme. “Y dona lo que has ganado con las canciones nacidas de mi sabiduría. No vendas aquello que te fue regalado. Entrégalo, así como yo te lo di a ti.”

Y sin esperar respuesta, el venado desapareció. Alerdine se quedó allí, con una profunda comprensión de que los regalos y los talentos son cosas que uno puede usar, pero nunca poseer.

Y, por supuesto, fue entonces cuando decidió que quizás había aprendido su lección, y hasta quizás una nueva canción.

 

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Cómo jugar con los clichés de la fantasía medieval

 Por un humilde cronista de mundos antiguos...



      "Imagen extraída de-Cassell, Petter, Galpin & Co.: “Little Folks Magazine, vol. 64” (1906)"


La fantasía medieval, como todo arte, nace de raíces profundas: tradiciones, leyendas, canciones olvidadas y los ecos de una historia que nunca ocurrió pero que, en nuestro corazón, siempre ha existido. Los tópicos de este género no son sino piedras fundamentales, talladas por las manos de generaciones de narradores. Sin embargo, el cuidado con que usamos estas piedras determinará si construimos un palacio de luz o un débil eco de relatos mejores.

Ciertamente, los clichés, como solemos llamarlos, son herramientas poderosas, pero también peligrosas. Como el Anillo Único, pueden corromper si no se manejan con respeto y habilidad. Veamos cómo un narrador puede jugar con estas reliquias sin perder el alma de su historia.

El concepto del héroe predestinado, llamado por profecías antiguas, es tan viejo como las mismas montañas. Su eco resuena en mitos como los de Arturo o Sigfrido. Sin embargo, el destino no siempre es amable, y el llamado del deber rara vez llega sin un alto precio.

Un escritor sabio no tratará al Elegido como un simple vehículo del poder divino. El héroe debe ser humano, lleno de dudas y temores, enfrentándose a su destino como quien se enfrenta a una tormenta en alta mar. Más interesante aún: ¿y si el héroe se rebela contra su destino? ¿Y si el gran poder que le fue otorgado no es una bendición, sino una maldición que lo consume lentamente? Pues tal vez, al final, no sea el destino quien lo guíe, sino su propio corazón.

El mago, en muchas historias, es el puente entre lo mortal y lo eterno, el guardián de secretos que los hombres ordinarios no pueden comprender. Sin embargo, sería un error tratarlo como un mero dispensador de soluciones. El Mago, rara vez ofrece respuestas fáciles ni resuelve los problemas de los hombres comunes con un simple hechizo. Él guía, sugiere, y a menudo deja que los demás encuentren su camino.

Un mago memorable no es infalible ni omnisciente. Es un ser complejo, con límites y secretos propios. Quizás guarda un oscuro pasado, o su sabiduría lo ha aislado del mundo que intenta proteger. Un escritor puede enriquecer su relato explorando el costo del conocimiento y las dudas que incluso un gran sabio puede albergar.

La figura de la princesa, frecuentemente relegada al papel de doncella en peligro o rebelde idealizada, merece un tratamiento más profundo. La verdadera nobleza no se mide solo en linaje, sino en carácter y sacrificio.

Considera una princesa que no huye de su deber, sino que lo enfrenta con el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. ¿Qué significa ser el rostro de un reino en ruinas? Tal vez su valentía no radique en blandir una espada, sino en usar la diplomacia para salvar a su pueblo. Y si decide rebelarse, que lo haga no por simple capricho, sino porque el peso de la tradición la ahoga.

El mal, en su forma más pura, es una fuerza rara vez comprendida. Sin embargo, el villano verdaderamente poderoso no es aquel que se deleita en la destrucción sin motivo, sino aquel que cree estar haciendo lo correcto.

Un villano, tiene un propósito claro: la dominación total para imponer un orden que, a sus ojos, es necesario. Un villano bien escrito no es un monstruo sin rostro, sino un reflejo oscuro de lo que el héroe podría llegar a ser si cediera a la tentación. La maldad más inquietante no surge de la oscuridad absoluta, sino de un corazón que, en algún momento, albergó luz.

Las batallas finales en la fantasía suelen ser espectáculos épicos, con ejércitos chocando como olas furiosas contra los acantilados. Pero detrás de cada victoria se oculta la sombra de la pérdida.

Un escritor debe recordar que la guerra, aunque necesaria en ocasiones, nunca es gloriosa. En cada triunfo hay sacrificios, y en cada héroe que levanta su espada hay un amigo que ha caído. La clave para una batalla memorable no es solo la estrategia o el espectáculo, sino el costo humano que deja tras de sí. Pues, al final, no son los cánticos de victoria lo que perdura, sino los lamentos de quienes recuerdan.

Las espadas encantadas y los objetos mágicos son comunes en la fantasía, pero no son importantes por sus poderes, sino por lo que representan. Excalibur no es solo una espada; es un símbolo de la esperanza renacida y la legitimidad de Arturo como rey.

Haz que tu arma legendaria no sea simplemente un artefacto de poder, sino un emblema de la historia misma de tu mundo. Quizás sea una reliquia de un tiempo perdido, cuyo verdadero valor radique en su significado, no en su magia. Tal vez quien la empuña debe ser digno no por linaje o fuerza, sino por la pureza de su espíritu.

Los dragones no son meras bestias codiciosas. En las historias más antiguas, son criaturas de sabiduría y majestad, guardianes de secretos antiguos y destructores de aquellos que se atreven a desafiar su poder.

Un dragón interesante no necesita un tesoro físico. Tal vez guarde conocimiento, historias perdidas o incluso una llave para un poder que los mortales no deberían poseer. O tal vez el verdadero tesoro sea la paz que su presencia garantiza en una región plagada de guerras.

Los clichés, cuando se manejan con cuidado y reverencia, son los pilares de un relato atemporal. No los descartes, pero tampoco los utilices sin reflexión. Juega con ellos, moldea su forma, y permite que sirvan al propósito de tu historia. Pues, al final, los mejores relatos no son los que buscan escapar del pasado, sino los que lo reinterpretan para las generaciones futuras.

Y recuerda: incluso el viaje más largo comienza con un paso… y una buena historia siempre empieza con una chispa de imaginación.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Tejiendo Tradiciones y Leyendas en un Mundo de Fantasía Medieval

La creación de costumbres, leyendas y tradiciones es una tarea que requiere tanto de imaginación como de una sutil comprensión de lo que hace que una cultura se sienta viva, ancestral y, sobre todo, real. En un mundo medieval de espadas, hechicería y reinos lejanos, las tradiciones son los pilares invisibles que sostienen sociedades enteras. La gente, ya sea común o poderosa, deposita en ellas sus miedos, esperanzas y memorias, perpetuando rituales y relatos de origen incierto que dan color y complejidad a cada rincón del mundo.


Las costumbres que sobreviven en una sociedad no son necesariamente heroicas ni grandiosas; suelen ser simples, pero están ligadas a la vida diaria y al corazón de cada comunidad. Así, imagina una villa donde, todas las noches antes del ocaso, los habitantes colocan pequeñas ofrendas en sus ventanas para “apaciguar a los espíritus del viento.” Quizá la costumbre tenga su origen en un viejo mito de                              maldiciones que caían sobre los hogares donde el viento hacía eco en la oscuridad. Para ellos, esta tradición es una costumbre tan familiar como respirar y, a la vez, tan misteriosa como el mundo mismo.

Un detalle importante: no todas las costumbres necesitan explicación. Las mejores son las que simplemente “se hacen así”, porque así se han hecho desde hace siglos. Esto otorga a los habitantes un sentido de continuidad, y sugiere al lector que bajo la superficie hay una historia antigua y olvidada.

Cada sociedad necesita figuras de leyenda, héroes y heroínas que encarnan lo mejor (o lo peor) de su gente y que, a través de sus hazañas o errores, enseñan lecciones profundas. Estos héroes de antaño no son siempre reyes o guerreros; muchos pueden ser figuras humildes que, por una razón u otra, dejaron una marca. Quizás la leyenda de Brak el Hachero, un leñador humilde que desafió a una bestia terrible para proteger a su aldea, sirve como un ejemplo de valor. Aunque todos en el pueblo saben que la leyenda ha sido adornada con los siglos, la historia de Brak inspira valentía en cada generación, recordándoles que hasta el más común de los mortales puede realizar grandes hazañas.

Las leyendas heroicas deben ser profundas, sí, pero también inexactas. Deja que las historias crezcan y se retuerzan con el paso de los años, permitiendo que cada generación las adapte a sus propias necesidades y miedos. Esto es lo que hace que se sientan vivas.

En el corazón de toda comunidad hay creencias irracionales que dictan lo que es tabú. Estos tabúes y supersticiones a menudo responden a temores antiguos: a los bosques profundos, a lo desconocido, a la noche. Una cultura puede considerar que los gatos negros son portadores de buena suerte, pero sólo si no miran directamente a una vela encendida. Otro reino podría evitar pronunciar el nombre de cierta montaña, convencidos de que nombrarla atrae tormentas.

Estos tabúes y supersticiones son el eco de peligros reales o imaginarios, y cada uno sugiere que hay fuerzas en el mundo que no pueden controlarse o comprenderse del todo. Tal es el caso de la superstición de no volverse a mirar al abandonar un cementerio: un gesto de respeto, sí, pero también un recordatorio de que el mundo de los muertos no debe entrelazarse con el de los vivos.

Las festividades reflejan la identidad de una sociedad. Para una cultura agraria, el festival de la cosecha es un día sagrado, lleno de ceremonias que aseguran la abundancia del año siguiente. La gente viste ropajes especiales, decoran sus puertas con espigas doradas y danzan alrededor de fogatas para “ahuyentar a los ladrones de vida” (las malas cosechas, las plagas y el hambre). En una sociedad guerrera, un día de celebración puede consistir en torneos y ceremonias de honor a los caídos, recordando a cada ciudadano el precio de la paz.

Cada festividad debe estar llena de detalles específicos y pequeños rituales que la gente sigue como si sus vidas dependieran de ello. Estos detalles dan autenticidad, pues lo que es cotidiano y repetitivo en una cultura revela su verdadero carácter. ¿Por qué los habitantes de la isla de las Siete Cumbres celebran un festival quemando estandartes en la costa? Quizás ni ellos mismos lo recuerden con claridad, pero el festival tiene una carga emocional que lo hace eterno.

Cada reino y cada clan tiene su relato sobre los orígenes de su tierra y su gente. Estas historias no necesitan ser “verdaderas” en el sentido literal; lo importante es que todos crean en ellas. Para un pueblo de comerciantes, una historia de origen podría contar que sus ancestros nacieron del primer viento que cruzó el mar, destinados a comerciar por todas las tierras que ese viento pudiera alcanzar. Esta historia da propósito y orgullo, y se convierte en una narrativa que justifica la cultura mercantil de la ciudad y su relación con los pueblos vecinos.

Una buena historia de origen contiene tanto misticismo como aspiraciones. El origen del clan no solo explica de dónde vinieron, sino hacia dónde creen que van. Y lo mejor de todo es que, al pasar de generación en generación, la historia va adquiriendo nuevos detalles y matices.

Las criaturas de leyenda son una parte esencial de cualquier cultura, ya que reflejan las sombras que cada sociedad teme. No es suficiente describir una bestia que aterroriza una región; es necesario mostrar cómo la gente se adapta a su existencia, cómo modifica su comportamiento para evitarla, y cómo vive con esa presencia. Por ejemplo, en el bosque de Helgrath, se dice que moran los Sombrables, espíritus que se ocultan bajo las raíces de los árboles y toman la forma de quienes se acercan a ellos. Los aldeanos saben que deben alejarse al escuchar voces en el bosque, aunque esas voces suenen extrañamente familiares.

Estas criaturas son algo más que amenazas; son recordatorios de que el mundo está lleno de peligros que escapan a la razón. Para los aldeanos de Helgrath, los Sombrables son reales y condicionan sus vidas, dándoles una identidad colectiva que los define como pueblo cauteloso y profundamente respetuoso de lo desconocido.

Los objetos sagrados y los amuletos son un modo en que la gente intenta aferrarse a lo intangible. Estos objetos no siempre son verdaderamente “mágicos”, pero a los ojos de la gente común, contienen poder, ya sea por la historia que llevan o por las manos que los tocaron. Los habitantes de una ciudad portuaria pueden aferrarse a la Gema de las Mareas, una piedra que creen que calma las aguas y protege sus barcos. Puede que no haya prueba alguna de que la gema afecte el mar, pero cada capitán la toca antes de zarpar, porque para ellos, la gema representa la protección de su ciudad y la conexión con sus ancestros.

Un objeto sagrado siempre debe ser antiguo y poseer una historia que lo rodea, aunque no sea completamente coherente. Los detalles vagos y contradictorios no hacen más que añadir misterio y valor.

Crear costumbres y leyendas para un mundo de fantasía medieval requiere entrelazar aspectos cotidianos y mágicos hasta que los límites entre ambos se desvanezcan. Una cultura bien construida se siente viva, arraigada en generaciones de personas que amaron, temieron y creyeron antes de los tiempos presentes. Es en los detalles —en las piedras besadas, las canciones cantadas y los temores susurrados— donde realmente late el corazón de una sociedad.

El desafío, y la recompensa, están en dar a estos detalles la autenticidad de lo cotidiano, y el misterio de lo ancestral. En una tierra de fantasía, la verdadera magia se encuentra en los ecos del pasado que resuenan en el presente, y en los ojos de la gente que todavía se pregunta qué significan.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 


jueves, 7 de noviembre de 2024

La Plaga del Dios Caído

"Y así fue cómo, en los albores de la Guerra de los Avatares, el mismo tiempo desgarró el velo entre los mundos y el hambre de los dioses se vertió sobre el mundo de los mortales. Llegaron con formas humanas, pero llevaban consigo el peso de deseos antiguos, cada uno movido por una obsesión, una promesa, un delirio divino que los hombres y mujeres no podían ni imaginar."

Entre ellos, hubo uno cuyo nombre, perdido ahora en el olvido, aún retumba en los susurros de aquellos que han mirado al abismo. A este dios caído se lo conocía como el Portador de las Sombras, aunque su nombre y su rostro han sido engullidos por la niebla de siglos. Bajo cielos teñidos de sangre y relámpagos, descendió con una forma de carne, una con la que sintió el dolor y la lujuria del cuerpo. Pero este Portador fue distinto de los otros: mientras sus hermanos consumían y se retiraban con rapidez para no quedar atrapados en la mortalidad, él se perdió en la sed, embriagado por el éxtasis de sentir los límites de la carne y el poder que el miedo humano podía ofrecerle.

Con los días, se le vio errante por los campos arrasados de la guerra, con los ojos vacíos como un pozo sin fin. Sentía algo que los dioses no debían sentir: hambre. Con cada vida que tomaba, cada gota de sangre que consumía, su divinidad se destilaba en un veneno oscuro que brotaba de sus venas, hasta que él mismo comenzó a arder con el veneno en su interior, como si el mismo destino hubiese transformado su esencia en un río de desesperación.

"Fue entonces cuando el Portador, desquiciado y envuelto en un delirio febril, comprendió que ya no recordaba ni su nombre ni su propósito. Había olvidado incluso el rostro de los otros dioses, sus iguales. Solo quedaba el deseo insaciable, un apetito que no podía calmar. Así nació el primer Maldito, y su piel se tornó pálida, su aliento se hizo espeso con el hedor de la muerte, y el mismo sol rehusó acariciarlo."

A medida que vagaba, dejaba tras de sí un rastro de sombras, y aquellos que se cruzaban en su camino eran consumidos. Su sangre, espesa y negra como la noche más profunda, se volvía un mal contagioso. Solo una gota era suficiente para transformar a los mortales en espectros de su voluntad, criaturas esclavizadas por su misma hambre, condenadas a seguirlo eternamente bajo el yugo de su deseo. El Portador los convertía en sombras de sí mismo, almas encadenadas en carne muerta, una plaga que los pueblos comenzaron a llamar los Sanguíneos, o como se les conoce en la lengua antigua, vampiros.


-Ilustración- Vikingmyke

"Y así, el Portador marchó a través de la tierra, y donde caía una gota de su veneno, brotaba una herida en el mundo. El aire se volvía irrespirable, las plantas morían y las criaturas huían despavoridas. Los vampiros nacían allí, encadenados por una sed que jamás podría satisfacerse, destinados a seguir su llamado. Eran la sombra y el hambre misma encarnadas, la venganza de un dios olvidado que había renunciado a todo, menos a su deseo."

Los reinos antiguos, enfrentados por los avatares, fueron diezmados tanto por los ejércitos como por esta nueva peste. Dondequiera que el Portador descansaba, las sombras se espesaban y los campos morían, y en cada rincón donde respiraba, sus criaturas se multiplicaban. Durante años, asoló pueblos enteros, expandiendo su plaga y llevando su nombre más allá de cualquier frontera, aunque ni él mismo recordara su propio origen.

Finalmente, el Portador de las Sombras se perdió en el silencio de la historia, o al menos así se cuenta en las leyendas. Dicen que encontró su fin en una región donde el sol nunca se ocultaba, y su carne ardió hasta ser nada más que cenizas. Sin embargo, su veneno sigue en el mundo, atrapado en los descendientes de los vampiros, criaturas perpetuamente consumidas por el mismo apetito insaciable que su progenitor no pudo apaciguar.

"Así, los vampiros perduran, espectros de una era en la que los dioses caminaban sobre la tierra. Cada vez que un alma se consume, cada vez que un hombre es reducido a cenizas bajo el hambre de uno de estos hijos oscuros, el recuerdo del Portador de las Sombras se aviva, y su esencia revive en cada gota de sangre caída en el suelo."

 

domingo, 3 de noviembre de 2024

Dragones: Sombras de un Reino Olvidado

Desde los albores de la narración humana, los dragones han habitado en las leyendas como sombras antiguas que acechan en las profundidades de la tierra o en los cielos tormentosos. Son criaturas que existen más allá de lo común y lo conocido, recordándonos los días en que el mundo era joven y el misterio envolvía cada rincón del paisaje. En esos días antiguos, los dragones eran ya seres venerados y temidos, símbolo de lo remoto, lo indomable y lo peligroso.

Un dragón no es solo una bestia; es la manifestación misma de fuerzas que los mortales apenas comprenden: la codicia, el poder, el hambre de dominio y la astucia. Es por ello que en las grandes leyendas de la fantasía medieval, el dragón no solo guarda tesoros. Guarda secretos, poder, y a menudo es un recordatorio de épocas que se desvanecen en las brumas del tiempo. La figura del dragón encarna lo más antiguo del mundo, lo que ningún hombre, ni el más poderoso rey o guerrero, puede reclamar como propio.

Ilustración -Roger Raupp-

Los dragones poseen una sabiduría extraña, una mezcla de inteligencia y astucia, que se desmarca de la simple brutalidad de otras criaturas poderosas. Sus mentes son antiguas, sus pensamientos vastos y lentos, y sus palabras —cuando deciden hablar— están cargadas de un conocimiento oscuro que pocos mortales comprenden. Ellos han visto surgir y caer a imperios enteros, y entienden las debilidades de los hombres, sus deseos y sus temores.

Pero no es una sabiduría benevolente. Los dragones son figuras profundamente ambivalentes, criaturas cuyas miras están tan por encima de las preocupaciones humanas que su moralidad se convierte en algo insondable. La codicia y el orgullo laten en su pecho de manera insaciable. No les basta solo poseer el oro o las gemas; los dragones necesitan dominar. Su codicia no es la de un mortal, sino una sed de poder absoluto que transforma todo lo que tocan, sumiéndolo en sombras.

Para los dragones, la posesión del oro, las joyas y los objetos preciosos no es solo una acumulación de riqueza. Es una manera de apropiarse del poder que otros crearon o poseyeron, de absorber la esencia misma de la vida que esos objetos simbolizan. La guarida de un dragón es, en cierto modo, su reino: un lugar donde su voluntad se extiende sobre todo lo que brilla y resplandece, como si el dragón transformara el valor ajeno en una prolongación de su propio ser.

Aquí yace el enigma de los dragones: aunque sus tesoros se presentan como bienes materiales, su significado va mucho más allá de lo tangible. La guarida del dragón es un espacio en el que se concentra el poder oscuro de la codicia desbordada, un lugar donde el tiempo se congela y la vida parece perder sentido bajo el peso de un deseo antiguo y perverso. En este sentido, la guarida de un dragón es un lugar cargado de magia y de simbolismo, un santuario oscuro de la avaricia que amenaza con devorar al héroe que ose aventurarse en él.

Para cualquier héroe, enfrentarse a un dragón es el mayor de los desafíos. No es una simple prueba de fuerza o habilidad en combate, sino una prueba del carácter mismo. El dragón, con toda su fuerza, astucia y antigüedad, representa la tentación definitiva. Para vencerlo, el héroe debe superar no solo al dragón, sino también sus propios deseos y temores.

En cada dragón yace un reflejo de los impulsos más oscuros del corazón humano: la ambición desmedida, la búsqueda de poder a cualquier precio, el deseo de acumular y poseer lo que pertenece a otros. Enfrentarse a un dragón es enfrentarse a estas fuerzas internas. Y así, el dragón actúa no solo como adversario, sino también como maestro en el arte de dominar el alma, pues en su prueba se esconde el recordatorio de que solo quienes son verdaderamente humildes y fuertes de espíritu pueden salir victoriosos.

Más que meras criaturas de fuego y destrucción, los dragones son guardianes de lo arcano. Representan las fuerzas profundas y olvidadas del mundo, el poder que late bajo la superficie de las cosas, esperando ser despertado o desafiado. En la narrativa de la fantasía, los dragones son necesarios porque encarnan algo más allá de la simple acción o del conflicto: son un recordatorio de que el mundo está lleno de misterios y de que, por mucho que lo intentemos, hay fuerzas en el universo que no podemos dominar.

En cada historia donde moran los dragones, se nos revela un fragmento de la esencia del mundo antiguo, de una era donde el poder era tan puro y terrible que incluso los dioses temblaban ante él. Los dragones nos muestran lo que ocurre cuando las fuerzas más antiguas se enfrentan a los mortales, y nos recuerdan que, a veces, la verdadera aventura no es la batalla, sino el respeto y la humildad frente a aquello que nunca comprenderemos del todo.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

jueves, 31 de octubre de 2024

Merlín y la Noche del Bosque Sin Tiempo

La niebla envolvía los troncos oscuros y retorcidos, y en aquel bosque de sombras y murmullos, Merlín caminaba en silencio, apenas visible entre los pliegues de su capa que parecían ser parte misma de la bruma. Tenía un destino incierto, y, como siempre, no del todo claro para él. La magia le llamaba como un eco distante, susurrando desde algún punto de la noche. El Bosque sin Tiempo, como lo llamaban, era un lugar donde incluso él podía perder el rumbo.

“Merlín…” La voz era un susurro sin forma, una esencia sin cuerpo.

Merlín se detuvo. Sus ojos, inquietos, buscaron en la oscuridad. La voz provenía de una mujer, lo sabía. Pero en este lugar, la realidad misma se deshilachaba y tejía caprichosamente.

"Soy Merlín, sí, pero incluso a mí me inquieta esta noche." Merlín habló al aire, como quien lanza un conjuro. “¿Quién me llama, desde la niebla? ¿Qué deseas?”

Un destello leve, un parpadeo. La figura de una mujer emergió ante él: blanca, inmaterial, con una belleza que recordaba al río a la luz de la luna. Era Nimue, aunque distinta, con el cabello caído como hebras de plata que se deshacían en el aire. Esta era una visión, una advertencia.

“Merlín”, dijo ella suavemente, aunque su voz se deslizaba con la cadencia de un conjuro antiguo. “La magia oscura despierta en el corazón del bosque. Aquello que duerme bajo las raíces busca salir. Tú eres el guardián de los secretos, y es por ti que aún no ha roto su prisión.”

Él sabía de qué hablaba. La magia, en su forma más antigua, estaba atada al bosque como un veneno atrapado en las raíces. Un ser del Otro Lado, encerrado hace milenios, aguardaba. Y esta noche, algo lo estaba llamando. Algo que había vuelto a abrir los caminos prohibidos.

“Muéstrame el camino, Nimue”, pidió Merlín. La dama levantó una mano, apuntando hacia el oeste. Un sendero entre las ramas se iluminó brevemente antes de desvanecerse.

Merlín avanzó, susurrando un hechizo de protección en un idioma que pocos recordaban. Las palabras se disolvieron en el aire, y la oscuridad pareció retroceder ante él.

A medida que avanzaba, los árboles susurraban entre sí, contando historias que ni siquiera el tiempo podía recordar. Su respiración se hacía visible en la helada que crecía, y una sombra espesa, como el reflejo de su propia magia, comenzó a seguirle. Algo antiguo se revolvía bajo la tierra, una presencia que, hasta ahora, solo había sentido en lo más profundo de sus sueños. El Bosque sin Tiempo vibraba, y Merlín supo que se acercaba al corazón de su misterio.

Al llegar a un claro iluminado por la luz pálida de una luna que parecía otra, se encontró cara a cara con su propia sombra. No era él, pero tenía su rostro; en ella se veía joven, tal como había sido antes de conocer los secretos. Merlín le habló:

“Sabes bien por qué te encadené aquí. La magia es un río, y tú… tú serías la tormenta.”

La sombra dibujó en su rostro la misma mueca que él usaba para encantar a los ilusos.

“¿Y tú crees que esta prisión, hecha con palabras de muertos, puede detenerme para siempre?”

La sombra extendió una mano, y una ráfaga helada sacudió el claro. El suelo crujió como huesos quebrados, y las raíces a su alrededor se retorcieron en susurros.

Merlín presionó el bastón, y su voz resonó con poder: “Eres un eco de mí, un reflejo oscuro. Y como sombra, solo existes mientras yo te dé forma”.

“Pero, Merlín… ¿Cuánto tiempo más crees que puedes sostener la barrera? Este bosque y tú compartís el mismo aliento; ambos estamos condenados a desvanecernos.”

Merlín cerró los ojos. Sabía que la sombra decía la verdad. Desde hacía tiempo, sentía la magia escaparse de sus dedos como el agua entre las manos. Su tiempo era corto, y su destino incierto. Pero no esta noche, no mientras él tuviera aliento.

“Lo que soy, lo soy por elección, y no por destino”, dijo, y lanzó el bastón hacia el centro del claro. La tierra se estremeció, y la sombra, con una mueca de furia, se deshizo como humo atrapado en el viento.

El silencio volvió al bosque, y Merlín, agotado, se dejó caer de rodillas. Sabía que había ganado esa noche, pero no por mucho tiempo. Alzó la mirada al cielo, donde la luna aún brillaba, indiferente.

“Un día”, murmuró, “serás libre. Pero no hoy”.

En la distancia, la bruma empezó a disiparse. El bosque susurraba con gratitud y desconfianza. Merlín se levantó, tomó su bastón, y se alejó, envuelto en la soledad de su poder y sus secretos.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

Las Catacumbas de Yelmogris

Yelmogris se yergue, indómita y enigmática, sobre su propia historia sepultada. Cualquiera que pase por sus plazas, observe los muros de piedra gris que desafían los siglos y escuche el murmullo inquieto del Brumandé, siente que Yelmogris es más que una ciudad. Bajo sus calles y plazas, bajo las pisadas de mercaderes, cortesanas y rufianes, descansan las catacumbas: un laberinto subterráneo de piedra y silencio, vestigio de una época oscura de la que pocos desean hablar.

Las catacumbas fueron excavadas en un oscuro período en el que la ciudad estaba gobernada por el Consejo de los Tres: un triunvirato de tiranos y hechiceros que sometieron a Yelmogris a sus caprichos y deseos más retorcidos. Era una época de sacrificios y ritos que los clérigos contemporáneos prefieren omitir en sus crónicas, pero que algunos viejos en la ciudad todavía recuerdan con terror. En aquella época, las catacumbas fueron construidas como tumbas de las víctimas del Consejo, pero también como último destino de los condenados, aquellos que jamás volverían a ver la luz del sol.

Con el paso de los siglos, tras la caída del Consejo de los Tres, las catacumbas cambiaron de propósito. Las familias nobles comenzaron a utilizarlas como lugar de eterno reposo, pues creían que el silencio y la piedra fría preservaban el alma de las fauces de la muerte. Algunos relatos apuntan que bajo el manto de respeto a los difuntos había un miedo supersticioso: las familias creían que el subsuelo de Yelmogris, tocado por la magia oscura del Consejo, podía protegerlos de males peores que la muerte.

Las catacumbas no son solo galerías y criptas: son un espacio donde el tiempo parece detenerse y la oscuridad se siente como una presencia palpable, casi viva. Hay quienes aseguran que entre las paredes húmedas de esos pasadizos todavía se escucha el eco de las súplicas de las víctimas del Consejo de los Tres. Los sepultureros y exploradores, gente curtida en lo macabro, han relatado que han visto sombras que se mueven por voluntad propia, o luces que aparecen en la distancia como si las mismas catacumbas respiran. Muchos lo atribuyen a la magia antigua que aún palpita en las piedras. Otros, a algo peor: dicen que las almas de los caídos en tiempos del triunvirato aún rondan, atrapadas en un ciclo de agonía interminable, incapaces de encontrar la paz.

A lo largo de los años, las catacumbas han sido saqueadas y exploradas por cazadores de tesoros y magos que buscan objetos de poder, pero pocos salen de allí con vida y menos aún con algo de valor. Entre los que han regresado, circulan rumores sobre una tumba olvidada, un lugar donde se dice que yace el último de los miembros del Consejo de los Tres, un hechicero conocido solo como “El Errante”. Según estos relatos, el cuerpo del Errante permanece incorrupto, envuelto en ropas de seda negra y guardado por runas de protección que ningún mago moderno ha sido capaz de descifrar. Se dice que su sepulcro oculta un grimorio, un libro de magia antigua que contiene los secretos de su oscuro poder. Sin embargo, nadie ha podido corroborar la existencia de tal objeto de poder. Quizás sea mejor así, pues los supersticiosos creen que quien ose despertar al Errante atraerá la corrupción y la calamidad de tiempos pasados a la ciudad. No sería la primera vez que un aventurero irrumpe en los pasadizos oscuros de las catacumbas solo para no regresar jamás, o peor aún, volver con los ojos vacíos y la lengua hinchada de palabras sin sentido, balbuceando cosas sobre “sombras hambrientas” y “silencio que rasga el alma.”

Pocos se atreven a bajar a las catacumbas sin protección. Aunque algunos tuneleros y ladrones experimentados conocen caminos seguros, la mayoría de los mortales no tienen tal privilegio. Cuentan las leyendas que en las profundidades más oscuras habita una criatura conocida como “el Pálido”. Esta figura, que recuerda a un hombre pero que se mueve con el retorcido andar de una bestia herida, se alimenta del miedo de aquellos que se pierden en los laberintos. Dicen que, cuando alguien está al borde de la desesperación y ya no puede encontrar la salida, aparece el Pálido y les ofrece un pacto: libertad a cambio de su alma.

Para algunos, sin embargo, los horrores de las catacumbas no son suficientes para impedir su descenso. Los cazadores de fortuna, guiados por las promesas de tesoros ocultos, descienden cada año. Incluso magos renegados y alquimistas desesperados han buscado en sus profundidades respuestas a sus propias ambiciones. No obstante, pocos logran regresar. Los que sí lo hacen son hombres rotos, sus mentes hechas trizas y sus cuerpos marcados por cicatrices invisibles, balbuceando sobre “cosas” en la penumbra, como si los secretos que habían buscado los hubieran alcanzado primero a ellos.

Hoy, las catacumbas de Yelmogris siguen siendo territorio de lo desconocido. Las familias nobles, temerosas de que sus propios muertos se vean atrapados en un ciclo de sufrimiento, han dejado de enterrar a sus fallecidos allí y prefieren ceremonias sencillas fuera de la ciudad. Pero algunos pobres siguen siendo llevados a las catacumbas, como ofrendas de una ciudad que, de algún modo, paga su deuda con los horrores de sus raíces.

Los magos de la Hermandad, en especial aquellos del Círculo de Hierro, sostienen que algo oscuro ha comenzado a brotar de las profundidades. Hay noches en que las calles se llenan con el eco de extraños gemidos que ascienden desde las entrañas de la ciudad. La gente se persigna al pasar por las entradas de las catacumbas, lanzando una moneda como tributo a los muertos. Y aquellos que han descendido recientemente cuentan que, si uno afina el oído en ciertas cavidades, es capaz de escuchar algo más allá del eco de sus propios pasos.

Dicen que la oscuridad está despertando.

Así, las catacumbas de Yelmogris no son solo tumbas. Son el reflejo de una ciudad que oculta horrores y secretos, un laberinto que, como su historia, no está dispuesto a quedarse en el olvido.

 


miércoles, 23 de octubre de 2024

Caos y Realismo en las Ciudades de Fantasía Medieval

En algún momento, todo autor de fantasía medieval se encuentra con la difícil tarea de construir una ciudad. Y no me refiero a colocar unas cuantas torres, algunas tabernas y un castillo en lo alto de una colina (aunque, sinceramente, eso nunca viene mal). No, hablamos de una ciudad viva, donde las cosas huelen a lo que se supone que deberían oler, donde la gente intenta ganarse la vida a pesar de todo y donde el caos está siempre a la vuelta de la esquina, esperando pacientemente su momento para destrozarlo todo.

Aquí es donde surge la pregunta clave: ¿debe una ciudad de fantasía ser realista, una máquina bien engrasada con una economía funcional, leyes coherentes y gente que paga sus impuestos a regañadientes? ¿O deberíamos dar cabida al caos, esa fuerza misteriosa e inevitable que parece interferir en cualquier intento de cordura, orden y lógica? Mi respuesta es, por supuesto: . Ambas cosas. Todo a la vez y con una pizca de anarquía.


-Pintura de Larry Elmore-

Empecemos con el realismo, esa molesta pero necesaria base sobre la que construimos nuestras fantásticas metrópolis. A fin de cuentas, los ciudadanos de tu ciudad de fantasía necesitan comer, beber, vestirse (preferiblemente) y encontrar alguna forma de ganarse la vida, aunque sea vendiendo reliquias mágicas falsas o cobrando impuestos absurdos.

Las ciudades, incluso en la fantasía, no aparecen por arte de magia. Bueno, en realidad, a veces sí lo hacen, pero ya llegaremos a eso. En general, las ciudades medievales surgen por razones terriblemente mundanas: están cerca de un río, en una ruta comercial o en un lugar donde resulta muy fácil cobrar peajes. Son lugares donde las personas se agrupan, intercambian productos y, en su mayoría, intentan no morir de hambre o de alguna plaga particularmente desagradable.

Y ahí está el quid del realismo: la gente es gente, tanto en la fantasía como en la vida real. La mayoría de las personas en tu ciudad de fantasía estarán demasiado ocupadas tratando de ganarse la vida como para preocuparse de si los héroes han llegado a salvar el día. Los ciudadanos deben preocuparse por cosas reales, como el precio del grano, los impuestos, la falta de agua limpia y si alguien ha robado el cerdo de la familia otra vez. Este tipo de preocupaciones mundanas le da a una ciudad de fantasía un toque de realidad. No podemos olvidarnos de esos detalles triviales pero esenciales que mantienen las ruedas del comercio y la sociedad girando.

Y luego tenemos el caos, esa fuerza primordial que es el verdadero héroe en cualquier historia de fantasía. Porque, seamos sinceros, si todo funcionara según lo planeado, no habría muchas aventuras que contar. En una ciudad de fantasía, el caos no es solo un elemento ocasional; es prácticamente una institución. Todo plan bien elaborado tiene una cláusula oculta que asegura que algo, en algún momento, saldrá terriblemente mal.

Quizá los gremios de magos estén en medio de una disputa interna y accidentalmente hagan que las ranas hablen (y exijan derechos laborales). Quizá la ciudad esté construida sobre un antiguo campo de batalla donde los fantasmas todavía tienen opiniones sobre los impuestos municipales. O, tal vez, sea solo un día de mercado particularmente caótico donde nadie parece saber dónde dejó sus zapatos.

El caos no solo es inevitable en una ciudad de fantasía, sino que es lo que le da vida. Es el toque de incertidumbre que mantiene a todos alerta. Sin caos, tendríamos un lugar aburrido, donde nada interesante sucede y todos pagan sus impuestos a tiempo (¿Qué tipo de fantasía sería esa?). El caos es lo que le da a la ciudad su sabor, su carácter, y lo que permite que los personajes tropiecen de cabeza en las situaciones más absurdas.

Por supuesto, una ciudad no puede ser completamente caótica, o se desmoronaría más rápido de lo que podrías decir “¡dragón en el mercado!”. La clave, como en tantas cosas en la vida (y la fantasía), es el equilibrio. Un equilibrio incómodo, precario y probablemente bastante tambaleante entre el orden y el desorden. Porque, por muy importante que sea el caos, si todo en la ciudad es pura anarquía, entonces simplemente se vuelve… bueno, predecible. Y si hay algo que el caos no debería ser, es predecible.

Así que, en tu ciudad de fantasía, debe haber un poco de todo. Habrá barrios prósperos donde los comerciantes regatean por el mejor precio del pescado y los nobles discuten sobre los privilegios de sus títulos. Pero también habrá distritos olvidados por las autoridades, donde la ley es más un consejo opcional, y donde una estatua podría, ocasionalmente, levantarse y marcharse por su cuenta. Las calles principales serán ordenadas (en su mayoría), pero siempre habrá ese callejón oscuro que parece más largo de lo que debería, y donde los gatos parecen observarte con demasiada atención.

El equilibrio entre lo realista y lo caótico es lo que hace que una ciudad de fantasía cobre vida. No todo debe tener sentido, pero tampoco todo puede ser una locura. La magia y lo absurdo deben colarse entre los ladrillos de la vida cotidiana, no aplastarla por completo. En una ciudad bien construida, las cosas deben estar lo suficientemente bien organizadas para que la vida continúe… pero no tan bien organizadas como para que el caos no tenga un lugar para prosperar.

Así que, al final del día, una ciudad de fantasía debe tener espacio para todo. Para el realismo, que ancle a sus habitantes en algo que podamos reconocer y entender, y para el caos, que sacuda ese mismo orden y lo haga pedazos cuando menos lo esperemos. Porque, después de todo, ¿Quién quiere una ciudad donde todo siempre sale según lo previsto? Las ciudades de fantasía medieval son lugares donde el desastre está a solo un paso, pero, de alguna manera, todo sigue adelante. La gente sobrevive, los héroes (con suerte) triunfan, y siempre hay una nueva aventura esperando a la vuelta de la esquina, o en el sótano de la posada, o quizás en ese barrio donde el tiempo va hacia atrás los martes.

En resumen, una ciudad de fantasía debe ser como la vida misma: confusa, a veces absurda, un poco ridícula, pero siempre fascinante.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

El ladrón y el huevo de dragón

En la vasta tierra de Liavanon, donde los vientos arrastraban viejos secretos y los ríos llevaban el eco de las leyendas, se alzaba la Torre de los Susurros. Su cima se perdía entre las nubes, y se decía que su dueño, el mago Aranthor, poseía un conocimiento que podría alterar el tejido mismo de la realidad. Sin embargo, en lo más profundo de su torre, un objeto legendario atraía la codicia de muchos: un huevo de dragón, resplandeciente y misterioso, que prometía poderes inimaginables.

Kaelen, un elfo ladrón cuya astucia era tan afilada como sus dagas, había oído rumores sobre el huevo. En sus travesuras nocturnas, había acumulado riquezas, pero el anhelo de este tesoro lo llevó a desafiar lo imposible. Sin embargo, no solo el mago guardaba el huevo, sino que su protector era un súcubo, una criatura de belleza inigualable y peligrosas artimañas.

-Ilustración de Larry Elmore-

Con el cielo oscurecido por nubes densas, Kaelen se acercó a la Torre de los Susurros. Comenzó a escalar la torre, utilizando su agilidad élfica para deslizarse entre las sombras. Al llegar a la cima, la puerta de la cámara se abrió ante él, como si la torre misma lo invitara a entrar. Desde las sombras, observó el brillo del huevo en una alcoba resguardada por un hechizo que brillaba con un halo dorado. Era un espectáculo hipnótico, pero no se dejó llevar por la fascinación. Sabía que el verdadero peligro acechaba en la penumbra.

“Primero lo primero”, se dijo a sí mismo, mientras activaba una serie de runas mágicas que había recolectado en sus viajes. Al trazar un círculo en el suelo con su daga, conjuró un pequeño hechizo de invisibilidad que lo cubrió con un velo etéreo. Con esta protección, avanzó hacia la puerta, listo para enfrentar cualquier desafío que se le presentara.

Al cruzar el umbral, el aire cambió. Era pesado, como si las sombras mismas cobraran vida. La habitación estaba iluminada por una luz suave. Pero no estaba solo; en la penumbra, el súcubo apareció, su figura etérea era un juego de sombras y luces. Su piel brillaba con un tono plateado y sus ojos, dos brasas ardientes, lo observaban con interés.

“Un ladrón elfo en mi dominio”, dijo, su voz suave era como una melodía. “¿Acaso no temes a la ira de Aranthor?”

“Temo más perder la oportunidad de obtener lo que quiero”, respondió Kaelen, con voz firme. “Y lo que quiero es el huevo”.

El súcubo dibujó en su rostro una expresión llena de malicia. “Podrías obtenerlo, pero a un alto precio. ¿Qué ofreces a cambio de tu deseo?”

“Ofrezco lo que tú más anhelas”, dijo Kaelen, tratando de recordar las historias que había oído sobre las debilidades de los seres oscuros. “Libertad. La libertad de este lugar, de servir a un mago que no conoce tu verdadero valor.”

La criatura se detuvo, sorprendida. “¿Y qué sabes de mi valor, ladrón?”

“Sé que tu belleza es un artefacto en sí mismo, un poder que podría gobernar corazones y mentes. Pero en esta torre, eres solo un juguete en manos del mago. ¿Por qué no cambiar eso?”

Un destello de interés iluminó los ojos del súcubo. “Tus palabras son intrigantes. Pero aún no he decidido si eres un aliado o un enemigo.”

Kaelen, notando que había ganado tiempo, se movió lentamente hacia el huevo, tratando de mantener su atención. “Si me dejas tomar el huevo, puedo ayudarte a deshacerte de Aranthor. Juntos, podríamos forjar un nuevo destino”.

El súcubo contempló su oferta, su mirada escudriñaba cada rincón de su alma. “Interesante propuesta, elfo. Pero antes, deberás demostrarme tu valentía.”

Antes de que pudiera reaccionar, el súcubo lanzó un hechizo que lo envolvió en una niebla oscura, llevándolo a un paisaje de pesadilla. En un instante, se encontró rodeado de sombras que se retorcían y se movían, criaturas del más allá que intentaban devorarlo. Sin embargo, en lugar de rendirse, Kaelen recordó su entrenamiento y utilizó su agilidad élfica para esquivar los ataques, desenvainando su daga en un baile mortal.

Con cada golpe certero, las sombras se desvanecían hasta que, al final, se encontró frente al súcubo nuevamente, quien lo miraba con admiración. “No muchos han sobrevivido a la prueba. Quizás haya algo más en ti de lo que aparentas.”

Kaelen, sin aliento pero decidido, le habló. “Así que, ¿dejas que me lleve el huevo?”

“Por ahora”, dijo la súcubo, mientras el aire a su alrededor vibraba con poder. “Pero recuerda, la verdadera prueba apenas comienza”.

Con un movimiento de su mano, el súcubo disipó el hechizo, y el huevo apareció ante ellos, resplandeciente y vulnerable. Kaelen se acercó, su corazón latiendo con fuerza mientras lo sostenía entre sus manos. En ese instante, una ola de energía lo envolvió, y un vínculo inexplicable se formó entre él y el huevo.

“Ahora, lo que se avecina será un camino lleno de desafíos”, advirtió el súcubo. “Y no solo de Aranthor. Hay otros que codician este huevo.”

Sin tiempo que perder, Kaelen dio un salto hacia la ventana, el viento aullaba en sus oídos mientras descendía hacia la libertad. Pero en su mente, sabía que el verdadero desafío no era solo escapar con el huevo, sino cumplir su promesa y demostrar al súcubo que juntos podrían reescribir su destino.

En las sombras de la Torre de los Susurros, un nuevo pacto se había forjado, y mientras Kaelen se desvanecía entre los árboles, la risa del súcubo resonaba en el aire, prometiendo que su aventura apenas acababa de comenzar.

 




viernes, 11 de octubre de 2024

Bajo la Máscara del León

«En esta ciudad, no todo lo que brilla es una joya, mercenario; a veces, es el filo de una daga». – Arconte Fiametta Valienne.


El aire en Yelmogris olía a humedad y promesas rotas. Uriens caminaba por las calles empedradas como un depredador silencioso, las sombras danzaban a su alrededor bajo el cielo gris. A su espalda, las montañas que rodeaban la ciudad se erguían como centinelas de piedra. Había sido contratado, nuevamente. No para matar esta vez, sino para proteger. Un trabajo simple. O eso había pensado.

La nobleza de Yelmogris no confiaba en nadie más que en su propio oro. A veces, ni en eso. Pero la Arconte Fiametta Valienne, una mujer de pocas palabras y rostro frío, lo había mirado como si supiera que él era su mejor opción. “En esta ciudad, no todo lo que brilla es oro, mercenario”, le había dicho cuando le ofreció el trabajo. “Vigila más allá de las máscaras, porque el peligro vendrá disfrazado”. Ahora, frente a la imponente mansión de los Valienne, una de las casas más ricas de Yelmogris, Uriens sentía el peso de la advertencia. La fiesta de máscaras era un evento ostentoso, lleno de sedas y joyas que brillaban bajo la luz de las lámparas de aceite. Pero, como siempre, él mantenía una mano cerca de la empuñadura de su espada, su ojo rojo atento a cada sombra que se movía entre los invitados.


El salón de baile era un monstruo de mármol y vidrio, una estructura que demostraba el poder y la riqueza de la familia anfitriona. Candelabros colgaban como estrellas falsas del techo abovedado, reflejando la luz en las máscaras doradas y plateadas de los asistentes. Un mar de cuerpos se movía al compás de una música suave pero inquietante. Uriens no estaba allí para disfrutar de la música ni del vino. Su mirada se fijaba en la Arconte Fiametta, una figura esbelta que danzaba entre la multitud con una máscara de plata cubriendo su rostro pálido.

La noble era una mujer de hielo y secretos. Sabía que tenía enemigos, pero había decidido enfrentar el peligro en un lugar donde todos se escondían tras disfraces. Uriens sabía que este tipo de eventos eran una trampa perfecta: las sonrisas ocultaban cuchillos y los saludos disimulaban veneno.

Mientras vigilaba desde una esquina oscura, su ojo rojo captó un destello en la multitud. Un hombre de máscara oscura, demasiado atento, demasiado cerca de Fiametta. No era la primera mirada que había sentido sobre ella, pero esta tenía algo distinto, algo peligroso.

Se deslizó entre la gente como un espectro, empujando a un lado a los invitados que reían y charlaban sin notar su presencia. Cada paso era medido, cada movimiento, una preparación para el combate. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el hombre de la máscara oscura se giró hacia él. Sus ojos, visibles a través de las ranuras de la máscara, eran fríos, calculadores. Sabía quién era Uriens. Y no temía.

—Demasiado obvio —murmuró el mercenario para sí mismo.

El hombre hizo un gesto sutil con la mano y desapareció entre la multitud. Un distracción. Una carnada.

Uriens maldijo en silencio. Giró hacia donde había visto por última vez a la Arconte Fiametta Valienne. Ella seguía danzando, ajena al peligro que se acercaba. O tal vez no tanto. Los nobles siempre jugaban al ajedrez con sus vidas. Pero Uriens no podía permitirse fallar. No aquí. No con tantas miradas, tantas máscaras.

Entonces, lo sintió. Un escalofrío en el aire, el tipo de magia oscura que se arrastraba bajo la piel, como hormigas que trepan por los huesos. El hedor del azufre le golpeó antes de que viera el verdadero peligro.

A su izquierda, un hombre de porte regio, con una máscara de león dorado, levantaba discretamente una mano. Los dedos se movían en el aire como si dibujaran algo invisible, pero Uriens no necesitaba ver los símbolos para entender lo que se avecinaba. Un conjuro. Uno mortal.

No pensó. Se lanzó entre los cuerpos danzantes con una velocidad que ningún invitado pudo prever. Su mano se cerró sobre la empuñadura de la espada y, con un tirón fluido, desenvainó el acero. Los invitados soltaron gritos ahogados mientras la hoja destellaba bajo las luces del salón.

El conjurador apenas tuvo tiempo de terminar el último gesto antes de que la espada de Uriens le cortara la muñeca. La mano cayó al suelo con un sonido seco, el anillo de oro rodó sobre el mármol. El grito del mago fue sofocado por la música, pero la sangre que brotó de su muñón fue suficiente para que el caos estallara en la sala.

La Arconte Fiametta Valienne  giró sobre sus talones, su mirada gélida encontrando la de Uriens. Había un destello de reconocimiento en sus ojos. Sabía lo que había pasado, pero no hizo nada por detener el alboroto. La nobleza de Yelmogris estaba acostumbrada a la muerte, incluso en los bailes.

Uriens se quedó de pie, con la espada en la mano, mientras los guardias de la casa Valienne llegaban, gritando órdenes y tratando de contener a los invitados que huían despavoridos. El mercenario no les prestó atención. Su ojo rojo se posó en el hombre que había perdido la mano. Estaba en el suelo, retorciéndose de dolor, pero sus labios todavía se movían. Todavía intentaba conjurar algo, algo desesperado.

Sin dudarlo, Uriens levantó la espada y la hundió en su pecho.

El salón quedó en silencio por un instante. La sangre manchó el mármol pulido, mezclándose con las sombras que bailaban bajo las luces doradas. Uriens limpió su espada en la capa del muerto y la envainó, mientras Fiametta se acercaba con pasos lentos, seguros.

—Eficiente, como siempre —dijo ella, su voz era suave y fría.

—Te dije que las máscaras no me gustan —respondió él, sin mirarla.

Valeria no dijo nada más. Sabía que no hacía falta. La seguridad en Yelmogris era una ilusión tan frágil como las máscaras que usaban los invitados. Pero Uriens no estaba allí para ilusiones. Estaba allí para el acero y la sangre. Y Yelmogris siempre pedía su cuota.

Cuando el baile terminó y los cuerpos fueron retirados, Uriens se marchó, sabiendo que su trabajo nunca terminaba. Al menos, no mientras respirara en esa maldita ciudad.



La Leyenda del Buscador: Un Placer Culpable con Mucha Espada y Poca Vergüenza

Por un crítico anónimo que insiste en que los efectos especiales no importan si la capa ondea lo suficiente. Hay algo maravillosamente recon...