La fortaleza de Garrasombría se alzaba como un nudo en la garganta del
imperio, justo en la frontera con las tierras salvajes de Rorgath. Su ubicación
era estratégica: controlaba el paso montañoso conocido como el Cuello del
Dragón, una vía vital entre los valles fértiles de Varesha y las estepas
indómitas del sur. Más allá de las murallas, el mundo era un caos sin ley,
poblado por tribus orcas, bandas de merodeadores y bestias que el hombre apenas
se atrevía a nombrar.
Construida mayormente en piedra oscura de las montañas circundantes, la
fortaleza estaba remendada con madera, un testamento de los incontables ataques
sufridos. Esas tablas y vigas, algunas tan viejas como la fortaleza misma,
cubrían brechas y parches donde los muros habían cedido bajo el peso de arietes
o el embate de catapultas primitivas. Los soldados las llamaban "las
cicatrices de la roca".
Sin embargo, no era solo una guarnición. Garrasombría era una ciudadela
autosuficiente, un centro de comercio, producción y vigilancia. Era sostenida
por la sangre, el sudor y el oro que fluía por el Cuello del Dragón, en forma
de caravanas mercantes que pagaban generosos peajes para atravesar la peligrosa
frontera.
En su interior, la vida era una danza extraña entre la rutina de los
soldados y la bulliciosa actividad de los civiles. Los veteranos, endurecidos
por años de combates, patrullaban las murallas con miradas de acero, mientras
observaban los campos más allá de la fortaleza, ahora teñidos de un inquietante
color rojizo bajo el crepúsculo. Los forjadores trabajaban en sus talleres, el
golpeteo de martillos sobre el hierro llenaban el aire, mientras carpinteros y
curtidores reparaban armaduras y barriles con igual intensidad.
En la taberna, una construcción de madera reforzada con vigas rescatadas de
una torre caída, los civiles y soldados compartían sus historias bajo la luz de
linternas titilantes. Se llamaba El Ojo Vigilante, y su dueña, Thressa
Manoferrea, era una mujer con más cicatrices en sus brazos que muchos soldados.
Su voz resonaba por encima del ruido:
—¡Bebed ahora, malditos! ¡Mañana tal vez no tengamos taberna!
Todos rieron, pero la tensión se palpaba. Los rumores habían llegado al
amanecer: una horda de orcos avanzaba desde el norte. Las avanzadillas nunca
regresaron. Ahora solo quedaba esperar.
El centro de la fortaleza, el templo del Vigilante Eterno, era un remanso de
calma. Su sacerdote, un hombre delgado de barba encanecida llamado Domendral,
caminaba entre los feligreses encendiendo velas y susurrando oraciones. Los
soldados inclinaban la cabeza por respeto, aunque pocos creían realmente en los
dioses; el sacerdote, por su parte, los miraba con compasión.
—El Vigilante está con nosotros —aseguraba, pero sus ojos traicionaban una
pizca de duda.
Cuando el sol terminó de caer y la luna se alzó entre jirones de nubes, los
cuernos de los vigías sonaron. Tres notas largas, dos cortas. La señal. La
horda había sido avistada.
Desde las murallas, el espectáculo era aterrador. A lo lejos, bajo la luz
pálida de la luna, una marea de sombras se agitaba como un mar oscuro. Los
orcos eran numerosos, demasiado numerosos. Llevaban antorchas y lanzas, y sus
rugidos eran un trueno que hacía temblar incluso las piedras de la fortaleza.
El capitán Garvick, un hombre robusto con un rostro surcado de cicatrices y
una voz que podría partir madera, se alzó sobre las almenas, mirando a sus
hombres.
—¡Escuchadme, perros! ¡Esta no es la primera vez que nos atacan, y no será
la última! ¡Ellos tienen el número de su parte, pero nosotros tenemos estas
malditas! ¡Que esos bastardos choquen contra nuestra roca y se rompan los dientes!
Los soldados rugieron en respuesta, levantando sus armas. La fortaleza
vibraba con la energía de la preparación.
En los talleres, los herreros ajustaban los últimos cascos y afilaban
espadas con un frenesí controlado. Los arqueros preparaban flechas en haces
ordenados mientras los carpinteros reforzaban puertas interiores con barras de
hierro. En la taberna, Thressa entregaba botellas de licor fuerte a los más
desesperados mientras murmuraba:
—No os lo bebáis todo... Puede que necesitéis algo para quemar.
El primer embate llegó como un aluvión. Los orcos corrieron hacia las
murallas, sus rugidos se mezclaban con el aullido del viento nocturno. Flechas
llovieron desde las almenas, algunas prendidas con aceite y fuego. Las llamas
iluminaron las caras deformes y salvajes de los atacantes mientras escalaban
las paredes con ganchos y cuerdas.
Los veteranos esperaron con frialdad hasta que las primeras cabezas asomaron
sobre las almenas, y entonces descargaron su furia. Espadas y martillos cayeron
sobre los orcos, empujándolos de vuelta al vacío. Sin embargo, la marea era
incesante.
En el interior, los civiles no eran meros espectadores. Thressa lideró a un
grupo de curtidores y herreros en la creación de armas improvisadas: picas de
madera, barriles llenos de piedras y aceite hirviendo que derramaban desde los
matacanes.
Domendral, con la túnica empapada de sudor, sostenía un símbolo del
Vigilante mientras gritaba:
—¡El Vigilante no abandona a quienes luchan por proteger su hogar!
La batalla se prolongó durante lo que parecieron horas. La fortaleza
resistió, pero no sin heridas. Algunas de las partes de madera cedieron,
dejando pequeñas brechas por donde se infiltraron orcos, pero los defensores,
en su desesperación, combatieron con ferocidad.
Cuando el amanecer finalmente asomó en el horizonte, los campos alrededor de
la Garrasombría estaban cubiertos de cuerpos. Los orcos se retiraban,
derrotados pero no vencidos, mientras los defensores, exhaustos, se sentaban
donde podían, mirando al cielo con ojos llenos de gratitud y dolor.
Garvick, cubierto de sangre pero aún de pie, miró a sus hombres y a los
civiles que habían luchado con ellos.
—Lo hicimos. —Su voz era un susurro, pero resonó en el silencio. Luego, con
una sonrisa cansada, añadió—: Ahora arreglad esos malditos muros.
Garrasombría había resistido una vez más. Pero todos sabían que no sería la
última vez que sus muros se enfrentarían al rugido de la guerra.