Los vientos aullaban como lobos enloquecidos en las vastas llanuras del norte, azotando la tierra yerma. Allí, solitario como un monolito olvidado por los dioses, se alzaba Hroldgar, hijo de Thrain, el último de los lobos de Skand.
Su yelmo, abollado por cien batallas, brillaba
apenas bajo el sol sangriento del ocaso. Su barba, espesa como los bosques
antiguos, se enredaba con la mugre de la guerra, y sus ojos ardían con la
fiereza implacable de un hombre que ha visto el fin de su mundo y aún rehúsa
caer.
Hroldgar no hablaba. Sus palabras se habían perdido mucho tiempo atrás, ahogadas en el rugido de las espadas y en los gritos de los moribundos. Lo único que quedaba de él era el juramento: la sangre de sus hermanos sería vengada, y sus enemigos conocerían la furia de Skand antes de que la oscuridad reclamara su alma.
A lo lejos, las huestes de los hombres del sur se
reunían, una marea de acero y odio. Sabían que sólo un hombre les enfrentaba, y
reían. ¡Necios! No comprendían que enfrentaban a un espíritu más antiguo que
sus reinos, más endurecido que sus aceros.
El guerrero gruñó como una bestia herida, y
levantó su hacha mellada, una reliquia de tiempos donde los dioses aún
caminaban entre los hombres. Cada músculo de su cuerpo vibraba con la promesa
de violencia.
—¡Venid! —rugió, su voz era un trueno que retumbó
por la llanura—. ¡Venid a morir!
Y cuando cargaron hacia él, como una ola que
rompe contra las rocas, Hroldgar sonrió. Era la sonrisa de los condenados, la
sonrisa de quien no teme a la muerte, porque ya ha vivido más allá de ella.
Ese día, los campos del norte se tiñeron de rojo,
y las leyendas susurrarían, por siglos, el nombre del lobo que se negó a
arrodillarse.
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