miércoles, 2 de julio de 2025

Elric de Melniboné: Un albino y una espada con el apetito de un gato después de la siesta

En el multiverso de la literatura fantástica —ese vasto buffet libre de clichés, dragones y tipos con capas que nunca parecen necesitar ir al baño— hay figuras memorables. Algunos cabalgan nobles corceles, otros derrotan al mal con valor y palabras inspiradoras. Y luego está Elric de Melniboné, quien probablemente se olvidó de desayunar porque estaba demasiado ocupado vendiendo su alma a una espada.

Elric es emperador de una civilización decadente construida sobre esclavitud, pactos demoníacos y arquitectura gótica con más pinchos que sentido estructural. Y, como buen emperador de una sociedad que básicamente es Mordor con mejores modales, pasa sus días lidiando con demonios, asesinando a sus amigos por accidente (o por hobby) y hablando con una espada que grita cuando corta a la gente. Una espada que, además, te roba el alma con la eficiencia de un banco cobrando comisiones.

Stormbringer. Sí, así se llama la espada. Es el tipo de arma que uno no pone en un estante sobre la chimenea porque probablemente se comería a la chimenea y luego a tu gato. Y a ti. Y después diría que fue tu culpa por no estar “lo suficientemente épico”.

Lo curioso de Elric es que, a pesar de ser un antihéroe, es muy… educado. Es el tipo de persona que te cortaría por la mitad y luego lamentaría sinceramente haberlo hecho. “Oh, lo siento, viejo amigo. Pero mi espada lo quiso, y ya sabes cómo se pone si no la dejo jugar”. Uno imagina que las reuniones sociales en Melniboné eran un poco tensas.

“¿Quieres vino o cerveza?”
“¿Y tú, quieres seguir teniendo alma?”




Arte-KamyuDigitalArtworks


Lo más extraordinario es que Elric, a diferencia de muchos héroes de fantasía con mandíbulas cuadradas y motivaciones planas como una tabla de planchar, es trágicamente autoconsciente. Él sabe que está siendo manipulado. Por su espada. Por los dioses del Caos. Por su propio autor, Michael Moorcock, quien probablemente tuvo una adolescencia interesante. Pero en vez de rebelarse, Elric se encoge de hombros filosóficamente y se lanza de cabeza a su próximo error épico, como quien se arroja a una piscina sin verificar si tiene agua.

Y sin embargo, Elric perdura. ¿Por qué? Porque en el fondo, es honesto. Es la encarnación de la duda, el dolor, la búsqueda de redención en un mundo donde incluso los conejos probablemente estén poseídos por demonios. Es la cara pálida del hombre que quiere hacer lo correcto, pero cuyo destino se ríe de él con dientes afilados y voz de espada demoníaca.

Elric de Melniboné es como si Hamlet se metiera a un grupo de metal, consiguiera una espada satánica, y decidiera salvar el mundo destruyéndolo un poquito primero. No es un héroe convencional. No es un modelo a seguir. Pero es, sin duda, inolvidable.

Y si alguna vez lo encuentras en una taberna, por favor no lo invites a beber. Lo más probable es que termine invocando una tormenta, destruyendo la realidad y disculpándose por todo mientras Stormbringer te mastica el alma con entusiasmo.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Nota del autor: Este artículo contiene trazas de sarcasmo, ironía y ocasionales menciones a espadas con opiniones propias. No se recomienda leerlo cerca de artefactos mágicos o bibliotecas que se quejen en voz alta.

lunes, 16 de junio de 2025

La Última Batalla del Rey de los Geats

El cielo ardía con el rojo de un sol poniente, y sobre las colinas grises el humo serpenteaba como dedos de un dios moribundo. El anciano rey caminó hacia la entrada maldita, espada en mano, con la calma de quien ha caminado ya muchas veces al filo de la muerte. Beowulf, hijo de Ecgtheow, Señor de los Geats, se adentró en la oscuridad con la resolución de un hombre que ha vivido como guerrero y no teme morir como tal.
El túmulo del dragón era una cicatriz en la tierra: un montículo partido por una grieta ardiente, de donde emergía el aliento sulfúrico del infierno mismo. En las entrañas de esa grieta dormía el Wyrm: más antiguo que los hombres, más rico que un imperio saqueado. Había despertado por la codicia de un ladrón, y el fuego de su furia arrasaba aldeas, convertía las torres en antorchas y los ríos en vapor.
—Es aquí —gruñó Beowulf, y su voz era como un cuerno roto en la niebla—. Aquí ha de medirse el último aliento de mi linaje.
Y entonces el suelo tembló.
Del abismo surgió el dragón, vasto como una tormenta. Su cuerpo
era un vendaval de escamas bruñidas, su cola se agitaba como un látigo que podía partir árboles, y sus ojos, dos carbones infernales, destellaban con inteligencia y odio. Las alas se desplegaron con el rugido de mil estandartes al viento. Y luego, el fuego.
Beowulf no esquivó. No era su modo. Se alzó contra la ola ígnea como una roca contra la marea. El escudo se encendió en sus manos, ardiendo como una hoja seca, pero él cargó. Naegling cantó su canción de guerra al chocar contra las escamas del monstruo, una y otra vez, como el tambor de una tempestad. Cada golpe era un eco de los dioses antiguos, cada choque un clamor del destino.
El dragón rugía, la tierra se abría, el cielo lloraba cenizas.
Wiglaf gritó, quiso unirse, pero fue derribado por una embestida de viento ardiente. Sólo Beowulf quedó, quemado, sangrando, jadeante. Naegling, rota. Las costillas crujían bajo su propia respiración. Pero no se arrodillaba. No sabía hacerlo.
Entonces, cuando la bestia se alzó para dar el golpe final, Beowulf, con el brazo que aún respondía, sacó el cuchillo corto que llevaba al cinto. Un arma sin nobleza, sin nombre. Y la hundió en el vientre del Wyrm, bajo una escama rota.
Un chillido antinatural desgarró los cielos. El dragón se estremeció como si la misma montaña estuviera muriendo. Cayó sobre Beowulf, su aliento final era un torrente de humo y azufre. El viejo rey gritó, no de miedo, sino de rabia, de una furia que no cabía en un solo hombre.
Cuando Wiglaf se arrastró hasta él, encontró a su señor sepultado bajo la sombra del dragón, pero vivo aún. Sus labios sangraban, pero sonreían.
Beowulf, estaba cubierto de cenizas y sangre. Sus ojos miraban el horizonte, donde el mar entonaba canciones antiguas. Con voz quebrada, susurró:
—He matado al Wyrm —murmuró, mientras la vida lo abandonaba como el sol en un invierno eterno—. Que canten sobre esto. Que lo recuerden. Fui rey. Fui guerrero. Y hoy... soy leyenda.
Y así, Beowulf, último de su estirpe, yacía sobre las piedras calientes, coronado por la sangre y el fuego, con los ojos abiertos hacia un cielo que ya no vería. No con lágrimas, sino con orgullo.
Como mueren los reyes.
Como nacen las leyendas.




Arte de -Andrew Howat-

lunes, 9 de junio de 2025

Event Horizon

Por alguien que ha visto cosas que no creerías. Y que probablemente debería haber mirado menos películas de ciencia ficción a medianoche. O más. No estoy seguro.

 



Pocas películas han conseguido reunir en una sola nave espacial la claustrofobia de una consulta dental sin anestesia, el entusiasmo arquitectónico de un gótico con complejo de Frankenstein, y el pequeño detalle de que el universo puede, efectivamente, odiarte con una pasión casi literaria.

Imaginad, si podéis —aunque si no podéis, mejor—, una nave que viaja más rápido que la luz no doblando el espacio, como hacen los buenos muchachos en Star Trek, sino perforándolo como quien atraviesa una cortina de ducha con una barra de hierro oxidada. Una nave que va más allá, y luego regresa. Y como buen turista dimensional, no regresa sola.

Sí, claro, hay agujeros negros. Hay científicos con miradas intensas y cabello cuidadosamente despeinado, lo que en el cine siempre es señal de que las cosas van a terminar mal. Y hay a bordo un capitán que, en un admirable ejemplo de economía narrativa, dice frases como “El infierno está en esta nave” con la serenidad de quien ofrece galletas.



Como todo relato verdaderamente humano disfrazado de ciencia ficción, Event Horizon no trata realmente sobre el espacio, sino sobre el vacío interior. El agujero negro en el alma. Ese sentimiento al abrir el refrigerador y descubrir que alguien se ha comido el último pastel de carne. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Fue usted mismo? ¿Y si lo fue… quién lo observaba mientras lo hacía?

Recuerdo verla por primera vez, a finales de los 90. Una época extraña, con más chaquetas de cuero que sentido común, y donde el horror tenía una cualidad granulada, como si estuviera siendo transmitido directamente desde una dimensión paralela con mala señal. Event Horizon encajaba perfectamente. Era como una carta de amor escrita con sangre a Hellraiser, 2001: Odisea del espacio, y ese rincón oscuro del cerebro donde guardamos los sueños que no contamos a nadie.

Por supuesto, no todo el mundo la entendió. “Demasiado confusa”, dijeron algunos. “Demasiado gore”, dijeron otros. “¡Esí no es cómo funciona la física!”, gritaron los ingenieros, justo antes de ser absorbidos por un portal interdimensional con gritos digitalmente distorsionados.



Pero quienes la amaron, la amaron con la clase de devoción que se tiene por un gato tuerto y psicópata: porque sabías que, en el fondo, te estaba enseñando algo importante. Algo sobre ti mismo. Algo que probablemente requería terapia. O una taza de café muy, muy fuerte.

En fin. Event Horizon sigue ahí, flotando en el tiempo cinematográfico, como un eco de advertencia. Una nota manuscrita que dice: “Si vas a jugar con el tejido del universo, al menos asegúrate de tener una linterna, un crucifijo, y un contrato que diga claramente que no se admiten portales al infierno.”

Y si después de todo eso, aún decides subir a bordo…

Bueno. Que los dioses —o lo que quede de ellos— se apiaden de tu alma.

Nota final: Nunca confíes en una nave espacial que parece diseñada por alguien que soñó con catedrales y despertó gritando. Especialmente si el diseñador también era un físico cuántico con tendencias góticas. Nunca termina bien.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 30 de mayo de 2025

El Tiempo es Relativo, Especialmente si Eres un Brujo con Resaca

En el gran tapiz del Tiempo —esa alfombra mágica que siempre se desenrolla hacia donde menos lo esperas— hay personajes que envejecen como el vino, y otros como la leche. Y luego está Geralt de Rivia, quien, a pesar de haber nacido literariamente en los años 80 (cuando el mayor acto de brujería era grabar una cinta sin que se cortara), hoy camina entre nosotros como si nada. Con su espada, su sarcasmo y su inexplicable capacidad para sobrevivir en una economía medieval que claramente no tiene sentido.

Creado en 1986 por Andrzej Sapkowski, Geralt es un brujo mutante cínico, estoico, y con una voz interior que claramente fuma en silencio. De alguna manera, logró escapar de su contexto ochentero —donde uno esperaba hombreras, no grifos gigantes— y convertirse en un icono de la cultura pop actual.


-Arte de Bogusław Polch-

Es decir, ¿cómo es posible que un tipo con la expresión emocional de una piedra mojada y un peinado de heavy metal siga siendo relevante en 2025?

Respuesta corta: Porque es genial.
Respuesta larga: Porque los héroes cansados del mundo tienen una forma de resonar con generaciones que también están cansadas del mundo.

Y no hablemos solo de Geralt. Consideremos por un momento a ese otro fenómeno atemporal: "Juego de Tronos" (o A Song of Ice and Fire, si quieres sonar como alguien que compra ediciones de tapa dura y corrige a los demás en Twitter).

Publicado por primera vez en 1996, la saga de George R.R. Martin llegó en una época en la que los móviles eran ladrillos, el CGI daba miedo, y nadie se esperaba que un autor tardara más en terminar una novela que un dragón en alcanzar la madurez fiscal.

Y, sin embargo, hoy seguimos hablando de Invernalia como si fuera una ciudad turística con reseñas en TripAdvisor.

 

¿Por qué siguen vivos?

1.      Ambigüedad Moral:
Ni Geralt ni Tyrion ni Jon Nieve son héroes de brillante armadura. Son hombres rotos, sarcásticos, a veces borrachos. Como uno mismo, pero con espadas.

2.      Crítica Social Disfrazada de Espadas y Magia:
Estos mundos fantásticos se sienten extrañamente familiares. Corrupción, guerra, desigualdad, dragones que no pagan impuestos… lo de siempre.

3.      El Arte de No Explicarlo Todo:
Parte del encanto es que ni Sapkowski ni Martin se molestan en darte todas las respuestas. Solo las preguntas. Y, a veces, un mapa incompleto.

 

Lo curioso es que estas obras se sienten más modernas que algunas novelas escritas la semana pasada. Y eso es porque los buenos cuentos, como los buenos brujos, aprenden a adaptarse.

Hoy Geralt vive en Netflix, en videojuegos con presupuesto de película, y en memes de internet donde se queja de tener que hacer "otra maldita misión secundaria". Tyrion es un GIF. Daenerys es un tatuaje que ahora muchos lamentan. La fantasía se ha digitalizado, comercializado, serializado… pero el corazón sigue ahí: un puñado de personajes enfrentándose al caos, con sarcasmo, acero y cero ganas de ser leyendas.

Así que sí: Geralt es de los 80. Tyrion es de los 90. Y tú, lector, probablemente también te sientas un poco fuera de época. Pero eso es parte del encanto. En el fondo, la buena fantasía no caduca. Solo espera su momento para reaparecer, con una nueva capa de polvo, una nueva adaptación... y la misma vieja verdad:

“El mundo está mal hecho. Lo único que puedes hacer es seguir adelante, matar monstruos, y procurar que te paguen.”

Y si eso no es eternamente actual, no sé qué lo es.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

martes, 20 de mayo de 2025

Fuego en la noche eterna

 

Zona de conflicto: LV-871, sector delta. Fecha estimada: perdida entre registros distorsionados por la radiación. Unidad: Escuadra Charlie, 4° de Infantería Colonial. Estado: comprometido.

 

El bunker apestaba a sudor rancio, aceite de armas y sangre coagulada. Y aún así, era lo más cercano al paraíso que les quedaba. Fuera, entre las trincheras fangosas y el alambre de púas oxidado, esperaban los hijos de la oscuridad. Los Xenomorfos. Demonios negros nacidos de una pesadilla biomecánica.

El sargento Briggs se pasó el brazo por la frente, dejando una mancha de tierra y mugre en lugar de alivio. Su brazo temblaba. No de miedo. De rabia contenida.

—Carguen esas putas torretas —escupió, mientras le daba una patada al generador auxiliar para que dejara de parpadear como un maldito árbol de Navidad.

—¿Y si no vienen esta noche, sargento? —preguntó Becker, el más joven del pelotón, el único que aún tenía voz para hacer preguntas estúpidas.

Briggs lo miró. No respondió. Sólo señaló las paredes del bunker. Garras. Cortes. Ácido derretido en el blindaje como si fuera mantequilla. “Si no vienen esta noche”, pensó, “es porque están esperando que bajemos la guardia. No lo haré. No otra vez.”

Los otros cinco marines no hablaban. Revisaban los cargadores. Revisaban los sensores. Construían barricadas improvisadas con los cuerpos de sus compañeros caídos. Cada uno de ellos con su propia herida, su propio infierno en la mirada. Perkins había perdido un brazo y seguía allí, con el muñón envuelto en vendas sucias, cargando munición con los dientes. Chao fumaba algo que ni Dios podría identificar. Algo que traía de su planeta natal y que olía como si estuviera hecho de goma quemada y muerte.

Cuando el primer chillido rompió el silencio, el sonido pareció salir de todas partes a la vez. Como si el mismo aire estuviera pariendo monstruos. Perkins se santiguó con el muñón, mientras Chao murmuraba en cantonés lo que parecía una oración o una maldición.

Briggs no esperó. Dio la orden.

—Encended las luces. ¡Ahora!

Los focos exteriores, montados sobre estacas con cinta adhesiva, vomitaron un halo amarillento y tembloroso sobre la tierra encharcada. Y allí estaban. Cientos. Tal vez miles. Las sombras negras avanzando entre la niebla ácida. Corriendo como animales, como dioses caídos. Sin armas. No las necesitaban.

Las torretas automáticas rugieron. Las armas de los marines chisporrotearon como fuegos de artificio de un funeral maldito. La tierra se llenó de casquillos, ácido y gritos. Un xenomorfo cayó en la zanja, estallando en un chorro de fluido verde que derritió la pierna de Vargas. Gritó, pero siguió disparando hasta que su cuerpo quedó sin balas ni carne que lo sostuviera.

Briggs vio cómo uno de ellos —un bastardo con doble mandíbula y garras como guadañas— trepaba por la pared lateral. Le metió una ráfaga entera en la cabeza. No bastó. Siempre parecían necesitar más balas de las que uno tenía.

Dentro del bunker, la sangre corría por los pasillos. Chao fue arrastrado por el conducto de ventilación. Becker murió protegiendo la retaguardia, con las tripas colgando pero los dedos aún apretando el gatillo. Perkins rió como un loco, su último cigarro colgaba de los labios, antes de hacer explotar una carga C-12 y llevarse a una docena de criaturas con él.

Al final, sólo quedó Briggs.

Sólo. Sentado contra una pared que ya no era pared sino un colador humeante. Con la pierna destrozada, sin más balas, sin más nombres que recordar. Sólo el sonido de su respiración. Sólo los chillidos que llegaban de todas partes, esperando el momento justo para acabar con lo poco que quedaba.

Y entonces, en medio del silencio, encendió su grabadora de campaña.

—Informe final de la escuadra Charlie. Posición comprometida. No hay supervivientes. Los xenomorfos no son una amenaza. Son el fin. No envíen refuerzos. No los maten. Quemen el planeta.

Sonrió. Una sonrisa con dientes rotos y alma en carne viva.

Luego, cuando escuchó el sonido de las garras arañando el metal, dejó de grabar.

Y esperó.

 


martes, 13 de mayo de 2025

El Juramento de la Elfa

El olor a hueso seco y podredumbre flotaba en el aire como un manto invisible. Liria no lo notaba. Había aprendido a no respirar cuando el hedor de la muerte era tan denso que podía quedar atrapado en los recuerdos. En su mano, el bastón vibraba con una luz blanca, pálida como la luna, pura como la ira de una mujer traicionada.

Los esqueletos crujían con cada paso. No gemían, no gritaban, pero sus espadas oxidadas hablaban por ellos. Liria los conocía bien: guerreros caídos, marionetas de un nigromante cobarde que jugaba a ser dios desde la seguridad de sus criptas.

—¿Otra vez los muertos, Valtax? —susurró, más para sí que para ellos—. ¿Nunca aprendes?

El primero se abalanzó. Un corte rápido, de arriba abajo. Fácil. Como cortar ramas secas en otoño. Pero no había espacio para el descuido. No cuando los muertos no sienten miedo, ni dolor, ni cansancio. Otro llegó por su flanco derecho, y con un gesto seco de la mano izquierda, una descarga de luz lo redujo a ceniza. El cráneo rodó por el suelo como una burla muda.

No estaba luchando para sobrevivir. Eso lo había hecho en otras guerras, en otros siglos. Esta vez peleaba por algo más viejo y más ardiente: la redención. La de su gente. La suya propia.

—¡Valtax! —gritó al cielo encapotado, al círculo de runas flotantes que marcaban la cúpula de poder desde donde el mago miraba—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Mira en qué los has convertido!

Solo obtuvo silencio. Él no bajaría. Nunca lo hacían.

Una docena más. Quizá veinte. No importaba. Las runas en su muñeca brillaron con un fulgor dorado mientras murmuraba palabras que harían sangrar a un sacerdote. Y entonces el suelo tembló. La luz brotó de su bastón como un torrente divino. Los esqueletos se detuvieron. Uno a uno, se deshicieron en polvo, como si el tiempo los hubiera alcanzado de pronto.

Liria cayó de rodillas. No por agotamiento. Por rabia. Por lo que había hecho. Por lo que aún haría.

—Uno por uno, Valtax —dijo con voz ronca, mirando la cúpula—. Uno por uno los devolveré a la tierra.

Y se levantó, con la furia aún latiendo en sus venas, envuelta en la luz de la magia antigua, la que no se canta, la que no se enseña, la que solo conocen los que han perdido demasiado.

martes, 6 de mayo de 2025

Personajes Marginales en la Fantasía: Un Mundo a Medio Camino Entre la Luz y la Oscuridad

Cuando hablamos de héroes en la literatura de fantasía, todos imaginamos a un caballero de brillante armadura, o una doncella con una espada mágica que puede dividir la oscuridad en dos. Pero, y si te dijera que, en realidad, los personajes más interesantes suelen estar en los márgenes. Y no hablo solo de los márgenes de un mapa de fantasía, esos oscuros y misteriosos territorios donde nadie se atreve a ir, sino de los márgenes de las historias mismas. Esos personajes que no se ajustan a los roles predefinidos, que no encajan en la categoría de "héroe" o "villano" y que a menudo nos hacen preguntarnos: ¿qué demonios estoy leyendo?

Esos, mis queridos lectores, son los personajes marginales, esos seres que desafían las expectativas, que caminan en el borde de la moralidad, que están lo suficientemente lejos de la línea recta como para parecer que están fuera de foco.

Lo primero que hay que aclarar es que el personaje marginal no es ni bueno ni malo. Es algo intermedio, algo que está en el limbo de la indecisión. Estos personajes no tienen el lujo de la claridad moral que acompaña a un héroe clásico ni la maldad obvia que caracteriza a un villano de opereta. Son las personas que, si te los encuentras en la calle, probablemente no sabrías si invitarlos a tomar un té o correr en dirección contraria.

Pero esa ambigüedad es lo que los hace tan fascinantes. Pensemos en personajes como Rincewind, el mago de El color de la magia de Terry Pratchett. No es un héroe. No es un villano. Es un individuo cuya mayor habilidad es escapar de situaciones en las que ni siquiera el viento quiere meterse. Sin embargo, lo que lo convierte en un personaje memorable no es su falta de valentía, sino su constante voluntad de sobrevivir a toda costa, sin importar a quién tenga que arrastrar consigo en el proceso.

A lo largo de la historia de la fantasía, el atractivo de los personajes marginales ha sido evidente. ¿Quién no disfruta de los matices de personajes como Tyrion Lannister en Juego de Tronos o los complejos y humanos personajes de la trilogía de Lyonesse de Jack Vance? Hay algo hipnótico en aquellos que no se ajustan a las etiquetas sencillas, algo que invita a la reflexión: ¿qué haríamos nosotros en su lugar?



-Arte para la novela El Jardín de Suldrun de Jack Vance por Enrique Corominas-

Y ahí está la clave: los personajes marginales son un espejo de la humanidad misma. No todo es blanco o negro, no todo es de una sola pieza. La vida es más bien una gama de grises, y los marginales nos muestran cómo navegar por este espectro. Son la prueba de que no es necesario ser completamente bueno ni completamente malo para ser interesante.

En este punto, podemos pensar en el personaje marginal como un explorador entre el claro y el oscuro. Mientras que los héroes típicos brillan como un faro de luz (y no, no me refiero a ese tipo de luz, esa que te deja ciego), y los villanos se esconden en las sombras con planes oscuros, los marginales viven en el delicado espacio intermedio. Un buen ejemplo sería el temible (y ocasionalmente entrañable) Snufkin de Moomin de Tove Jansson. No es un villano, ni un héroe, pero su independencia y su actitud errante lo convierten en una figura que escapa de cualquier clasificación sencilla.

Y, por supuesto, volvemos a Terry Pratchett, quien perfeccionó el arte del marginal con personajes como el propio Muerte, quien siempre parece tener un toque de simpatía por los mortales, pero nunca deja de ser la representación de lo inevitable. La muerte misma en la obra de Pratchett es tan marginal como puede serlo un personaje.

Los personajes marginales existen para recordarnos que la vida no es una cuestión de "blanco y negro". A veces, las decisiones más importantes se toman sin un claro sentido de lo correcto o incorrecto. Por ejemplo, el ladronzuelo que roba un pan, pero que lo hace para alimentar a su familia, ¿es un villano? Tal vez un héroe, tal vez un superviviente, pero, en muchos casos, simplemente un ser humano con sus propios principios.

Los marginales no solo son una herramienta narrativa, sino que son reflejos de nuestros propios dilemas. Nos recuerdan que, a veces, el bien no es tan claro como una espada brillante. A veces, ser "bueno" significa tomar decisiones difíciles, y ser "malo" puede ser simplemente una cuestión de perspectiva.

Tal vez no llevan espadas ni coronas, pero los personajes marginales poseen algo igual de poderoso: la libertad de ser impredecibles. Y eso, en cualquier mundo, es pura magia.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Elric de Melniboné: Un albino y una espada con el apetito de un gato después de la siesta

En el multiverso de la literatura fantástica —ese vasto buffet libre de clichés, dragones y tipos con capas que nunca parecen necesitar ir a...