lunes, 22 de diciembre de 2025

Cuento de Navidad: El hada del azucarero

La primera señal de que algo iba a salir ligeramente distinto aquella Navidad fue que apareció un hada en el azucarero.

No una de esas hadas etéreas, delicadas y silenciosas que uno imagina cuando piensa en cuentos. No. Esta tenía alas torcidas, botas diminutas llenas de barro y estaba discutiendo a gritos con una cucharita.

—¡No es mi culpa que el azúcar sea blanco! —Decía el hada—. ¡La magia necesita contraste!

La familia Gómez observaba la escena en un silencio muy educado. En general, eran personas razonables, y como toda gente razonable, sabían que discutir con un hada en Nochebuena rara vez mejora las cosas.

La madre fue la primera en reaccionar.

—Bueno —dijo—, si va a quedarse, que ayude a poner la mesa.

El hada levantó la vista, sorprendida.

—¿Así, sin más? ¿No van a gritar? ¿Ni siquiera una pizca de pánico?

—Estamos algo cansados —respondió el padre—. Es diciembre.

El narrador se permite aclarar aquí que diciembre es un mes peligrosísimo, especialmente para la cordura. Tiene demasiadas luces, demasiadas expectativas y una cantidad sospechosa de villancicos repetidos. Así que, comparado con eso, un hada malhumorada en el azucarero apenas califica como incidente.

El hada se presentó como Brisnia del Cardo Torcido, hada certificada de los Asuntos Navideños Menores, categoría C (con opción a ascenso si nada explotaba).

—Mi trabajo es asegurar la magia del hogar —explicó—. Pequeños milagros, emociones cálidas, reconciliaciones discretas. Nada de renos voladores, eso lo maneja otro departamento.

—¿Y qué pasó? —preguntó la hija mayor.

—Mala administración —dijo Brisnia—. Siempre mala administración.

Pronto quedó claro que la presencia de un hada no hacía la Navidad más ordenada. La hacía más honesta. El cochinillo empezó a hablar (solo para quejarse). Las luces del árbol mostraban recuerdos en lugar de colores. El sillón favorito de la abuela se negó a ser ocupado por nadie más, gruñendo con dignidad.

—Esto no es magia —murmuró el padre—. Esto es terapia.

Y no estaba del todo equivocado.

El hada volaba de un lado a otro, murmurando encantamientos, tomando notas en un pergamino demasiado pequeño y suspirando como alguien que sabía que la Navidad no es un evento mágico, sino un problema logístico con sentimientos.

Cuando llegó la medianoche, Brisnia se acomodó en el borde del reloj.

—Listo —anunció—. Magia aplicada.

—¿Y qué cambió? —preguntó la madre.

El hada miró la mesa: nadie estaba peleando, alguien había pedido perdón sin darse cuenta, y el postre, aunque quemado, se compartía en partes iguales.

—Exactamente eso —dijo.

Antes de irse, Brisnia dejó una última advertencia:

—Recuerden: la magia no hace que la Navidad sea perfecta. Hace que valga la pena incluso cuando no lo es.

Y desapareció en una nube de azúcar ligeramente húmeda.

Más tarde, cuando todo volvió a ser normal (lo cual es una palabra muy optimista), la familia Gómez coincidió en algo importante:
la Navidad había salido mal… pero del mejor modo posible.

El azucarero, por supuesto, nunca volvió a ser el mismo.

 

martes, 9 de diciembre de 2025

Lobos, paraísos y búsquedas que nunca terminan

Todos hemos sido un lobo alguna vez. Un bicho fuera de lugar. Un caminante que no sabe exactamente hacia dónde va, pero sospecha que detenerse sería peor. Todos hemos tenido una manada también, aunque a veces solo la encontramos por un rato. Gente con la que caminar se siente menos difícil. Personas que no te preguntan por qué sigues buscando un sitio imposible, sino que simplemente caminan contigo y, en una noche particularmente mala, te pasan un poco de calor. En algún punto, creo que Wolf’s Rain nos duele porque nos recuerda que muchas de nuestras búsquedas son, en el fondo, actos de fe irracionales. Creer en algo que no podemos ver. Amar un destino que nadie ha demostrado que exista. Seguir adelante cuando el mundo es una ciudad rota, llena de puertas cerradas.

El anime podría haberse ahorrado todo eso. Podría haber sido más amable. Más claro. Podría habernos mostrado un final pulcro, envuelto para regalo, con un lacito y un mensaje de “todo estuvo bien”. Pero no lo hace. Y esa falta de certezas (ese silencio) es lo que deja la nostalgia prendida como un brasero. No quema. Pero tampoco se apaga.

He visto a mucha gente explicar su amor por esta serie con argumentos complejos, metáforas brillantes, análisis profundos sobre la existencia y la soledad. Y están bien, claro. Hay belleza en las palabras bien colocadas.

Pero yo siempre vuelvo a la misma imagen:
la de un grupo de lobos caminando juntos por un mundo que no los quiere, siguiendo una promesa tenue, casi ridícula, de que existe un sitio donde las cosas encajan.

Eso, en esencia, es lo que hacemos todos. Algunos buscan un hogar. Otros, una persona. Otros, una versión de sí mismos que perdieron en algún punto del camino. Pero caminamos igual.

Quizá por eso Wolf’s Rain se convierte en el anime favorito de quien lo ve en el momento preciso o el equivocado, que muchas veces es lo mismo. Porque no es solo un anime: es una forma de decir “sí, yo también he sentido eso, aunque no sepa ponerlo en palabras”.

No sé si existe el Paraíso. Quizá no. Pero hay cierta belleza (una belleza triste, sí, pero belleza al fin) en la idea de seguir buscándolo. De seguir andando. De compartir el camino con la propia manada, aunque sea pequeña, aunque a veces solo conste de ti y un recuerdo que se niega a morir.

Al final, eso es lo que nos queda:
el paso siguiente,
la esperanza testaruda,
y la certeza íntima de que incluso si no pertenecemos al mundo,
seguimos aquí.
Caminando.

Y, por extraño que suene, eso es suficiente.



Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.


 

sábado, 29 de noviembre de 2025

Las Tierras del Páramo

El elfo acarició la sombra de lo que parecía ser una mujer. Pero todo en el Ferunm —las tierras del Páramo que se extienden entre los vivos y la Madre Celestial— puede resultar engañoso e incluso mortal para un visitante sin preparación. Lauvenil había sido prevenido, pero aun así se adentró en aquel mundo de sombras, donde espíritus que anhelan aquello que no poseen —un cuerpo— acechan y provocan a cualquier viajero incauto. Lauvenil había oído que algunas personas, generalmente dotadas para la magia, al soñar eran tentadas en el Ferunm. Cada noche era una prueba para su fortaleza mental. Si aquello era cierto, pensaba el elfo, debía de ser una tortura; los dones de la magia no merecían tal precio.



Una voz atravesó su mente, pero no el espacio vacío que lo rodeaba.


—¿Lauvenil? ¿Eres tú, amor mío?

—¿Ziandra? ¿Dónde estás? No logro verte.

Poco a poco, una figura femenina se fue dibujando frente a él. Era tal y como la recordaba el elfo, tal y como la recordaba años antes de que muriera. No había rastro de enfermedad en su bronceada piel ni en su delicado cuerpo.

—Me dijeron que estaba loco por viajar al Páramo, pero la vida sin ti es demasiado dolorosa.

Ziandra sonreía, pero su mirada no. Era su voz y, a la vez, no lo era. El elfo quería verla y ahí la tenía; sin embargo, no se sentía pleno ni satisfecho en su búsqueda. Algo no iba bien.

—Ahora que me has encontrado, ¿me llevarás contigo?

Lauvenil sonrió débilmente. Le habían advertido. Y ella no era su amada: no era su voz ni sus palabras y, si se fijaba, tampoco su aspecto. Era una imitación de un recuerdo idealizado. Aquel era un espíritu, uno de tantos que ansían un vehículo para escapar al plano físico... 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Kaz, el Minotauro

Hay libros que no se leen: se regresan a ellos. Como ciertos viejos amigos a los que uno no llama tan seguido como debería, pero cuyo nombre basta para que algo cálido se encienda en el pecho. Para mí, Kaz, es uno de esos.

Leí este libro hace tanto tiempo que parece otra vida. Era joven, y tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de posibilidades infinitas. Recuerdo ese lomo desgastado de la colección de Héroes de la Dragonlance, medio torcido por el paso previo por manos ajenas. Lo abrí sin saber nada de Richard A. Knaak ni de que aquel minotauro, con su aire solemne y cansado, el cual iba a quedarse en mí más tiempo del que hubiera sospechado.

Porque Kaz no es un héroe brillante. No es Raistlin, envuelto en misterio, ni Tanis, dividido entre dos mundos románticamente incompatibles.
Kaz es… otra cosa.


Es la parte de nosotros que intenta seguir adelante cuando la historia grande (la de los dragones, los caballeros y las profecías) ya terminó. La parte que se pregunta qué se supone que debe hacer un guerrero cuando ya no hay una guerra digna de su acero. Y ese retrato del “después” es, tal vez, lo más valiente que tiene esta novela.

En un género lleno de destinos y épicas, Kaz camina sin un plan divino. Camina porque es lo único que sabe hacer. Camina porque Huma ya no está, porque el silencio pesa más que su hacha, porque hay heridas que no se ven pero no por eso dejan de sangrar.

En ese trayecto, Dragonlance deja de ser únicamente un escenario de cuentos heroicos y se convierte en algo más humano:
un lugar donde incluso un minotauro puede sentirse perdido.

Recuerdo especialmente cómo la novela permite que la lealtad, la amistad y el honor (esas palabras tan grandes que a veces suenan huecas) tengan un eco más íntimo, más verdadero. Y lo hace sin grandes discursos, sin batallas interminables. Lo hace con pequeños gestos, miradas, silencios. Con esa sensación de que el mundo está tratando de recomponerse igual que Kaz.

Y tal vez por eso, cuando hojeo el libro hoy, pienso en mí.
En el lector que fui, en el adulto que soy, y en cómo a veces uno se siente también como Kaz: un poco fuera de lugar en un mundo que sigue girando.

Quizás lo hermoso de esta novela es precisamente eso:
que nos recuerda que la épica no está en salvar al mundo, sino en seguir adelante cuando se nos cae encima.Y que incluso las criaturas más fieras pueden guardar dentro de sí un corazón que añora, recuerda y lucha por encontrar un sitio donde, al fin, pueda descansar.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Bolsilibro El Precio de la Libertad por Raúl Montesdeoca

El precio de la libertad, una novela parida a golpe de sol, arena y mala leche. Si uno abre la primera página creyendo que entrará en un cuento amable, puede ir preparando agua, vendas y un par de juramentos, porque aquí el desierto no perdona.



La historia de Razzar no tiene nada de héroe reluciente ni de epopeyas de bardos regados con aguamiel. No. Aquí lo que hay es hierro caliente, sangre seca y la clase de honor que suele costar más caro que un buen pellejo de vino en puerto de corsarios. El muchacho crece en un mundo donde la justicia se vende más rápido que un barco capturado y donde la libertad, cuando se encuentra, suele venir pegada al filo de un arma. Y aun así, el condenado insiste en creer en algo. Hay que ser valiente… o muy testarudo. Probablemente ambas cosas.

La ambientación: árida, despiadada, con ese sabor de fantasía vieja que ya casi nadie cocina. Montesdeoca mezcla polvo, gladiadores, magia corrupta y ruinas que huelen a tragedias antiguas como quien pone a remojo especias en una olla negra: sin miedo, sin piedad y con un tino sorprendente. Se nota que disfruta castigando a sus personajes, lo cual siempre es señal de buen oficio narrativo. Los personajes que no sufren, a la larga, aburren; estos, en cambio, sangran, escupen y maldicen con dignidad.

El precio de la libertad es pulp del bueno. Una historia que no pretende ser amable y que, precisamente por eso, se deja querer. Y si encima se comparte gratis, como buen botín repartido entre camaradas… pues mejor aún. Hay literatura que se escribe para durar, otra para entretener, y otra —más rara— para recordar por qué merece la pena seguir luchando aunque solo quede polvo bajo los pies.

Razzar lo sabe. Y después de leerlo, uno también.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

Pd: La portada ha sido diseñada por Joorge Mh. Y la novela la podéis descargar en el siguiente enlace: https:El Precio de la Libertad

lunes, 17 de noviembre de 2025

El Hobbit

El Hobbit. Cuando pienso en él, me parece más una canción antigua que una novela: algo que se tararea sin saber cuándo empezó, pero que al hacerlo uno siente que el mundo es un poco más amable.

Tolkien escribió una historia que parece sencilla —una aventura, un dragón, un tesoro— pero bajo su superficie late una ternura profunda, una sabiduría discreta que solo los verdaderos narradores poseen. Hay en sus páginas una reverencia por lo pequeño, una comprensión de que lo heroico no siempre lleva espada, y que a veces el coraje se disfraza de cortesía, de segunda cena o de un suspiro antes de dar el primer paso fuera de la puerta.



- Arte de David Thorn Wenzel-


Bilbo Bolsón no es un héroe por naturaleza, y eso es, quizá, lo que lo hace tan real. No ansía la gloria, ni canta canciones sobre sí mismo. Solo quiere su sillón cómodo, su pipa y su despensa bien surtida. Pero la vida —o tal vez el destino, o los caprichos de un mago de barba gris— lo empuja hacia el camino, ese lugar donde el mundo se ensancha y la quietud se convierte en asombro.

Y en ese viaje, Tolkien nos recuerda algo que todo buen cuento debería recordarnos: que la valentía no consiste en no tener miedo, sino en seguir adelante a pesar de él. Que la bondad puede ser tan poderosa como la espada más afilada. Que incluso un bolsillo pequeño puede contener un corazón inmenso.

Leer El Hobbit es volver a creer que las palabras son magia. Que un mapa puede esconder una promesa. Que una puerta redonda puede ser el umbral entre lo conocido y lo imposible. Es el tipo de historia que uno debería leer en voz baja, junto al fuego, mientras el viento golpea las ventanas y la noche parece más grande de lo habitual.

Tolkien, con su prosa de filigrana y su amor por las raíces y los nombres, no solo creó un mundo: sembró una semilla. Y de esa semilla brotaron todos los bosques que vinieron después.

Yo diría que no es un libro sobre dragones ni tesoros, sino sobre la dulzura de perderse y encontrarse. Sobre cómo, al volver a casa, uno nunca es exactamente el mismo. Y eso, quizá, sea el verdadero oro que Bilbo trajo de su viaje.

Recuerdo mi primera lectura: fue en unas navidades, cuando el aire olía a café recién hecho y las luces temblaban en los cristales. Afuera hacía frío, pero dentro del libro todo era cálido: los fuegos del hogar de Bolsón Cerrado y las risas de los enanos. Tal vez por eso siempre he creído que el invierno es la estación perfecta para leerlo. Hay algo profundamente navideño en su espíritu, aunque no haya villancicos ni abetos: ese sentido de regreso, de familia, de aventura compartida antes de volver al hogar.

 

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

sábado, 8 de noviembre de 2025

Las Fauces de Vhar-Kuun

La jungla de Vhar-Kuun no conocía el silencio. Zumbaban los insectos grandes como dagas, croaban los sapófidos carnívoros desde los estanques de savia, y el aire mismo, espeso y verde, parecía latir con un pulso antiguo.

Entre helechos que cortaban la piel como cuchillas, avanzaba Sarya la Gris, bárbara del clan Tharn, hija del cometa caído y de los campos de sangre. Su armadura era una blasfemia contra los herreros y los dioses: placas oxidadas de un autómata de guerra del Viejo Imperio, engranajes encajados con cuero. Las chispas aún brotaban cuando los rayos del sol golpeaban los bordes de su hombrera.

A su espalda, el acero negro de su espada —Vireth, la devoradora de ecos— vibraba con hambre contenida.

Sarya se detuvo.
El aire olía a ozono, a magia derramada. A través de la maraña de lianas, el velo entre mundos se agitaba: un remolino translúcido, como el ojo abierto de un dios moribundo.

—Otra grieta... —murmuró, con el tono de quien maldice una vieja deuda.



Desde el otro lado del velo, algo la observaba. Sombras con forma de hombre, o de recuerdo. Los Urr-Keth, devoradores de existencia, habían vuelto a olfatearla.

Sarya escupió sangre seca, ajustó el guante metálico en su mano derecha —un guante que zumbaba, vivo, con circuitos olvidados— y dio un paso adelante. El suelo la tragó en un destello azul.

Cayó en un mundo sin cielo. Rocas flotantes, mares suspendidos, raíces que colgaban del vacío. Una tormenta de luces rotas rugía sobre su cabeza. En el horizonte, una torre construida con huesos de titanes se alzaba como una lanza envenenada.

—El bastión de Zhul-Mathar —susurró. La palabra le quemó la lengua.

Recordaba haberlo destruido tres vidas atrás. O tal vez en otro plano. La memoria era un mapa hecho de ceniza.

Una risa estalló entre las sombras.
Del aire emergió un cuerpo de cables y carne: un mago cibernético, envuelto en túnicas de luz, con ojos que giraban como lentes.

—Sarya de Tharn... —dijo la voz metálica—. La que viaja entre los planos. La que roba lo que los dioses olvidan.

—Y tú —respondió ella, alzando Vireth—, sigues vivo. Qué lástima.

Chispas y sangre, acero y energía. Sarya giró sobre sí misma, la espada cortó campos de fuerza y desgarró carne de máquina. El mago respondió con relámpagos que desintegraban rocas. El aire se llenó de humo violeta y olor a metal fundido.

Cuando el polvo se asentó, sólo quedaba ella. Herida, respirando como una bestia, con el pecho cubierto de hollín y la mirada clavada en el horizonte.

El velo entre mundos se abría otra vez, como una herida que nunca cerraba.

—No hay descanso —dijo, con media sonrisa—. Ni para los muertos, ni para los que aún sangramos.

Y, ajustando las piezas de su armadura remendada, dio otro paso hacia el vacío.

El plano gimió. La jungla la esperaba.

 

 

Cuento de Navidad: El hada del azucarero

La primera señal de que algo iba a salir ligeramente distinto aquella Navidad fue que apareció un hada en el azucarero. No una de esas ha...