jueves, 6 de noviembre de 2025

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda. No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un ladrón que se desliza entre las sombras; todos escuchan, en algún momento, ese llamado antiguo. Es un eco que comenzó mucho antes de que aprendiéramos a contar historias alrededor del fuego. Y aún resuena.

El Grial fue uno de los primeros nombres que dimos a ese eco. No era solo una copa. Era una promesa: de pureza, de redención, de sentido. Los caballeros de Arturo no perseguían un objeto, sino una ausencia. Buscaban aquello que faltaba en el mundo y, sobre todo, dentro de sí mismos. La búsqueda del Grial no trataba de poseer, sino de entender.




Arte - Sam Keiser.


Desde entonces, la literatura fantástica ha rehecho esa gesta una y otra vez. Cada vez que un mago busca una piedra de sabiduría, cada vez que un joven granjero se atreve a tocar una espada que no le pertenece, o que un ladrón intenta robar una lágrima de los dioses, el eco del Grial vuelve a sonar.

Los objetos poderosos —anillos, varas, grimorios, amuletos— no son meros artefactos. Son espejos. Muestran quiénes somos cuando creemos tener poder. Algunos destruyen a sus portadores, otros los revelan. El Anillo Único de Tolkien es un ejemplo tan claro como doloroso: no concede poder, sino que lo desnuda. Deja al descubierto la fragilidad del alma, el temblor que nos vuelve humanos.

En las historias más sabias, el objeto nunca es el fin. El verdadero viaje no está en encontrar el artefacto, sino en descubrir por qué lo deseamos. Porque el deseo, cuando se alza como una montaña, nos obliga a subirla o morir en el intento. Y en esa ascensión, algo cambia: la piel, el nombre, el corazón…

Quizás por eso seguimos contando estas historias. Porque todos, en algún rincón de la memoria, seguimos buscando nuestro propio Grial: una palabra que cure, una mirada que comprenda, una canción que devuelva el sentido al silencio. En el fondo, todos somos buscadores. No de poder, sino de significado.

Y aunque el objeto cambie —una copa, una piedra, una espada, un nombre verdadero—, la melodía sigue siendo la misma. Es un eco antiguo, imposible de acallar.

El eco de la búsqueda.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

La Novia de las Colinas (un cuento de miedo, humor y burocracia mágica)

Había una vez, en el pueblo de Hondonera de Arriba —que estaba, por pura lógica geográfica, justo encima de Hondonera de Abajo— una joven llamada Marina Tizón. Marina era pelirroja, zurda, y tenía la poco práctica costumbre de hacer demasiadas preguntas, lo que la convertía en una molestia para padres, maestros, y ocasionalmente para las gallinas.

Su abuela decía que la colina detrás del molino “tenía tratos”, y no del tipo que uno firma con un bolígrafo. Eran tratos de los que se sellan con música, luna llena y la clase de vino que brilla aunque lo tapes con un trapo. Pero Marina, que había heredado de su madre la testarudez y de su padre el escepticismo, decía que eso eran “supersticiones de pastores con insomnio”.
Marina Tizón no creía en tonterías. Si hubiera nacido en tiempos más civilizados, habría sido científica, o abogada, o peor aún, inspectora de impuestos. Pero nació en Hondonera, donde las únicas certezas eran el barro y las supersticiones. Y eso la aburría mortalmente.


-Arte de Brian Lee- 

Cuando su abuela le advirtió que “las colinas tienen hambre en octubre”, Marina rió y dijo:
—Pues que se hagan un bocadillo.
Su abuela la miró como si ya estuviera eligiendo flores para su tumba.
Las colinas, como todo el mundo sabe (o sabría si se molestara en escuchar a las abuelas), son lugares peligrosamente pacientes. A veces están durmiendo. A veces, esperando. Y a veces, planeando.
La Noche de Difuntos llegó con viento y un silencio raro. No era el silencio normal del campo, sino uno que parecía esperar.
Marina no planeaba subir la colina. Pero los perros ladraban hacia el monte, y las campanas del molino sonaron solas, y en el aire había música. Una música que se movía como el agua.
Así que, naturalmente, subió.
Llevaba una linterna, una barra de pan, y una libreta con la que planeaba “demostrar científicamente que no hay nada ahí arriba salvo humedad y mitología”. La ciencia tiene ese curioso hábito de comportarse como si el miedo fuera un malentendido.
La música la encontró antes de llegar al claro. Era una melodía hecha de cosas que no debían tener sonido: la savia subiendo por las raíces, el roce del musgo sobre la piedra, y algo más... algo que sonaba como la risa de un niño si uno no pensaba demasiado en ello.
Cuando Marina llegó, la tierra se abrió. No con violencia, sino como una puerta que ya te estaba esperando.
Bajó. (Sí, bajó; Marina tenía ese tipo de sentido práctico que solo aparece cuando la razón ya se ha ido a dormir).
Y abajo encontró una fiesta.
Había criaturas con ojos como monedas y sonrisas como cuchillos. El aire olía a miel, a polvo antiguo y a cosas que, si se nombran, vienen cuando las llamas. Y al fondo, sobre un trono de raíces, estaba el Rey de las Colinas.
Era hermoso, sí, pero de un modo que daba ganas de mirar a otro lado. Como un cuadro mal colgado: todo parecía correcto, y sin embargo, algo no encajaba. Su sombra no se movía con él y su sonrisa era demasiado lenta para llegar a los ojos.
—Marina Tizón, hija del hierro y del humo —dijo él—. Las colinas te reclaman. Serás mi reina.
Marina, que no estaba acostumbrada a que la tierra la reclamara, arqueó una ceja.
—¿Y si digo que no?
El rey sonrió. Fue la sonrisa de un depredador que acaba de descubrir el concepto del humor.
—Dirás que sí, más tarde. Todos lo hacen.
Chasqueó los dedos. Una copa apareció en su mano. El líquido brillaba como aurora atrapada en cristal.
—Bebe, y serás mía.
—¿Y si no quiero ser de nadie?
—Serás de las colinas.
El problema con los elfos (si queremos llamarlos así) es que no entienden el concepto de propiedad privada. Todo les pertenece por defecto: el aire, la música, los nombres… y ocasionalmente, las personas.
Marina tomó la copa. La miró. Sonrió con la misma sonrisa que su abuela usaba cuando iba a hacer algo impropio.
Y bebió.
El sabor era dulce, pero detrás había algo viejo. Algo con raíces.
Y en ese momento, Marina entendió: las colinas no querían esposa. Querían preservar la ofrenda. Convertirla en parte del suelo, en carne de piedra. El pueblo prosperaba porque cada siglo alguien se hundía en la tierra para no salir jamás.
Ella, sin embargo, había llevado una libreta. Y un bolígrafo. Y una pizca de sal (por razones científicas, decía).
—Muy bien, majestad —dijo, sacando el papel—. Antes de casarnos, necesito un contrato.
El Rey frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Un acuerdo formal. Nada de promesas poéticas. Firma aquí, con tu nombre.
Los elfos tienen una debilidad: les encantan las reglas. No las entienden, pero las respetan con devoción.
Así que firmó.
El aire cambió. Las luces se apagaron. Las raíces empezaron a retorcerse, y el Rey gritó un nombre que ya no era suyo.
Porque los nombres escritos en papel y sellados con sal pertenecen a quien los guarda. Y por primera vez en muchos siglos, las colinas obedecieron a otra voz.
—Creo que el matrimonio ha terminado —dijo Marina.
El suelo se abrió. Y esta vez, fue el Rey quien cayó.
Marina despertó al amanecer, sobre la hierba húmeda. Tenía la libreta en el regazo y, en el bolsillo, un papel con letras borrosas que parecían moverse si las mirabas demasiado.
El pueblo la dio por loca. Pero la cosecha fue abundante ese año. Y cada tanto, la colina suspiraba… no de hambre, sino de memoria.
Marina siguió con su vida. Abrió un pequeño despacho en la plaza donde ofrecía servicios de consultoría legal para lo sobrenatural. (Su lema era: “Leemos la letra pequeña del infierno para que usted no tenga que hacerlo.”)
Y cuando alguien mencionaba a los elfos, ella sonreía con cansancio y decía:
—Son encantadores. Hasta que intentan casarte.

jueves, 30 de octubre de 2025

En la era de los dados y los dragones: crónica de un arte heroico

Los años ochenta y noventa. Esa frontera dorada entre lo analógico y lo onírico, cuando el arte de la fantasía no era una industria aún, sino una especie de fe secreta. Un pacto entre soñadores. En aquel entonces, los pinceles parecían aún recordar la textura de las leyendas, y las portadas de los manuales de Dungeons & Dragons o de las viejas novelas de bolsillo eran portales más que ilustraciones. Si uno miraba lo suficiente, con la devoción debida, podía oír el viento entre las torres de un castillo inexistente, sentir el cuero curtido de una bota de aventurero, o el peso tembloroso de un hechizo recién aprendido.



-Arte de Jeff Easley-

Había algo profundamente romántico —en el sentido más antiguo y melancólico de la palabra— en aquellos cuadros de Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley… Nombres que, para los iniciados, eran casi conjuros. Cada uno tenía su alquimia particular: Elmore con sus luces suaves y sus héroes que parecían esculpidos por la esperanza; Parkinson con su majestuosidad casi litúrgica, como si pintara himnos más que escenas; Caldwell, con su teatralidad alegre, descaradamente ochentera, llena de cuero, brillo y poder. Y Easley… Easley era el que entendía el humo, la sombra, la historia detrás del acero.

No era “arte de fantasía” como hoy lo entendemos. Era una promesa visual. Las portadas no mostraban solo lo que había dentro del libro o del juego, sino lo que podría ser. Eran la antesala de la imaginación.

Lo que me fascina al mirar esas imágenes hoy no es solo su técnica (que era magnífica), sino su sinceridad. No había ironía, ni distancia cínica, ni un intento de ser “gracioso” o “meta”. Eran mundos donde lo heroico todavía tenía un peso moral. Donde un dragón era un dragón, no una metáfora de la inflación ni un guiño a los fans. Donde la aventura aún podía vivirse con el corazón abierto y la espada desenvainada.

Quizá por eso, aquel arte se siente tan vivo aún. No era perfecto, no era sutil. Pero era honesto. Tenía la textura del sueño compartido: esa fragilidad que solo se encuentra cuando un grupo de amigos se sienta alrededor de una mesa con dados de veinte caras y una pizza fría. Era un tiempo donde la fantasía no se compraba: se creaba, se contaba, se pintaba con devoción.

Hoy, en una era donde la ilustración digital puede lograr cualquier efecto imaginable, extraño un poco esa calidez. Esa sensación de que cada brochazo estaba hecho con amor, con fe en lo invisible. Porque lo que aquellos artistas pintaban —sin saberlo quizás— era el alma misma del juego: la posibilidad infinita de imaginar.

Quizá, en el fondo, eso es lo que sigue latiendo bajo cada dragón de Elmore o cada guerrera de Caldwell: el recordatorio de que la fantasía, antes que un género, fue siempre un gesto de amor. Un acto de resistencia contra lo gris del mundo. Una promesa que decía: sí, esto puede existir, si crees lo suficiente.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

miércoles, 29 de octubre de 2025

El Fuerte de las Rocas Quebradas

Lord Girion llevaba tres inviernos viendo morir hombres en aquel desfiladero.

El Fuerte de las Rocas Quebradas, decían los mapas. Pero en los mapas no se oía el viento. Ni el crujido de la madera podrida. Ni el eco de las flechas clavándose en la empalizada cada amanecer.

La guarnición —setenta hombres cuando llegó, menos de cuarenta ahora— era una colección de ruinas humanas: veteranos con la mirada opaca, reclutas que no sabían aún si temer más al enemigo o al hambre. Ninguno creía ya en los mensajes que prometían refuerzos desde el sur. En el desfiladero no llegaban ni las mentiras a tiempo.

Girion se movía entre ellos con el aire cansado de quien ha aprendido que el deber es un animal que devora lento. El blasón de su casa —una garza sobre campo de azur— colgaba descolorido sobre el portón del fuerte, manchado de humo y lluvia.
«Hasta la garza parece querer volar de aquí», solía decir el sargento Barne, un hombretón con un ojo de menos y mal humor de sobra.

—Mientras no lo haga usted, mi señor —añadía siempre, con una sonrisa torcida.



-Arte de Gary Chalk-

Los hostigadores llegaban cada noche: flechas negras, tambores en la oscuridad, gritos guturales que rebotaban entre las rocas. No eran solo bárbaros de las montañas; entre ellos se veían trasgos —piel ceniza, ojos amarillos— y algo peor: sombras que se movían como humo con forma.

Decían los exploradores que los comandaba un ser que no era del todo hombre. Un brujo, quizá. Un hechicero venido de las ruinas del norte. Lo llamaban El Que Susurra Bajo la Piedra. Nadie lo había visto de cerca, pero bastaba escuchar su voz entre los tambores para que hasta los más bravos apretaran la empuñadura de la espada con sudor frío.

Una noche de luna rota, cuando las antorchas del fuerte parecían titilar de puro miedo, Girion reunió a sus hombres en el patio.

—Nos quedan dos días de flechas y tres de pan —dijo sin alzar mucho la voz—. No vendrán refuerzos. Si alguien quiere marcharse, que lo diga ahora.

Nadie habló. Solo se oyó el viento. Era la clase de silencio que uno aprende en los cementerios y las trincheras.

Girion asintió.

—Bien. Entonces moriremos aquí, pero a nuestro modo.

El plan fue sencillo, casi desesperado. De madrugada, cuando los bárbaros bajaran del collado, abrirían las puertas y saldrían al encuentro. No por gloria ni por bandera, sino para que el fuerte no quedara como trofeo de nadie.

El amanecer llegó rojo y áspero. El desfiladero entero parecía rugir con tambores y aullidos.
Girion, montado en un caballo que había sobrevivido a base de corteza y obstinación, avanzó el primero.
La primera carga fue un infierno. Lanzas contra lanzas, hombres y trasgos mezclados en un barro de sangre. Barne cayó, riendo todavía. Los muros del fuerte ardieron detrás, envueltos en humo.

Entonces lo vio: entre el caos, una figura envuelta en pieles negras, moviéndose sin tocar el suelo. El Que Susurra Bajo la Piedra. Sus ojos eran pozos sin fondo, y su voz un rumor que parecía venir del mismo corazón de la roca.

Girion, sin pensarlo, espoleó su caballo.
La lanza se quebró al chocar contra aquel ser, pero el noble no se detuvo. Sacó su espada, una hoja vieja y mellada.

—Por mis muertos —murmuró, y arremetió.

Dicen los pocos que sobrevivieron que el aire se partió en dos, que el cielo se volvió gris como plomo, y que el brujo se deshizo en polvo oscuro al recibir la estocada.

Cuando todo acabó, el fuerte era ceniza y piedra.
Solo hallaron el estandarte de la garza, medio quemado, ondeando entre las ruinas.

Aún hoy, cuando sopla el viento en el desfiladero, los pastores aseguran escuchar una voz grave, cansada, que dice:

—A nuestro modo.

 



viernes, 10 de octubre de 2025

Por qué la fantasía medieval sigue siendo más real que las noticias

Hay quien dice que la fantasía es cosa de frikis que no pisan la calle, que los dragones y los caballeros son juguetes para adultos que temen la realidad. Los mismos que sueltan esa frase luego se tragan sin pestañear la política, los reality shows y las redes sociales, creyendo que ahí está “la vida real”.

Permíteme que me ría.

Los mitos no son mentiras, son la forma más seria de decir la verdad. La fantasía medieval —esa de espadas, reinos y profecías— no es evasión, es recordatorio. Nos devuelve, a bofetadas, la idea de que el bien y el mal existen, que la valentía tiene un precio, y que la belleza no se mide en likes sino en gestos que cambian el día a día de las personas.

Los castillos y los dragones no son decorado: son símbolos de lo que llevamos dentro. El dragón no está allá en la lejanía; está en tu soberbia, en tu miedo, en tu deseo de dominar. Y el caballero no es un tipo con armadura reluciente, sino el que decide enfrentarse al monstruo sabiendo que probablemente va a perder. Eso, amigo mío, es más real que el telediario.

La fantasía medieval tiene una cosa que el mundo moderno desprecia: honra. En esas historias hay juramentos que valen más que contratos, promesas que se cumplen aunque cueste la vida, reinos que se defienden no por poder, sino por deber. Y sí, puede sonar romántico, pero es que sin ese romanticismo —sin esa fe en algo más alto que el propio ombligo— todo esto se convierte en una oficina gris de almas cansadas.

Los mitos nos devuelven la visión perdida. Nos hacen ver el mundo como los niños y los santos lo ven: cargado de misterio. La fantasía medieval no huye de la realidad; la atraviesa, la despoja de su mugre y te la devuelve con sentido. Porque mientras tú te ríes del tipo que empuña una espada imaginaria, él está aprendiendo algo que tú has olvidado: que toda vida es una cruzada, y que todos llevamos un escudo, aunque el nuestro esté hecho de rutina y decepciones.



-Arte de Samwise Didier-

Es más fácil vivir anestesiado. Es más cómodo burlarse del caballero que cree en su causa que admitir que tú, con tu cinismo, has desertado. Pero al final, cuando la noche cae y se apagan las pantallas, lo que queda no es el sarcasmo, sino la pregunta que la fantasía siempre deja flotando:

¿De qué lado estás?

Porque sí, el mal existe, aunque hoy lo llamemos “pragmatismo”. Y el bien también, aunque lo disfracemos de ingenuidad. Y en medio, entre la espada y el dragón, estamos todos, buscando un sentido.

La fantasía medieval —bien entendida— no te aleja del mundo: te recuerda que aún vale la pena luchar por él.


Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

jueves, 2 de octubre de 2025

Herramientas viejas para contar historias nuevas

He estado pensando —como suelo hacer cuando debería estar haciendo algo más útil— en la manera en que contamos historias.

Y lo curioso es que, por más modernos que nos creamos, casi siempre volvemos a las mismas herramientas: el héroe que se lanza a una aventura, el dragón en la cueva, la caída del aprendiz, la búsqueda imposible.

Algunos me dirán que eso es pereza. Que estamos repitiendo los mismos cuentos de siempre. Que ya basta de espadas, ya basta de profecías. Y tienen razón… en parte.




Arte de N.C. Wyeth

Pero aquí está el secreto: las viejas herramientas no son un lastre. Son un lenguaje.

Piensa en un martillo. Lleva existiendo miles de años. No hemos dejado de usarlo porque alguien en el siglo XV dijera: “Ya está bien de golpear cosas con palos de metal. Inventa algo nuevo.” No. Seguimos usando martillos porque hacen el trabajo.

Con las historias pasa igual. Los mitos, las estructuras clásicas, los símbolos… Son martillos narrativos. La diferencia está en qué construyes con ellos.

El héroe puede seguir siendo el héroe… pero, ¿qué pasa si no quiere la aventura? ¿Qué pasa si fracasa? ¿O si descubrimos que la aventura nunca fue lo que parecía?

Ese giro, esa reinterpretación, es lo que mantiene vivas las historias. Porque la verdad es que no buscamos originalidad absoluta —eso es un espejismo— sino resonancia. Queremos sentir que la historia nos pertenece y, al mismo tiempo, que toca algo mucho más viejo que nosotros.

Por eso los dragones siguen ahí. Y los viajes. Y los nombres secretos.

No porque los escritores de fantasía seamos vagos (aunque lo somos). Sino porque esas herramientas son parte de cómo pensamos el mundo.

La innovación no está en inventar un martillo nuevo. Está en construir con él una casa que nunca habías visto, o mejor aún: una casa que creías imposible hasta que alguien se atrevió a poner el primer clavo.

Un abrazo de oso y una pinta para todo aquel que se deje caer por este baldío.

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

El caballero y los enanos

Sir Garreth de Mornhall había cabalgado durante días sin rumbo, siguiendo caminos que se bifurcaban como víboras en la maleza. Su caballo, Ceniza, estaba tan agotado como él. La armadura que vestía, antaño bruñida, colgaba ahora sucia, abollada y llena de polvo.

No había séquito, ni estandarte, ni propósito. Había partido con la idea de llegar a la capital, Travenne, en busca de una nueva causa a la cual prestar espada. Pero los caminos del reino de Ravess eran caprichosos, y él, cansado y medio hambriento, había dejado que la senda lo llevara donde quisiera.

Cuando el sol empezó a hundirse tras los encinares, escuchó un crujido. Luego, una piedra voló y golpeó el casco de su caballo. Ceniza relinchó y Garreth apenas pudo sujetarlo.

—¡Manos arriba, caballero! —gritó una voz áspera, demasiado grave para un niño, demasiado chillona para un hombre adulto.

De entre los matorrales surgieron figuras bajas, fornidas, con arcos improvisados y cuchillos oxidados. Enanos. No los orgullosos mineros de las viejas montañas, no; estos tenían ropas raídas, barbas desgreñadas y ojos encendidos por el hambre.

—Vaya, vaya —dijo el más cercano, con una sonrisa mellada—. Un pez gordo perdido en nuestro arroyo.

Garreth suspiró, alzó ambas manos, y dejó caer la espada al suelo.

—No llevo oro —dijo—. Apenas pan duro y vino agrio.

—Eso ya lo veremos —replicó otro, hurgando en sus alforjas—. Bah, ni siquiera eso. Este caballero es más pobre que nosotros.

La banda rió, mostrando dientes ennegrecidos.

Garreth los observó un momento, y después habló:

—Si pensáis matarme, hacedlo pronto. Si pensáis dejarme, dejadme con mi caballo. Pero escuchad: hay más provecho en mi brazo que en mis bolsas.

Los enanos se miraron entre sí.

—¿Y qué provecho puede darnos un caballero herrumbroso? —bufó el líder, que se hacía llamar Rukn el Tuerto.

Garreth sonrió, cansado.

—Conmigo, podréis asaltar más que aldeanos famélicos. Yo conozco los caminos a Travenne. Los mercaderes viajan en caravanas, cargados de seda, grano y especias. Conmigo podréis cazar presas mayores.

El silencio se hizo. Los enanos, hambrientos y desesperados, comprendieron que tal vez el hombre decía la verdad.

Rukn escupió al suelo y luego tendió la mano.

—Sea pues, caballero. Pero que quede claro: aquí mandamos nosotros.

Garreth tomó la mano callosa y asintió.

 



-Arte de Jim Holloway-

La extraña compañía se formó aquella noche. Aparte de Rukn el Tuerto, estaban Bregan Mano Negra, tan diestro con el hacha como con la trampa; Thimra de los Dientes Rotos, que reía mientras peleaba; y los gemelos Orrik y Dorrik, que hablaban poco y golpeaban mucho.

Eran salvajes, desconfiados, pero tenían hambre y sed de botín. Y Garreth, aunque un caballero caído, aún conservaba la astucia de la guerra.

—Si queréis sobrevivir —les dijo—, no basta con robar. Hay que elegir bien a quién, cuándo y cómo.

Y así, poco a poco, se convirtieron en algo más que una pandilla.

 

El primer asalto fue torpe pero sangriento. Una carreta de campesinos, cargada de harina. Garreth había planeado el ataque: bloquear el camino con un tronco, esperar ocultos y caer rápido. Funcionó.

El viejo campesino que conducía murió de un tajo en la garganta; su mujer gritó hasta que Thimra la calló de un golpe. Los niños huyeron al bosque.

Garreth no alzó la espada. Solo miró, con el rostro endurecido.

Cuando la harina llenó sus sacos, los enanos lo celebraron como si fuera oro.

—Pronto vendrán mejores presas —les prometió él.

Y cumplieron.

 

Semanas después, la caravana de Maeron Vey, un mercader gordo de la capital, cayó en sus manos. Allí hubo sangre, oro y fuego. Garreth luchó a su lado, cortando gargantas y desarmando guardias. Por primera vez en meses, sintió que la espada pesaba menos.

Los enanos empezaron a respetarlo.

—Brindemos por el Caballero de los Enanos —rió Thimra, con los labios manchados de vino robado—. Brindemos por Garreth, señor de los caminos.

El título prendió entre ellos, mitad burla, mitad verdad.

 

Pero todo reino de bandidos acaba manchado de traición.

Un día, tras un golpe particularmente sangriento contra la escolta de un noble menor, Garreth halló entre el botín un estandarte: el halcón azul de la casa Delorim.

Garreth palideció. Había jurado lealtad a esa casa en su juventud. Había luchado por ellos en los campos de Brathmoor.

Esa noche, mientras los enanos festejaban alrededor del fuego, él permaneció en silencio, mirando el estandarte chamuscado.

Rukn se le acercó.

—No me digas que tienes escrúpulos, caballero.

—Tengo recuerdos —respondió Garreth.

—Los recuerdos no llenan el estómago.

Garreth lo miró a los ojos.

—Tampoco la traición.

El silencio entre ambos fue más frío que la noche.

 

Pasaron más golpes, más muertes, más oro. Y con cada uno, Garreth se hundía más. La camaradería de los enanos era brutal, pero sincera: compartían vino, carne y sangre como hermanos.

Al final, Garreth comprendió una verdad amarga: nunca había sentido tal pertenencia en ningún castillo ni corte. Era entre ladrones y asesinos donde, por primera vez, alguien lo llamaba “hermano” sin desprecio.

 

Un invierno después, la noticia corrió por los caminos: la capital ofrecía una recompensa enorme por la cabeza del Caballero de los Enanos y su banda.

—Han puesto precio a nuestro nombre —rió Thimra, con los dientes roídos—. Ahora somos leyenda.

Pero Garreth sabía que las leyendas terminaban con sogas alrededor del cuello o cuchillos en la oscuridad.

Miró a sus compañeros, esos enanos desarrapados que lo habían emboscado un día cualquiera, y se preguntó qué era peor: morir con ellos en los caminos, o sobrevivir solo en un mundo que nunca lo había querido.

 

Un mes después, en el cruce de Ketherholt, los hombres del rey los alcanzaron.

La batalla fue breve, feroz, desesperada. Garreth luchó como en sus mejores días, hiriendo, sangrando, matando. Uno a uno, los enanos fueron cayendo: Orrik y Dorrik espalda con espalda, Bregan atravesado por lanzas, Thimra riendo hasta su último aliento.

Rukn el Tuerto murió a su lado, con una carcajada ronca.

Garreth quedó rodeado, espada en mano, la armadura rota y la boca llena de sangre. No se rindió.

Los hombres del rey decían después que el Caballero de los Enanos cayó como un demonio.

Pero en las tabernas, mucho tiempo después, se cantaba otra cosa: que Garreth de Mornhall no había muerto, que aún cabalgaba entre las sombras junto a cinco enanos fantasmales, asaltando las caravanas que se dirigían a Travenne.

Y que si alguien escuchaba una risa rota en los caminos oscuros, más valía rezar y soltar las riendas.


 

El eco de la búsqueda

Hay una palabra que vibra en el corazón de toda historia: búsqueda . No importa si se trata de un héroe que cabalga bajo la lluvia o de un l...